Entre los años 1987 y 1993 las Yeguas del Apocalipsis, el dúo conformado por Pedro Lemebel y Francisco Casas, realizaron una serie de acciones de arte/política que movilizaron el VIH-sida como signo. En un contexto en que el VIH-Sida se convertía en una enfermedad fuera de control en Chile, generando fuertes reacciones homofóbicas que buscaban ordenar los roces y desplazamientos de los cuerpos, las acciones de las Yeguas del Apocalipsis, propusieron una serie contra-imágenes en torno a la prevención y al duelo, en torno a la inmunidad y la vulnerabilidad de los cuerpos.
El modo en que las Yeguas del Apocalipsis produjeron imágenes y enunciaron un discurso en torno al VIH-sida a fines de los años ochenta en Chile, es llamativamente afín a la lectura política que Néstor Perlongher hizo de la expansión del virus en textos como El fantasma del sida (1988) y La desaparición de la homosexualidad (1991). No he podido verificar que Lemebel y Casas leyeran los textos de Perlongher en el momento de su publicación, sin embargo, quisiera destacar algunos puntos de contacto, que permiten comprender mejor el accionar de las Yeguas. Perlongher leía la irrupción del sida como un dispositivo de desaparición de la homosexualidad, a través de políticas de higienización y conyugalización, que la depuraban de sus placeres perversos, nómades. Y planteaba la necesidad de “concebir una política sexual diferente, que no desconociese la multiplicidad de los deseos eróticos ni intentase disciplinar pedagógicamente a los perversos y sus gozos. Se trata de ofrecer la mejor información posible, pero afirmando simultáneamente el derecho a disponer del propio cuerpo y de la propia vida” (Perlongher, 1988:98). Hay al menos dos puntos que quisiera recoger de esta breve alusión a Perlongher. Por un lado, la figura de la desaparición, del fantasma, que espectraliza el deseo homosexual, y que fue retomada por las Yeguas del Apocalipsis al generar una gramática estético-política que buscaba producir zonas de contacto entre las víctimas de la dictadura y las víctimas del VIH-sida. Por otro, al igual que Perlongher, Casas y Lemebel desconfiaban de la medicalización de la sexualidad que, como respuesta al pánico sexual y moral, traía consigo la expansión del virus. En efecto las Yeguas del Apocalipsis parodiaron las retóricas de la prevención y trabajaron –a veces de forma provocativa, escandalosa y directa, otras veces de modo más sutil— con imágenes de contaminación, promiscuidad y riesgo.
1.
Porque la revolución sexual hoy reenmarcada al estatus conservador fue eyaculación precoz en estos callejones del tercer mundo y la paranoia sidática echó por tierra los avances de la emancipación homosexual. Ese loco afán por reivindicarse en el movimiento político que nunca fue, quedó atrapado entre las gasas de la precaución y la economía de gestos dedicados a los enfermos.
Pedro Lemebel, 1992
El VIH-sida irrumpió en Chile a mediados de los años ochenta, en un contexto dictatorial en el que no había un activismo lésbico-homosexual o trans públicamente organizado. Las primeras agrupaciones homosexuales y lésbicas que surgieron en este período, como el grupo Integración (1979) y el colectivo lésbico-feminista Ayuquelén (1984) funcionaban como grupos privados o preservaban el anonimato de sus integrantes. En efecto, en Chile no hubo movimientos de liberación homosexual organizados públicamente -como el FLH argentino por ejemplo- ni antes ni durante la dictadura. En 1987, hicieron su irrupción las Yeguas del Apocalipsis, que sin embargo, no han entrado del todo en las categorías del activismo LGTB porque su gesto, se dice, era cultural. Sin embargo Lemebel y Casas, se involucraron a su manera, con los modos de desobedecer, trazar alianzas y disputar espacios que ensayaban grupos homosexuales y lésbicos en un tiempo marcado por la expansión del VIH, la vigencia de leyes que criminalizaban a las desobediencias sexo-genéricas y los amarres autoritarios que sellaron el umbral entre dictadura y postdictadura en Chile.
Aunque durante buena parte del período dictatorial no hubo organizaciones LGTB visibles, que pudieran disputar otras formas de vivir el deseo y el género -cuestión siempre compleja durante los regímenes dictatoriales- si permaneció activa una cultura sexual en torno a prácticas homosexuales anónimas en diferentes espacios públicos o semipúblicos. En Santiago los lugares más recurrentes eran los parques, en especial el Parque Forestal y los saunas de las calles Catedral y Matte Pérez o en el barrio Ñuñoa. En 1978 se creó también la discoteca Fausto, la primera disco gay conformada en Chile, iniciando así un pequeño mercado gay nocturno, expuesto a permanente redadas policiales.
Fue en este contexto que se detectaron los primeros contagios de VIH-Sida en Chile a mediados de la década de los ochenta. En 1984 se notificaron cinco casos y cobró estado público la historia de la primera persona que falleció a causa del virus. Ese mismo año, el régimen de Augusto Pinochet modificó el artículo 2 del decreto 362 sobre Enfermedades de Transmisión Sexual, incorporando el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Si bien con este acto, el Ministerio de Salud incorporaba el VIH-Sida como enfermedad en el Sistema de Salud Pública, el decreto exponía a las personas portadoras del virus a ser retenidas por la autoridad sanitaria y policial [1], dejaba en manos de la justicia a las personas notificadas con VIH [2], consideraba la homosexualidad y el trabajo sexual como patologías y prohibía el comercio sexual en prostíbulos [3]. Otro aspecto que no estaba estipulado en el decreto, si no que fue un efecto del mismo, fue el cese de la discreta línea biomédica abierta en algunos establecimientos públicos de salud, para las operaciones de modificación genital de personas transexuales, pues las personas trans eran consideradas una población de riesgo (Carvajal, 2020). De esta manera, las medidas de la dictadura ante la expansión del VIH re-patologizaron y reforzaron las formas de criminalización de la homosexualidad, el travestismo y la transexualidad. Los controles policiales y sanitarios implementados desde el Ministerio de Salud y dirigidos hacia trabajadorxs sexuales y personas lgtb, se sumaron a la aplicación del artículo 373 del código penal que persigue los atentados a la moral y las buenas costumbres, como parte de la política represiva sobre las disidencias sexo-genéricas que el Estado implementó en este período.
