Cuerpo místico, cuerpo sin órganos
Éxtasis: no contentarse con ser lo que se es. Éxtasis: literalmente, salir de sí, dislocar, llevar hacia fuera, modificar alguna cosa o estado de cosas. También tiene el sentido de retirarse, apartarse, abandonar, dejar, ceder, renunciar, separar. La palabra éxtasis indica desplazamiento, cambio, desviación, alienación, turbación, delirio, estupor, excitación provocada por bebidas embriagantes. El campo semántico en general remite a la idea de disyunción, o sea, de un corte entre un estado normal y otro estado alterado o modificado de conciencia. El eje de la experiencia extática es la salida de sí.
Quebrar la barrera del cuerpo, realizar una separación, una salida, una suspensión del tiempo y un olvido integral de las condiciones de existencia, es la clave del éxtasis. Es como si el sujeto se cansase de ser él mismo, de estar siempre en una mónada egocéntrica y quisiese ser otro. Y lo consigue, aunque sea imaginariamente, a través de los procedimientos extáticos. En el éxtasis el individuo escapa, en cierta medida, de sus condiciones de existencia.
Después de la efervescencia del movimiento psicodélico de la década de 1970 se puede hablar de un desplazamiento de interés desde la sexualidad hacia las drogas y el éxtasis. Se vive el fin de la revolución sexual, o de lo que yo llamo la religión del cuerpo personal, la creencia en los límites del cuerpo. Toda esa exaltación de la sexualidad da lugar a un salir de sí, a un abandono del cuerpo personal.
Ahora, entre el éxtasis y la sexualidad, esas dos experiencias aparentemente tan distantes, ¿cuál es el nexo? Pienso que el vínculo es intensivo; ambas son experiencias corporales intensas, y aquí me atrevería a hacer un breve rodeo por una idea de Gilles Deleuze y Felix Guattari porque son ellos los que han trabajado más la cuestión de la intensidad en el capítulo “Como hacer un cuerpo sin órganos” de Mil mesetas, idea que se halla también en el Antiedipo, aunque menos claramente.
Deleuze y Guattari hablan de la producción (podría hablarse de la hechura, tal vez, una palabra más española) de un cuerpo sin órganos. Esta es una fórmula poética de Artaud; supone que además del cuerpo físico habría otro cuerpo, en el que no importa el funcionamiento orgánico sino el funcionamiento intensivo. Sería un plano de pura intensidad, un huevo primatorio, el plano cero de una intensidad que corresponde a las vibraciones, los corpúsculos, las ondas, las velocidades, las lentitudes.
El cuerpo sin órganos es un tipo de sensación que no pasa necesariamente por lo orgánico sino por otro nivel que choca, enfrenta, altera la organización del organismo que distribuye funciones jerárquicas a los órganos. O sea que cuando la producción de intensidades es muy fuerte, revoluciona el organismo. Cuando percibimos usos “inadecuados” del cuerpo, podríamos estar ante una tentativa de construcción de un cuerpo sin órganos.
Aunque Deleuze y Guattari no desarrollan el tema del éxtasis, dan varios ejemplos o modalidades de producción de este cuerpo. Una modalidad sería el cuerpo hipocondríaco, el cuerpo que sufre; otra sería el cuerpo masoquista, en el cual los órganos son usados para finalidades diferentes de las que se suponen normales. Estos autores dicen: el interés del masoquista no es exactamente el placer ni el dolor sino llegar a un grado de intensidad, de vibración, que en este caso pasa por lo que ellos denominan ondas doloríficas. Otro caso sería el cuerpo esquizo. Y el cuerpo drogado, que ellos denominan un esquizo experimentado: también allí habría un uso diferente del cuerpo. La experiencia puede verse por las velocidades, porque en los estados modificados de conciencia suele haber una sensación de lentificación o aceleración. Hay ciertas sustancias que aceleran la vivencia; el sujeto no sale corriendo, sino que acelera una manera de vivenciar las cosas. Otras sustancias pueden llegar a lo contrario, a desacelerar, a lentificar la vivencia.
