El calendario anuncia pasajes, cambios de estaciones, de climas, de temperaturas aunque las formas que gobiernan lo vivo se repitan e insistan en dañarlo.
El daño crece y viaja, punzante e impune, en las redes, en las radios, en los programas de televisión. Insiste en negar que la vida no puede contenerse en el reino del género, la raza, la clase, la ideología. Ya se trate del imperio mayoritario de lo uno, ya se trate de la trampa dicotómica de lo binario. El daño programado ataca. Incendia y devasta vidas, montes y bosques con la vieja excusa del progreso, del negocio del progreso, ya se nombre minería sustentable, autovías, diversidad o como se busque edulcorar, el terricidio avanza.
Nos recuerda Simone Weil que “Sólo aquel que ha medido el dominio de la fuerza, y sabe cómo no respetarla, es capaz de amor y justicia.”
Quizás con ese saber y aún desde el dolor por tanto daño, un común vivir pulsa en desbordarlo, defenderse y resistir. Solidaridades levantan casas, hacen guardias de cenizas, cortan calles, se vitalizan en asambleas. Denuncian, reclaman y perseveran en hacer visible un común amor por los cuidados de lo vivo.
Leemos “Tal vez no en la fuerza, sino en una común debilidad residen las potencias que salvan.”
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