La respuesta al VIH-sida en Chile [4] fue muy distinta a la que se dio, por ejemplo, en el contexto norteamericano. El gobierno de Reagan le dio la espalda al problema de la expansión del virus durante casi una década porque los homosexuales no eran parte de su sector de apoyo electoral, lo que llevó a las organizaciones homosexuales a buscar formas de autoorganización social y de apoyo de parte del sector médico “logrando hacer mucho sin el Estado” (Frasca en Donoso y Robles, 2015:35). En Chile, el contexto dictatorial y la ausencia de agrupaciones homosexuales organizadas públicamente, hicieron que el VIH-sida fuera incorporado rápidamente al sistema de salud desde un fuerte control biopolítico. Sin embargo, fue justamente en respuesta a esa política autoritaria e insuficiente que se conformó la Corporación Chilena Contra el Sida (más tarde Corporación por la Prevención del Sida) en 1987 y el Centro de Educación y Prevención en Salud Social y Sida de la ciudad de Concepción en 1989. Estas fueron las primeras agrupaciones integradas o dirigidas por homosexuales, que tuvieron por objetivo cubrir las urgencias que el Estado no estaba atendiendo, es decir, para comenzar a desarrollar una política de prevención. Estas primeras iniciativas se anticiparon a la conformación del Primer Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (MOVILH) en julio de 1991. En efecto el MOVILH va a marcar un punto de diferenciación con esas primeras agrupaciones de activismo por el VIH-sida, ya que en sus inicios no quería mezclar sida y política porque consideraba que su conexión con la homosexualidad reforzaba un estigma.
En julio de 1987 un grupo de 12 homosexuales conformaron la Corporación Chilena Contra el Sida, nombrada coloquialmente como la Corpo. Comenzaron por trazar alianzas con algunos médicos y agentes del mundo de la salud para recabar información. Como cuentan Donoso y Robles, los primeros integrantes de la Corpo devinieron, de manera no planificada, monitores de pares y agentes de salud. Comenzaron a difundir preservativos y elaboraron un tríptico con información que comenzaron a repartir en las discotecas de la época como Fausto, Quázar y la Palomera. En julio de 1988, gracias al aporte económico de los cuáqueros, lograron arrendar un local propio. Esta primera etapa de la organización estuvo marcada por la realización diaria de reuniones y talleres, instalaron una línea telefónica para responder consultas sobre sida y sexualidad, organizaron actividades de apoyo a personas viviendo con VIH e impulsaron las primeras discusiones sobre los derechos homosexuales.
Algunos años más tarde, en noviembre de 1989 luego del plebiscito que derrocó, al menos en los hechos, la dictadura de Augusto Pinochet, Christian Rodríguez, estudiante de sociología que volvía del exilio en Francia, con el apoyo de SIDA-OMS de Ginebra, impulsó la creación del Centro de Educación y Prevención en Salud Social y Sida en Concepción. Durante los primeros años de la postdictadura el CEPSS trabajó capacitando monitores para que educaran a la población sobre el plan nacional médico y social de prevención de VIH, promovió campañas de consciencia y compromiso, desarrolló investigaciones para detectar problemas sociales en la región y ofreció orientación social y psicológica para portadores y sus grupos familiares, a modo de acompañamiento del proceso de enfermedad. El CEPSS trabajó con homosexuales y lesbianas, trabajadoras sexuales, comunidades mapuche, jóvenes, mujeres, pobladores, sindicatos y sectores dedicados a la salud y la educación (Rodríguez, 1992) y llegó a tener sedes en las ciudades de Valparaíso y Santiago. El CEPPS fue a su vez la organización que convocó el Primer Encuentro de Homosexuales y Lesbianas, que tuvo lugar en la ciudad de Coronel en noviembre de 1991, que podría considerarse el primer evento político del activismo LGTB a nivel nacional. Ahí se reunieron las agrupaciones que comenzaban a conformarse y asistieron entre otrxs, las Yeguas del Apocalipsis y MOVILH.
A partir de 1990, ya en postdictadura, las políticas en relación con la homosexualidad y el VIH-Sida estuvieron atravesadas por diferentes posturas. Por un lado, estaban las retóricas laicas que adherían a la modernización democrática neoliberal, en las que el VIH-sida y la homosexualidad comenzaban a ser vistos “como asuntos que una sociedad democrática tendría que asumir” (Donoso y Robles, 2015:35). Por otro lado, se produjo una renovada avanzada moral-conservadora de la Iglesia que en esos años marcó una férrea oposición al uso del preservativo, a la homosexualidad, al divorcio y al aborto. En ese campo de tensiones, el organismo creado por el gobierno demócrata cristiano de Patricio Aylwin, CONASIDA, trabajó con las organizaciones de la sociedad civil que se habían formado en dictadura. Como recuerda Juan Pablo Sutherland, “el movimiento comunitario y homosexual enseñó a CONASIDA y al Estado a trabajar con la población homo y bisexual” (Donoso y Robles, 2015:73). Esta articulación entre las ONGs y CONASIDA, marcarían la política en torno al VIH-sida durante los años noventa.
En este artículo quisiera detenerme en algunas acciones de las Yeguas del Apocalipsis que, junto con trabajar con el VIH-Sida como signo, nos informan de sus vínculos con el incipiente activismo homosexual local, en concreto con la Corporación Chilena Contra el Sida de Santiago y el Centro de Educación y Prevención en Salud Social y Sida de la ciudad de Concepción. Planteo que las Yeguas del Apocalipsis, propusieron una vía minoritaria y refractaria de politizar el VIH-Sida, que no calzaba con el binomio prohibición/prevención que, con distintos énfasis, marcaron los discursos y políticas promovidas tanto desde la oficialidad dictatorial, posdictatorial y eclesial, como por el primer activismo homosexual, que bajo la figura de las ONG, se dedicaban la prevención y esclarecimiento de la transmisión del virus. Busco notar cómo en esa irrupción refractaria las Yeguas del Apocalipsis pusieron en juego un modo de temporalidad y un modo de concebir la sexualidad que desafiaba al “progresismo médico” (Perlongher, 2008:87) que promovía la práctica de una sexualidad limpia, sin riesgos, desinfectada y transparente.
La historia de las disidencias sexogenéricas, tiende a ser leída desde un esquema temporal lineal, en términos del paso de un tiempo de invisibilidad, sufrimiento e ilegalidad a un tiempo de integración y derechos que prometerían una vida mejor. Así, por ejemplo, como respuesta a una larga historia de marginación, negación y silencio, el naciente MOVILH necesitó rechazar las formas de estigma, dolor e impotencia que quedaban adheridas al imaginario del VIH-sida, para obtener una noción propia de dignidad, independencia y acceso a espacios de poder, que les permitiera encausar su trabajo político hacia la descriminalización de la homosexualidad y la desclandestinización de la vida. Antes que criticar o cuestionar esta posición, una pregunta que me gustaría dejar planteada, dice relación con cuáles son los costos de estas retóricas de la superación. Propongo notar cómo la irrupción refractaria de las acciones de las Yeguas del Apocalipsis, invocaban historias políticas desautorizadas que interrumpieron y ofrecieron puntos de resistencia a ese orden temporal lineal-progresivo. En tiempos de expansión del virus, las Yeguas del Apocalipsis abrieron un espacio de enunciación que proponía un registro de experiencia difractario, que no buscaba adherirse a imágenes aliviantes de normalidad. Sus acciones plantearon otras formas de entender la relación entre presencia y ausencia, entre tragedia y humor, entre duelo y estigma pero también, entre pasado, presente y futuro.