El proceso de construcción de un cuerpo sin órganos es muy peligroso y exige el máximo de prudencia, porque puede haber errores en la experimentación y la intensidad podría volverse contra los propios órganos. En el caso de las drogas pesadas, por ejemplo, los órganos se vitrifican, se tornan vidriosos. Es una imagen poética; todo esto no está situado exactamente en el plano científico sino a caballo entre lo poético y lo filosófico.
La asociación entre cuerpo sin órganos y cuerpo místico no está en Deleuze y Guattari, no forma parte del elenco de sus preocupaciones; pero en ambos cuerpos podemos observar un desafío a la organización del organismo. En el caso de la experiencia mística también se crea un cuerpo diferente, un otro cuerpo, un plano de intensidades. Lo importante es que el éxtasis es una experiencia corporal. O sea que la sensación de elevación celeste no es apenas abstracta, ideológica, teórica –digamos, no es sólo el dogma, a pesar de que el dogma está presente y tenemos que ver como se relaciona la experiencia con la doctrina– sino que es centralmente una experiencia que afecta a la corporalidad.
Por ejemplo, Santa Teresa: ella levita, altera, subvierte la organización clásica del organismo, porque no estamos hechos para andar o flotar a un metro del suelo. Aquí estamos en el límite entre lo social y lo biológico. No es que la producción de intensidades o la experiencia intensiva se hagan contra los órganos sino contra la organización y la jerarquía del organismo que distribuye funciones a los órganos. La Santa Teresa de Bernini aparece tensada, extremada, como si estuviese por zarpar en cualquier momento. Yo quiero que esto se destaque, porque nos va a llevar a una visión diferente de todo el fenómeno religioso. Para la Iglesia Católica el éxtasis es marginal; no es que lo rechace, pero no le gusta. De alguna manera, la Iglesia tiene que reconocer que en la base de todo el fenómeno religioso hay una experiencia extática, una flotación, una suspensión; pero a partir del proceso de secularización del siglo XIX se ve claramente que ya no hay lugar para ese tipo de experiencias dentro del catolicismo. Ya en la época de Santa Teresa o de San Juan el éxtasis era muy problemático, porque siempre se sospechaba un contenido diabólico en esas visiones. De lo que se trata es de volver a enfocar esas experiencias que han quedado marginalizadas y reciclar esos fenómenos de exaltación mística. Ahora está bastante extendido el misticismo hinduista. Para nuestra formación cultural, la experiencia de los místicos españoles del Siglo de Oro es más cercana o tenemos un poco más de familiaridad con ella.
En Santa Teresa, el éxtasis pasa por el aniquilamiento –es una palabra fuerte– de la conciencia personal, por la suspensión de la actividad sensorial y motriz. Al mismo tiempo, aparece –como un estado positivo– la sensación de la presencia de Cristo. El yo se aniquila para dar paso a la sensación de una presencia de otro que es o puede ser Cristo, un ángel...varía. Hay algo de sobrehumano en este tipo de experiencias. Santa Teresa, como uno de los casos más extremos, reúne dos virtudes: primero, la de ser sensible a un tipo de estados absolutamente extraordinarios; segundo, la de ser una mujer muy sabia, lúcida y material, tal vez materialista. Ella escribe, tiene una vida muy emprendedora, debate con los grandes de su época. A veces se puede dar el caso de personas con experiencias místicas pero que no tienen ese grado de lucidez y no saben decir nada sobre su experiencia.
El misticismo para Santa Teresa no es un estado único sino un encadenamiento, una sucesión de estados diferentes, una serie de transformaciones corporales. El primer estado se llama quietud. Tiene que ver con la oración y la conservación del ejercicio de los sentidos y de la potencia. Continúa la actividad sensorial y motriz pero hay un ligero torpor, un recogimiento involuntario, como una iluminación de la inteligencia; un estado leve y sereno.
