Fábula
Las semanas previas a la inscripción en materias, cada inicio de cuatrimestre, desataban tormentas de desesperación. Estudiantes escaseaban y se habían vuelto exigentes. Cátedras que no contaban con un reclutamiento mínimo desaparecían por meses o para siempre. Saberes dubitativos, poéticos, ensayísticos, meditativos, visionarios, que confundían la política con la enseñanza y la enseñanza con una ceremonia del común pensar, vivían en el cadalso. Las campañas para conquistar voluntades daban vértigo. Bases de datos algorítmicas que seleccionaban gustos, inclinaciones, expectativas, de la población universitaria, salían mucho dinero. Las asignaturas buscaban sponsors o empresas que ofrecieran mecenazgos para financiarse. Al final, por selección natural, sobrevivían las cátedras que mejor respondían a las demandas del mercado.
El tercer infinitivo
Tal vez convenga volver a distinguir entre enseñar y transmitir. Enseñar hace proximidad con instruir, adoctrinar, amaestrar. Incluso con exhibiciones que dejan auditorios con las bocas abiertas como peces atraídos por sabrosas carnadas que recubren filosos anzuelos. Se enseña lo que se sabe, se transmite lo que no se sabe. Se enseña una fórmula, un conocimiento, un dato, que se debe memorizar, se trasmite un deseo.
La antigua tensión entre enseñar y transmitir, tal vez compone una serie con un tercer infinitivo: vender. Saberes, ¿componen mercancías? Escuelas y universidades, ¿empresas? Estudiantes, ¿se vuelven clientela?
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