2.
Fíjate como las regias vienen de vuelta de su propia condición
después de haberse visto retratadas en la pose travesti.
Nelly Richard, La Separata, 1982
En el año 2011, Pedo Lemebel escribió un texto sobre la serie de fotografías producida en 1989 bajo el título Lo que el sida se llevó, en las que el fotógrafo Mario Vivado los retrató a él y Francisco Casas con diferentes vestuarios, en diferentes personajes. En ese breve texto, Lemebel recordaba el repertorio de poses que las Yeguas del Apocalipsis armaban y desarmaban con ropa de segunda mano, erotizando una feminidad obsoleta, acechada por el espíritu de la madre: “trapos de mujer antigua recolectada en los mercados persas. Ropas de los años cuarenta, cincuenta, sesenta; trapos tristes heredados del esplendor materno, de una juventud materna, de un duelo materno, de alguna niñez materna (…). Todas las madres en el aura vaporosa de esas fotos parecen actrices de cine” (Lemebel, 2011:9). Lemebel recalcaba cómo sus poses citaban modelos obsoletos del género femenino, de mujeres de los años 40, 50, 60, que entregaban una imagen de la madre antes de ser madre, una suerte de juventud envejecida. Lemebel recordaba como esa serie de fotografías investían esa feminidad antigua un modo de anhelo (la nostalgia), del brillo del duelo, produciendo un montaje entre posiciones de sujeto presentes y aquellas que se consideraban perdidas. El acecho de la muerte, el luto como maquillaje, como atractivo perverso, erotizaba un modelo femenino agotado.
Como señala Nelly Richard, en distintas acciones las Yeguas del Apocalipsis no posaban como mujeres, sino que posaban de travestis (Richard, 2018:47). El travestismo prostibular, tal como aparecía en los años ochenta en Chile, era codificado por las yeguas como la cita a la diva hollywoodense desde el barrio popular latinoamericano. La fastuosidad, a falta de vestidos finos y accesorios lujosos, era reemplazada por la pose, montada desde una producción precaria; ahí donde no había collar de perlas, estaba el gesto de ponerse la mano en el cuello. El lujo se producía a partir del gesto, que generaba “esa aura de distancia, de lejanía y de pérdida también. Una diva no se toca” (Lemebel en Carvajal, 2010). En la serie Lo que el sida se llevó [5], la “flacura proletaria” de las Yeguas del Apocalipsis, “embellecida por el fantasma del sida”, multiplicaba las poses femeninas superponiendo distintas espacialidades e imaginarios. Tal vez una de las más sugerentes, aquella entre el “estudio de aquel fotógrafo que nos prometía fama Monroe cuando apretaba el obturador” (Lemebel, 2011: 9), con el escenario carcelario, penitencial.
La serie de imágenes de Lo que el sida se llevó, invocaban así la nostalgia por una sexualidad promiscua y no reproductiva, social y legalmente sancionada, que se extinguía. Las diferentes poses escenificadas por las Yeguas del Apocalipsis pueden ser pensadas como huellas o espectros de una comunidad sexual que se tornaba anacrónica sin haber tocado su momento de actualidad en la superficie social.
Esta política de la pose que quedó plasmada en la serie Lo que el sida se llevó, tenía ya un antecedente en otra acción que Pedro Lemebel y Francisco Casas realizaron juntos en diciembre de 1987, casi un año antes del plebiscito que puso fin, al menos en los hechos, a la dictadura. Se trató de una intervención de la que no hay imágenes disponibles, que sólo dejó registro en relatos y que tuvo lugar en la Feria del libro que se realizaba anualmente en el Parque Forestal de Santiago, junto al Museo de Arte Contemporáneo. Según los testimonios, sabemos que las Yeguas del Apocalipsis, vestidas con trajes de mujer antiguos, se instalaron con folletería y preservativos para la prevención del VIH-sida en el stand de Lila, la librería feminista que Jimena Pizarro impulsaba desde el año 1984.
Como señalamos arriba, una de las primeras acciones de la Corporación Chilena Contra el Sida conformada en julio de 1987, fue poner a circular un tríptico artesanal y doméstico que reunía información recolectada entre activistas y profesionales de la salud, sobre lo que se sabía del VIH-sida hasta ese momento. Como señalamos arriba, los integrantes de la Corpo repartían ese material en diferentes lugares del ambiente como locales nocturnos o espacios de reunión (Donoso y Robles, 2015:37), en un tiempo en que la prevención no estaba incorporada ni en el sistema de salud ni entre la comunidad homosexual. Según los testimonios, Lemebel y Casas repartieron ese tríptico junto con preservativos en la feria del libro. A fines de 1987, la promoción del uso del preservativo de látex, estaba bloqueada por el discurso oficial de la iglesia y la dictadura, y encendía el pánico moral en una sociedad moralmente conservadora como la chilena. En ese contexto, Lemebel y Casas sacaban de los “circuitos del ambiente” elementos que remitían a una sexualidad activa, no procreativa y no heterosexual para exhibirlos a plena luz del día.
Nelly Richard recuerda que las Yeguas del Apocalipsis “se disfrazaron” de mujer funcionaria con traje de dos piezas haciendo campaña de prevención del sida, produciendo “un roce afilado entre el sida, el CEMA-Chile [6] [Centros de Madre] de Lucía Pinochet, el feminismo de la Librería” (Richard en Carvajal y De la Fuente, 2017). Efectivamente, en una entrevista publicada en la Revista Cauce en el año 1989, Lemebel y Casas señalaban, refiriéndose a sus acciones en solidaridad con las víctimas del sida “Nosotros hicimos cosas, repartimos propaganda vestidos de CEMA-Chile, lavamos los pies de un enfermo, y el resto SIDA-DA, ¿te fijas?” (Yeguas del Apocalipsis en Salas, 1989: 29).
Al mismo tiempo, esta acción también aparece en otro relato, el de la escritora Diamela Eltit, que cuenta de otra manera esa misma historia:
Las Yeguas andaban dándose vueltas como Gabriela Mistral, diciendo que eran Gabriela Mistral mientras miraban libros, paseándose por todo un campo minado. Eran disruptivos, sin ser escandalosas. No alcanzaba a ser escandaloso porque, como era la Gabriela Mistral, era muy neutro. Eran dos señoras con trajes de sastre, con medias y a lo mejor las tenían rotas, con hoyos en las medias. Era anti-glamour. Y para traspasarlo a la cuestión literaria de la Gabriela Mistral, era el otro gay, el gay mistraliano (Eltit en Carvajal y De la Fuente, 2017a).