Después viene lo que Santa Teresa llama unión. Sería como una experiencia de trance. Aquí hay un entorpecimiento mayor de los sentidos. El estado afectivo es más intenso y tiene que ver con la alegría –en el sentido de gozo– y el abandono de sí. Después viene el éxtasis, donde ya hay modificaciones importantes de las funciones orgánicas: una supresión o disminución considerable de la motricidad, de la actividad sensorial o mental. Es un estado afectivo de gozo profundo. La conciencia de la presencia divina ocupa la inteligencia. La conciencia de sí puede desaparecer, o tiene tendencia a desaparecer. Otro estado es el arrebato, que se diferencia del éxtasis porque es brusco, repentino y muy intenso: es un rapto violento irresistible acompañado de profundas modificaciones orgánicas y que puede empezar por un sentimiento de espanto, de ser juguete de una fuerza superior. Por ejemplo, Santa Teresa sentía que se le estaban reduciendo los huesos a polvo. Ella cuenta: mis huesos se tornaron polvo, mi corazón dejó de funcionar. No hay prueba médica de que eso esté pasando exactamente, pero es lo que ella cuenta que sentía en esos estados violentos.
A ese estado de ser tomada por una fuerza superior irresistible, sucede otro de catalepsia en el arrebato: un estado catatónico. Después se pasa a una etapa donde lo que Santa Teresa siente es la pena extática, que es un éxtasis melancólico y sufriente, doloroso, negativo, pero al mismo tiempo delicioso. Aparece una anestesia sensorial. ¿Por qué es tan penoso ese éxtasis? Porque no se da una integración con lo divino, sino que hay un choque entre el propio yo y esa presencia sentida. Y finalmente Santa Teresa llega a una conciencia de la unión y de los obstáculos o la dificultad para la unión. Llega a lo que se llama matrimonio espiritual, donde se da una combinación entre la conciencia de sí y del mundo con la presencia de la divinidad. A esto lo llama estado teopático: un sentimiento de simpatía con lo divino, en el que la divinidad ya tomó control de toda su vida. Entonces ya no hay más éxtasis ni arrebato; es un estado más tranquilo. Santa Teresa va de morada en morada, y este estado correspondería a la séptima, la última morada.
En cuanto a las visiones imaginarias: Santa Teresa ve, tiene imágenes, por eso les llama imaginarias. Una de ellas es la transverberación, que es o debe ser la culminación de este tipo de visiones, donde Santa Teresa es atravesada por dardos ígneos, de fuego, que un ángel le arroja. Una experiencia interesantísima, de dolor sublime o del goce de un dolor sublime. Muchos de los elementos que estamos viendo se relacionan con lo erótico. Inclusive esa combinación de dolor-goce, que tiene un lado erótico bastante claro, remite a otro plano de intensidad, donde al mismo tiempo hay un dolor supremo y un goce espiritual.
Santa Teresa lo dice así: “Hizo el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cerca de mí, hacia el lado izquierdo, en forma corporal... Esta visión quiso el Señor que la viese así: no era grande sino pequeño, muy hermoso; el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que se abrazan; debe ser de los llamados querubines. Veía en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y me llegaba a las entrañas. Al sacarlo parecía que lo llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me come este grandísimo dolor que no he de desear que se quite, que se contente el alma con menos que con Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo en algo y aun mucho”.
Sustancias inductoras de éxtasis
El místico no necesariamente hace uso de sustancias inductoras. Pero podríamos discutir en qué medida hoy, en una sociedad desacralizada como la nuestra, el consumo de sustancias denominadas drogas –una categorización médica sospechosa por ser demasiado amplia– es una tentativa frecuentemente –pero no necesariamente– ciega, desesperada y mal manejada de dejar aquello que se es en el circuito de la vida convencional. Y en qué medida, en esa experiencia contemporánea de cierta manera desviada o vuelta contra sí misma, enredada, habría una demanda de éxtasis. Generalmente la cuestión no se plantea en estos términos, y si se plantease así tal vez se entendería mejor qué es lo que lleva a la gente a buscar esas experiencias limítrofes.