Esta acción sin nombre, sin título, de las Yeguas del Apocalipsis, aparece en el archivo atravesada por esta composición de referencias, como una cita simultánea a la mujer CEMA-Chile y a Gabriela Mistral. A diferencia de lo que sucedía en la serie Lo que el sida se llevó, donde Lemebel y Casas citaban el glamour desgastado, el aura de la feminidad vintage de la diva, en este caso citan figuras maternas reclamadas por el imaginario moral y estético de la dictadura, una Gabriela Mistral instituida como madre espiritual de Chile y las mujeres de los centros de madres comandados por Lucía Hiriart, que en su mayoría eran dirigidas por mujeres de clase media y alta, integrantes de la denominada “familia militar” (esposas de miembros de las Fuerzas Armadas). Figuras utilizadas por el régimen para construir una imagen austera, antiglamorosa, y deserotizada de la feminidad doméstica y que las Yeguas del Apocalipsis interceptaron con la entrega de preservativos e información para prevenir el contagio de VIH.
En un texto escrito en 1982, dedicado a dos fotografías de Paz Errázuriz, Nelly Richard había advertido la afinidad bastarda entre los retratos de “las regias” (mujeres de clase alta adherentes al régimen) y la pose travesti. Richard advertía cómo el deseo de las regias de pertenecer a un linaje puro e incontaminado, resguardado entre los límites de su propia clase, de pronto era arruinado al verificar su parentesco fisionómico con los retratos de travestis: “fíjate en cómo se conmociona la foto de las regias por el trauma que le significa verse retratadas en la desfachatez de la pose travesti” (Richard, 1982:3). Este parentesco bastardo advertido en el paralelo entre dos fotografías de Paz Errázuriz, podría ser llevado un paso más allá en la cita que las Yeguas del Apocalipsis hicieron de las mujeres de CEMA-Chile, haciéndolas perder la compostura, o usurpando su compostura, para hacerlas hacer lo que la dictadura desde su matriz católico- integrista no iba hacer (entregar preservativos e información para prevenir el contagio de VIH.). Pero también, para develar el propio límite de ese gesto preventivo (contener el desborde sexual en una suerte cálculo profiláctico).
Por otra parte, en el recuerdo de Diamela Eltit, tamizado por códigos literarios, la acción de Casas y Lemebel aparece bajo la figura de “el gay mistraliano” poniendo a jugar la acción en la intersección artístico-literaria en que operaban las Yeguas. [7] Sylvia Molloy (2012), ha leído a Gabriela Mistral como la lesbiana que posa de madre y maestra. La pose mistraliana manifestaba lo reprimido de la heterosexualidad obligatoria, requisito del Estado moderno. Eltit va un paso más allá cuando elige hablar de “el gay” en lugar de “la lesbiana”, para referirse a Mistral, ya que apunta una cierta extranjería de Mistral respecto a la feminidad, y sugiere su adhesión a una masculinidad no hegemónica. Cuando Eltit dice que las Yeguas del Apocalipsis hacen aparecer “el otro gay, el gay mistraliano”, está apuntando a Mistral como hablante erótica. Es decir, cómo la eroticidad proscrita de la poeta (que algunos años más tarde se hizo pública a través de su correspondencia íntima)8 podría también ser leída a través de su elección de enunciación masculina, como modo de habitar la relación amorosa [9].
La figura de Mistral había sido tomada por la dictadura como símbolo del orden social y de la sumisión a la autoridad, como ícono de sus políticas culturales. La editorial Quimantú creada durante el gobierno de la Unidad Popular fue rebautizada Gabriela Mistral en los primeros años de la dictadura, que también, en 1981 creó el billete de 5000 pesos con su imagen. Alejándola del mundo indo-mestizo de Latinoamérica que reivindicó en sus ensayos y escritos, el billete presentaba una imagen severa, clasicista-europeizante y blanqueada de Mistral [10]. Las Yeguas del Apocalipsis citaban esa imagen inmunizada, de la madre blanqueada, asexuada, políticamente neutralizada por la dictadura. Y al provocar un roce entre Mistral y la expansión del VIH-sida, tocan la eroticidad en las sombras de la poeta.
Lemebel y Casas ponían en juego una política de la pose que citaba una feminidad des-erotizada, aseñorada, facha, recurriendo al humor, a lo camp (Halperin, 2016), como algo más que un estilo o una estética. Lo camp aparece en las Yeguas como una estrategia cultural que opera hacia adentro y hacia afuera. Hacia adentro, como una forma de inscribir un código común, un registro sensible, que permitía lidiar y transmutar la impotencia, el miedo y el dolor que implicaba entre las personas LGTB la expansión del virus, a través de la transgresión del límite entre tragedia y comedia. En palabras de Lemebel “esa familiaridad compinche que frivoliza el drama (…) era el mejor antídoto contra la depresión y la soledad que en última instancia es lo que termina por destruir al infectado” (Lemebel, 2013:178). Pero también, lo camp era una estrategia de autodefensa hacia afuera frente a las formas mayoritarias de inteligibilidad social que distribuyen diferencialmente a aquellos cuyos sentimientos merecen ser tomados en serio, de aquellos cuyo padecimiento es devaluado o desrealizado.
Las Yeguas del Apocalipsis recurrían al código de lo camp, pero a la vez, su política de la pose no sólo alteraba las coordenadas del género sino que también provocaba una perturbación temporal. Elisabeth Freeman (2010) ha advertido la dimensión temporal que se pone en juego en la performatividad del género, tal como la propuso Judith Butler (2007). Su noción de drag temporal, es difícil de traducir porque refiere simultáneamente a la operación de transformismo y a la idea de un arrastre o rezago temporal. La drag temporal implica un acto de vestir el cuerpo con accesorios anticuados más que meramente de otro género, exponiendo en la superficie corporal la co-presencia de diferentes registros históricos, referencias culturales y políticas. La repetición propia de la performatividad drag visualiza los distintos modos en que el presente arrastra el pasado y descoloca la dicotomía entre presencia y ausencia. Las citas al pasado visibilizan modos de vida marcados como obsoletos, desactualizados o inexistentes, y sacan a superficie huellas de otros modos de vivir el género y la sexualidad, que desgajan la actualidad del presente.
Al invocar la figura de Gabriela Mistral para repartir preservativos e información para la prevención del sida, las Yeguas del Apocalipsis no sólo citaban una Mistral apropiada por el régimen, sino también a “el gay mistraliano”. Es decir, citaban una forma de vivir el deseo lésbico en las sombras, durante la primera mitad del siglo XX. Me interesa pensar cómo, en una de sus primeras apariciones públicas, lejos de estrenar una imagen supuestamente inédita de la sexualidad o el género fuera de la norma, las Yeguas pudieron haber invocado una figura del pasado, el lesbianismo negado de Mistral. Es decir, algo que siempre estuvo ahí. Mistral fue una figura atravesada de contradicciones y disociaciones, que en sus escritos prescribía la domesticidad y sus extensiones en la escuela como el lugar más relevante para que las mujeres ejercieran la ciudadanía, a pesar de que ella misma llevaba la vida de una mujer moderna, de una intelectual pública, escritora, viajera, diplomática y representante del Estado en la arena de la política internacional (Glaser, 2018). Una Mistral que en sus escritos, opuso la intelectualidad a la “vanidad” de la mujer, que construyó su propia imagen pública a partir de la austeridad de su catolicismo de maestra rural y nunca hizo parte de la construcción de su persona pública su deseo lésbico ni las variaciones de género que ensayó en su escritura íntima. Me interesa entonces como Lemebel y Casas citan y disputan esa figura del pasado como una forma de visibilizar vidas que se vivían de otra manera en su presente (aquél de los últimos años ochenta todavía bajo dictadura).
Como otras acciones de las Yeguas, esta intervención fue una forma de aparecer que miraba hacia atrás, que conjuga pasado y presente, presencia y ausencia, al yuxtaponer el gesto profiláctico de la prevención ante la expansión del virus del sida, con la sexualidad perversa, proscrita, rezagada de “el gay mistraliano”.
Los relatos de esta acción de Lemebel y Casas, producen imágenes precarias e inapropiables, impugnables como huella fidedigna del pasado, pero que producen un montaje entre posiciones subjetivas socialmente marcadas como inmunes o vulnerables al VIH. Antes que como una acción de prevención, funciona de modo ambivalente, como una parodia de la prevención. Los relatos que registraron este episodio, tienen la capacidad de injertar en la escena del paseo de domingo en dictadura, la imagen de dos cuerpos maricas que confrontan el silencio y el pánico moral y sexual frente al sida identificándose con la figura de la mujer funcionaria del régimen (tensionando a su vez la política feminista heterosexual de la librería). A la vez, incitan a ver a las yeguas como una pareja de lesbianas, estresando el aliviante hábitat de la excursión literaria familiar, al producir una versión disparatada del lesbianismo mistraliano, sexualizando la figura de la poeta de la infancia, de la gran educadora. Y lo hacen en medio del Parque Forestal, señalizando ese mismo espacio de paseo familiar como uno de los escenarios tomados por las prácticas sexuales anónimas de la cultura homosexual bajo dictadura.
3.
Alguien en la noche va a tomar un carbón encendido para trazar círculos de fuego que lo proteja de todo mal.
Jorge Teiller
Una mezcla de cadáveres y sueños yacen bajo los andamios de la pirámide neoliberal.
Pedro Lemebel
Dentro de la serie Lo que el sida se llevó, imágenes como Homenaje a García Lorca, o La Casa de Bernarda Alba, hacían una cita a las viudas de Lorca. Posar de viudas introducía, de alguna manera, la pregunta por la inteligibilidad de la experiencia del duelo entre la comunidad homosexual en los tiempos del sida. En una sociedad donde la experiencia de la homosexualidad aún estaba clandestinizada, el luto por los amigos o amantes quedaba también sujeto a una suerte de ilegalidad, relegado a lo incoherente, a lo excesivo o incluso a lo falso. Esta era una pregunta tensa, en un contexto en que la expansión del VIH convivió con el Terrorismo de Estado y la figura de la viuda, se había construido, entre los movimientos de derechos humanos en Chile, en un lugar de dignidad y legitimidad ética y política.
Desde el contexto norteamericano, David Halperin ha advertido sobre los usos de la parodia como una respuesta frente a la desrealización del sufrimiento homosexual por las pérdidas del sida. Como señala este autor, la viudez masculina homosexual, nunca iba a ocupar el mismo espacio que la viudez femenina, “en parte porque el amor gay es una obscenidad para la sociedad, de manera que el sufrimiento de los amantes genera al menos tantas sonrisas de superioridad como lágrimas de compasión” (2016: 212). De ahí el recurso a la parodia. No como una forma de eludir o evitar el sufrimiento, sino como un modo de abrir otro registro de experiencia, donde atravesar el duelo era experimentar un dolor que es real y paródico al mismo tiempo.
Las poses de viuda que las Yeguas del Apocalipsis construyen en Lo que el sida se llevó, de alguna manera hablan de las formas de habitar el duelo de una comunidad que se reconoce en registros de experiencia en los que la parodia y el dolor pueden cohabitar. Sin embargo, esta no fue la única estrategia que utilizaron. La afinidad política de Lemebel y Casas con los movimientos antidictatoriales de derechos humanos, los impulsaron también a interrogar esas formas diferenciales de distribuir el dolor. En diferentes acciones, las Yeguas del Apocalipsis intentaron apelar al dolor como una fuerza contaminante, como una forma de traspasar límites. Como señala Butler, el dolor, el duelo, apelan a “aquello que nos arranca de nosotros mismos, nos liga a otros, nos transporta, nos desintegra, nos involucra en vidas que no son las nuestras” (Butler, 2006: 51). De cierta forma, las Yeguas del Apocalipsis intentaron producir una zona de dolor común entre las víctimas del sida y las víctimas de la dictadura, ahí donde el ordenamiento social establecía territorios políticos y afectivos inconciliables.
El 1 de diciembre de 1991, Día Internacional de la Acción Contra el Sida, el Centro de Educación y Prevención en Salud Social y Sida (CEPSS), dirigido por Christian Rodríguez en la ciudad de Concepción, en la zona sur de Chile, organizó una serie de actividades en torno al VIH. En ese marco el CEPSS invitó a las Yeguas del Apocalipsis a realizar una acción. Lemebel y Casas habían conocido a Christian Rodriguez y Miguel Parra, su pareja, en el Primer Encuentro de Homosexuales y Lesbianas, realizado algunas semanas antes en Coronel. Es importante señalar este vínculo, porque aunque su rol en los primeros años de la postdictadura ha quedado desdibujado en la historiografía del activiso lgtb local, el CEPSS marcó un importante precedente para las políticas sexo-disidentes locales.
Las Yeguas del Apocalipsis viajaron a Concepción con varios días de anticipación. Participaron de las actividades organizadas por el CEPSS, entre ellas, una marcha por el centro de la ciudad11. Su intervención en el evento, que llevó por título Homenaje a Sebastián Acevedo, tuvo lugar en un aula facilitada por el Centro de Alumnos de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Concepción. Ya desde su nombre, la acción hace un tributo a Sebastián Acevedo, el trabajador minero que ante la desaparición de dos de sus hijos a manos de los aparatos represivos de la dictadura en noviembre del año 1983, decidió prender fuego a su propio cuerpo en la Plaza de Armas de la ciudad. La acción de las Yeguas del Apocalipsis apelaba a la memoria afectivo-política de ese acto que, en su soledad y su radicalidad, marcó un punto decisivo en el mundo de la oposición a la dictadura12.
En esta intervención, Lemebel y Casas exponen sus cuerpos como superficie de contacto con los minerales explotados en la zona: la cal y el carbón. Formando una línea vertical que busca remitir al territorio de Chile, ambos permanecían inmóviles acostados en el suelo, uno boca arriba y el otro boca abajo. La cal, que cubría los cuerpos de Lemebel y Casas así como la superficie de la sala, le daba a la escena un aspecto fríamente blanco. Luego de unos minutos, un ayudante (Miguel Parra) derramaba carbón formando una hilera que atravesaba los cuerpos de Lemebel y Casas de modo perpendicular y a continuación, le prendía fuego. De fondo, se escucha una y otra vez la repetición burocrática de números y nombres de ciudades13.
La disposición del espacio y de los cuerpos, hacía referencia a la fosa común, a los cuerpos sin nombre, devenidos cifra, número. La cal viva14 señalaba los procedimientos de ocultamiento y secreto que el aparato represivo de la dictadura utilizó para combatir al llamado “cáncer marxista”, uno de los términos utilizados por Pinochet para justificar la violencia contra sus opositores. Fue, además en una mina de cal de la localidad de Lonquén donde, en el año 1978, fueron hallados los primeros restos de personas desaparecidas durante la dictadura de Pinochet. Pero también la cal subrayaba los distintos procedimientos de limpieza social15 dirigidos hacia los cuerpos portadores de Vih-sida16. Las Yeguas del Apocalipsis interceptaban, de esta manera, la representación de las víctimas de la dictadura interponiendo la imagen del cuerpo homosexual, erotizado y a la vez estigmatizado por su sexualidad, para señalizar una imposibilidad compartida. La imposibilidad de un rito de duelo, que afectaba tanto al desaparecido como a la homosexualidad relegada a una muerte social y física producto del virus.
Junto a la frialdad de la cal como elemento corrosivo, recurrieron también a la combustión del carbón. Aunque el fuego puede remitir a la incineración como forma de reducir cuerpos y borrar huellas, Lemebel y Casas recurrían al fuego para citar el gesto de Sebastián Acevedo como acto de transgresión. Como el acto radical de quien decide atravesar el límite de la vida para reclamar otra vida. Las Yeguas habían utilizado el círculo de fuego como espacio de protección e iluminación, para encender su gesto de protesta frente al Museo Nacional de Bellas Artes en repudio a un acto de censura en septiembre de 1990. En Homenaje a Sebastián Acevedo utilizan en cambio una hilera; la hilera del fuego defensivo-territorial de la barricada.
La línea de carbón interrumpía, cortaba, desviaba la dirección sur-norte que los propios cuerpos de Lemebel y Casas señalizaban sobre el suelo, en lo que podríamos pensar como una cita a las cruces sobre el pavimento de Lotty Rosenfeld, que trazaban una horizontal interceptando una vertical. Los cuerpos de Lemebel y Casas indicaban en su disposición una línea vertical que iba desde saco de cal con una S (señalizando el sur), a los pies de Pedro Lemebel, hacia la cabeza de Pancho Casas junto a un monitor de televisión con una N (indicando el norte), dibujada en la pantalla con billetes de dólares. La hilera que conformaban sus cuerpos sugería el trayecto lineal que recorre el proceso de acumulación desde la extracción de materias primas, a la desmaterialización financiera y tecnológica. Si las dictaduras tuvieron una función neocolonial, ésta fue utilizar la tortura y el asesinato para transformar la sociedad y volver a despejar el camino a los flujos del capital. El corte, el piquete, la interrupción, la obstrucción de la circulación han sido, desde entonces, un anclaje territorial-corporal sostenido para oponerse al despojo.
La relación norte-sur también atravesaba la mirada desconfiada que las Yeguas del Apocalipsis tenían sobre el virus. Veían su llegada como un influjo neocolonial, como una “recolonización a través de los fluidos corporales”(Lemebel, 2000: 22), que se extendía, también, en la propagación de modelos globalizados de lo gay17. Cuando realiza su acción “Chile return AIDS” en Nueva York para el 25 Aniversario de Stonewall (1994), Lemebel dió un paso más, al sugerir que el origen de la enfermedad provenía de Estados Unidos (invirtiendo así la narrativa norteamericana que atribuía el contagio del sida a un agente externo).
Pero hay algo más. El trazo que inscribió la acción de las Yeguas, la imagen de la horizontal que corta la vertical, hablaba de una intermitencia, de entrecortar y obstruir un mandato de avance, un imaginario “hacia adelante” diagramado por las coordenadas norte/sur. Esa intersección señalaba la interrupción de una dirección, un tiempo y un sentido recto, pero también, de la trayectoria recta del deseo.
En Homenaje a Sebastián Acevedo,18 las Yeguas del Apocalipsis tomaron, como en ninguna otra acción, las propiedades alquímicas de materiales inertes, explorando la relación entre lo orgánico y lo inorgánico, el pasaje entre materia y cuerpo, entre el mineral y la piel. La quemadura fría, húmeda y silenciosa de la cal, las propiedades inflamables, crepitantes del carbón. A diferencia del gesto abstracto de Rosenfeld, aquí era una línea mineral la que cortaba una línea corporal, y en el acto de atravesar, el carbón se encendía, producía una combustión, una liberación de energía. Tal vez, ese fue el modo de hacer ingresar lo impronunciable, aquello que todo el dispositivo de higiene social y política quería contener; el fuego incontrolable del deseo homosexual. Aquello que quería ser reglamentado, proscrito, higienizado, domesticado, reducido a polvo, a cal, a cenizas. El fuego encendido desde materiales inertes, desde las cenizas y la piedra de carbón, hablaba de una perturbación entre lo vivo y lo inerte. Pero también, de un tiempo de retorno de aquello quería ser extinguido, aplacado, domesticado, en última instancia, superado, en pos de una sexualidad limpia, sin riesgos, desinfectada y transparente. Habitar el corte, el tiempo de la interrupción es de algún modo habitar también el tiempo del deseo, su fuerza de desestructuración, su desvío.
4.
En tiempos de expansión del virus, las Yeguas del Apocalipsis abrieron un espacio de enunciación, pero también registros de experiencia difractarios, que se resistían a la docilización del deseo homosexual, y que reclamaban otros modos de vivir la relación entre tragedia y humor, entre duelo y estigma, alterando los marcos temporales estables que encadenan linealmente pasado, presente y futuro.
A lo largo de este texto he querido enfatizar dos de sus estrategias de intervención sobre los discursos en torno al VIH-sida. Por un lado, una política de la pose que recurría a lo camp y hacía del humor un código común, una forma de combatir el aislamiento al que quedaban sujetas ciertas experiencias de duelo desrealizadas por la sociedad mayoritaria. Pero que también involucraban procedimientos citacionales que invocaban figuras del pasado como un modo de hacer retornar formas desviadas de vivir el género y el deseo, que los dispositivos de normalización de la sexualidad que el virus traía consigo, intentaban aplacar.
Como ha señalado Halperin, mientras la mayoría de las comunidades subalternas hacen de las consecuencias de la violencia una forma de autoafirmación política que no admite la parodia, porque constituyen un modo de afirmar una dignidad ante los abusos del poder, la cultura homosexual y travesti, ha elaborado otro registro. El registro de experiencia del duelo como doloroso y paródico es de alguna manera una marca antisocial, un indicador de la pertenencia a aquellos cuyo padecimiento está socialmente devaluado o desrealizado.
Las Yeguas del Apocalipsis recurrieron a esos códigos de la parodia pero también movilizaron formas de infiltración y contaminación que ponía en cuestión la idea de la “homosexualidad” como una zona parcelada y acotada de problemas. Su forma de desacato conjugaba también una forma del compromiso, de ahí que apelaron a la exploración del dolor como forma de interpelación de lo común, que aparecía como un pasaje, una forma de atravesar el cercamiento de la lucha antidictatorial y la política homosexual como territorios separados. Al asumir ese gesto, las Yeguas del Apocalipsis cancelaban el registro paródico, sin embargo - en Homenaje a Sebastián Acevedo y en otras acciones como La Conquista de América- interceptaban la gramática de la política de la memoria de las víctimas de la dictadura con una erotización del dolor, que hacía ingresar formas el deseo homosexual de un modo desestructurante, que resignificaba desde otro registro, la solemnidad mayoritaria. De este modo las intervenciones de las Yeguas del Apocalipsis no sólo interpelaban a las agrupaciones antidictatoriales que luchaban por los derechos humanos, sino también a las organizaciones por la prevención del VIH y a los primeros grupos de militancia homosexual con los que sostuvieron formas de articulación y diálogo desde sus primeras acciones.
Las Yeguas del Apocalipsis irrumpieron en un punto de frontera de la historia del activismo LGTB en Chile, entre la clandestinización de la homosexualidad que la dictadura había prolongado y la emergencia, en plena expansión de VIH-sida, de las primeras agrupaciones homosexuales que comenzaron a intervenir públicamente en el espacio social y político. La dictadura, la llegada del sida, parecían haber clausurado un tiempo, al tornar anacrónica una comunidad de posibilidad sexual antes de que ésta pudiera tocar su momento de actualidad en la superficie social. En esa encrucijada histórica, que parecía encausar rápidamente la política homosexual a las formas de vida dóciles e higienizadas de integración social, las Yeguas del Apocalipsis invocaban ese deseo homosexual expuesto a la desaparición, espectralizado. La cita con figuras del pasado (el gay mistraliano) o con otros sujetos políticos relegados (el desaparecido político) era una forma de recoger historias desautorizadas para encender otros registros de la imaginación política. Se trataba, tal vez, “de hacerle el quite al tiempo” para buscar otro tiempo. Como señala Lemebel, ese “momento en que el punto corrido de la modernidad sea la falla o el flanco que dejan los grandes discursos para avizorar a través de su tejido roto una vigencia suramericana en la condición homosexual revertida del vasallaje” (Lemebel, 2000: 117).
1 El decreto señalaba que cuando el Servicio de Salud comprobara la existencia de personas que “se encuentren en periodos transmisibles de una enfermedad de transmisión sexual y se nieguen a dejarse examinar o tratar, serán obligados a ello, para cuyo efecto el director de Servicio de Salud correspondiente podrá, si es necesario (…) requerir directamente el auxilio de la fuerza pública de la Unidad de Carabineros más cercana”, (Donoso y Robles 2015:14).
2 Si bien la acción Antivenérea establecía que el ministerio de salud debía controlar la incidencia de las enfermedades de transmisión sexual (destacando sobre todo la sífilis contagioso), en su artículo n°6, señalaba que todos los antecedentes y documentos relacionados con la denuncia e investigación de las enfermedades de transmisión sexual, debían ser puestos a disposición de autoridades judiciales que así lo requirieran, (Donoso y Robles 2015:14).
3 El decreto señalaba: “Toda persona que, a juicio de Carabineros o del personal competente del Servicio de Salud, ejerza el comercio sexual o actividades relacionadas con este comercio, será obligatoriamente enviada al establecimiento que corresponda de ese Servicio, para su examen y demás medidas procedentes”. Posterior a estos dos Decretos, el año 1985 se aprueba el Decreto Supremo número 11 que incluye al SIDA entre las enfermedades de notificaciones obligatorias.
4 Para una contextualización de las políticas en torno al VIH en Chile, ver: Alejandro de la Fuente, “Estrategias de visibilidad del VIH-SIDA en el Chile de la transición”, Revista Nomadías (en prensa)
5 Las fotografías de la serie Lo que el sida se llevó pueden verse en este link: http://www.yeguasdelapocalipsis.cl/1989-lo-que-el-sida-se-llevo/
6 Aunque la fundación CEMA (Centros de Madres) fue creada en el año 1954 durante el segundo gobierno de Carlos Ibañez del Campo, y en 1971 durante la Unidad Popular había pasado a conformarse como COCEMA (Coordinadora de Centros de Madre), la institución tuvo un giro en su función social a partir del año 1974, bajo dictadura, cuando Lucía Hiriart la esposa del general Augusto Pinochet Ugarte, pasó a coordinar el organismo, dándole un carácter privado, de corte paternalista y asistencial, que implicó un retroceso en las relaciones asamblearias que habían alcanzado previamente los Centros de Madres. El principal objetivo de la Fundación CEMA en este período era brindar capacitación técnica-manual, moral e intelectual a las voluntarias. En 1981 esta fundación pasó a Fundación CEMA-Chile y estuvo presidida por Lucía Hiriart hasta el año 2016 cuando se generaron una serie de denuncias por malversación de fondos fiscales durante el período dictatorial.
7 Pedro Lemebel ya había comenzado a participar del taller literario de Pía Barros y Francisco Casas estudiaba en esos años Literatura en la Universidad Arcis. Ambos desarrollarían su carrera de escritores en la década de los noventa. Tiempo más tarde, en el año 2003, Francisco Casas realizaría “La pasajera” una película sobre Gabriela Mistral. A propósito, Casas señala en una entrevista: “Ella fue una hermosa lesbiana del siglo XX, una mujer valiente, aguerrida, que amó profundamente no sólo a su albacea [Doris Dana], sino a Palma Guillén y a Laura Rodig. Era sexuada y no frígida como insisten en hacernos creer”, en “Gabriela Mistral: cristiana y lesbiana”, The Clinic, 16 de septiembre de 2009.
8 El lesbianismo de Mistral era a fines de los ochenta un secreto a voces. Algunas presentaciones del seminario Una Palabra Cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral organizado en 1989 por La Casa de la Mujer La Morada, abordaron la homosexuualidad de Mistral. Pero fue recién el año 2007 que se hizo pública la correspondencia entre Gabriela Mistral y Doris Dana, que luego fueron reunidas en el volumen Niña Errante. En esas cartas Mistral utiliza en varias ocasiones el hablante masculino.
9 En su artículo “Un amor fulminante”, Alejandro Zambra, advierte que el editor y autor del prólogo de Niña Errante, Pedro Pablo Zegers, se refiere al uso de la enunciación masculina de la poeta como un “ascendente paternal y protector” y señala que si bien eso puede ser correcto, nada nos impide pensar que simplemente la autora “se sentía más cómoda hablando como hombre” (Zambra, 2009).
10 El billete de cinco mil pesos emitido por la dictadura muestra una Gabriela Mistral ya envejecida y de perfil que dirige su mirada hacia una escultura clasicista que alegoriza la maternidad.
11 Una imagen de la Marcha por el Día Mundial del Sida, el 1 de diciembre de 1991 en Concepción, en la que se puede ver a Pedro Lemebel y Francisco Casas sosteniendo el lienzo “Día Mundial del Sida Universidad de Concepción. Compartiendo el Desafío” se puede ver aqui: http://www.yeguasdelapocalipsis.cl/dia-del-sida-en-concepcion-1991/
12 Mujeres por la vida y el Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo, reconocen este hito como un impulso para su conformación como agrupaciones.
13 Los nombres de ciudades, remitían al registro del lugar y la fecha donde se producía un secuestro, como punto donde se separaban cuerpo e identidad. Los números de documento, subrayaban el código con que el Estado identifica a cada ciudadano y a la vez lo vuelve cifra, número; señalizaba el poder de vida y el poder de muerte detentado por un Estado capaz de instituir y destituir la identidad las personas.
14 La cal viva ha sido históricamente utilizada para el tratamiento de cadáveres. Debido a que en contacto con la piel contiene los derrames de la carne, se la usaba para reducir cadáveres afectados por enfermedades e impedir que sean foco de contagio. También, al aislar los olores del proceso de descomposición, ha sido utilizada para ocultar cadáveres, para impedir sean encontrados, desenterrados por animales.
15 Muy probablemente, el sida habría reactivado este tipo de procedimiento sanitario. Al menos así sucedió con el primer caso de VIH en Guatemala (http://biblioteca.usac.edu.gt/tesis/16/16_0254.pdf) y como práctica sistemática en el departamento de Rivera en Uruguay: http://www.lr21.com.uy/comunidad/167236-debate-politico-en-rivera-por-desintegracion-con-cal-viva-de-los-cuerpos-de-fallecidos-por-vih-sida
16 En Chile, luego del fallecimiento de Edmundo González, todos los elementos que estuvieron en contacto con el cuerpo fueron quemados: “una enorme nube de humo gris salía desde el estacionamiento del Hospital Clínico de la Universidad Católica. El colchón, la ropa, los utensilios utilizados por el primer muerto a casusa del VIH-sida ardían como categórico síntoma del estigma, la desinformación, los prejuicios y a discriminación en nuestro país” (Donoso y Robles, 2015:18).
17 En un texto escrito en 1992, a propósito de la visita de Félix Guattari a Chile, Lemebel escribía: “Acaso nunca nos dejamos precolonizar por ese discurso importado. Demasiado lineal paranuestra loca geografía. Demasiada militancia rubia y musculatura dorada que sucumbió en el crisol pavoroso del VIH” (Lemebel, 1998:117).
18 Capturas del video registro de Homenaje a Sebastián Acevedo pueden verse aquí: http://www.yeguasdelapocalipsis.cl/1991-homenaje-a-sebastian-acevedo/
Agradecemos la publicación de este capítulo a las complicidades amistosas con Editorial Madreselva
Libro Tramas feministas al sur, compiladoras Catalina Trebisacce, Débora D'Antonio, Karin Grammatico. ISBN 978-987-3861-53-6, publicado 2022.
Sinopsis:
Este libro es resultado de un trabajo colectivo sostenido con la convicción de que historias, como las que aquí se narran, representan aún hoy una deuda social y política, pero fundamentalmente una deuda académica. Sus páginas están compuestas de texturas variadas, lecturas, interpretaciones, voces, cuerpos, archivos y mundos inesperados, que discurren con la potencia de lo indómito burlando cualquier empobrecedor criterio de uniformización. Desde la heterogénea multitud reunida se hilvanan memorias, testimonios y narraciones que interrumpen los ‘silencios’ historiográficos y sus usuales lógicas de organización del pasado y del presente.
Autorxs, protagonistas y eventos de este libro representan a comunidades olvidadas, excluidas o marginalizadas de aquella ciencia. Nuestra publicación está habitada por travestis que son referentas teóricas del movimiento transfeminista, por lesbianas que militan como emprendedoras de la memoria política del lesbianismo, por trabajadoras sexuales organizadas que combaten la vieja moralina feminista, por locas y maricas VIH positivas que usaron el arte para crear contra-imágenes de comunidad y redes de solidaridad. Este libro es, entonces, una plataforma más para la resistencia epistémica que desde los años 80 se viene gestando en el norte, pero también en el sur, donde su trama tiene cada vez más espesor histórico. No deseamos ofrecer una postal única, sino más bien dislocada y en permanente des-obra. Tal vez por la empecinada creencia de que quienes no tienen el beneficio de inventario en la Historia con mayúsculas y están en “estado de convulsión, vértigo de pregunta, y desacomodamiento de la facilidad” (val flores, 2019: 13) se merecen claves interpretativas de nuestro pasado, más inclusivas, más sensibles y más deseantes.
Índice
Des-obra por Débora D’Antonio, Karin Grammático y Catalina Trebisacce
I-Escenas contemporáneas
Memoria, latencias y estallidos: la insurgencia de mayo 2018 en Chile por Nelly Richard
Las potencias, las razones, las ficciones por Nora Domínguez
Lecturas feministas sobre los vínculos sexo afectivos entre mujeres y varones en la Argentina contemporánea por Karina Felitti
II-De ayer y de hoy
Dos Demonios y Revolución Sexual en los Ochenta por Pablo Ben
Le hicimos el quite al tiempo. Acciones en torno al VIH en Las Yeguas del Apocalipsis por Fernanda Carvajal
Feminismos y trabajo sexual. Crónica de un desencuentro por Déborah Daich
III-Memorias, archivos y relatos de vida
La memoria lesbiana que se hace con las manos. Un ejercicio de imaginación genealógica en torno a los Cuadernos de existencia lesbiana y Potencia tortillera por Vir Cano
“Como en un cuento de hadas”. Biografía, memoria y archivo: la historia trans de Magalí Entrevista realizada por Débora D’Antonio, Karin Grammático y Catalina Trebisacce
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