La continuidad entre drogas y éxtasis no es una idea nueva. Nietzsche sugiere la presencia de sustancias narcóticas en los misterios dionisíacos de la antigua Grecia. En un plano poético –porque a esta altura no se puede demostrar nada– esas sustancias estarían presentes en lo que los griegos denominaban “entusiasmo”, una especie de frenesí que podía lograr que las reglas normales fueran desafiadas. Los misterios estaban ligados específicamente al cornezuelo de centeno, un hongo que en su composición se relaciona con el ácido lisérgico. Esta es una teoría basada en algunas ilustraciones de la época, en la literatura, también en el poder que era atribuido al vino, ese vino absolutamente embriagante y enloquecedor, ya que los griegos tomaban un vaso y se daban vuelta; no podía ser, tenía que haber otra cosa.
Mediante el uso de sustancias se llega a estados modificados de conciencia, una denominación problemática (algunos los denominan estados de conciencia no ordinaria, estados alterados). No hay una unificación y eso es complicado porque de algún modo legitima una normalidad. Tal vez la palabra española “alternos”, que alude a las alternativas, sería la mejor denominación.
Esas experiencias desafían la organización normal del organismo. El estado alterno o modificado de conciencia se caracteriza por un cambio cualitativo de la conciencia ordinaria, de la percepción del espacio y del tiempo, de la imagen del cuerpo y de la identidad personal.
La modificación supone una ruptura producida por una inducción, al término de la cual el sujeto no sabe dónde está. Cambia la imagen del cuerpo; la experiencia de salir del propio cuerpo es bastante común, el sujeto se percibe a sí mismo desde afuera. La tesis dominante sostiene que se trata de una sensación psicológica; en realidad, el sujeto, visto por un tercero, permanece acostado o semiinconsciente. Pero el sujeto se ve a sí mismo desde fuera, y eso estaría dando cuanta de un cambio en la percepción de la imagen corporal.
Otra experiencia de este tipo sucede con los anestésicos. Es muy frecuente que aquellos que llegan al borde de la muerte, o que mueren clínicamente y después reviven, relaten que se escuchan desde otro lugar y se ven a sí mismos desde fuera, en un desfile muy rápido de películas con escenas clave de la propia vida. Son estados tal vez más comunes de lo que uno piensa, pero carecemos de un criterio para reconocerlos o darles trascendencia. No los identificamos. Esto revela cuán importante es la intervención de la cultura: un entorno cultural puede hacer que la persona viva en trance y no se dé cuenta, ni ella ni los que la rodean, o que a su experiencia se le de otro tipo de explicación. Hay experimentos que muestran que algunos fumadores de marihuana precisarían de una intervención del entorno para percibir su propio estado. Existe una inducción psicotrópica (el hecho de fumar) y un aprendizaje interactivo que desenvuelve todo un saber en relación a los efectos de la sustancia, un saber sin el cual los efectos pueden no ser percibidos y eso equivale prácticamente a que los efectos no existan.
O sea: el trance tendría dos componentes, uno psicofisiológico y otro cultural. A causa del primero, sería universal, porque corresponde a una disposición psicofisiológica innata de la naturaleza humana. Ahora, para tornarse efectivo, el trance supone una intervención de la sociedad y la cultura; no es un proceso automático. La capacidad o potencialidad está, pero para que ella se realice debe haber una intervención cultural, un ritual.
A las sustancias modificadoras de conciencia se las llama alucinógenos o enteógenos. La palabra enteógeno quiere decir “dios dentro de nosotros”, pero alucinógeno es más común. Se trata de una práctica muy antigua, sobre todo entre los indígenas americanos.
Curiosamente, el continente americano es más abundante en plantas de poder que el viejo continente. Claro que habría que diferenciar entre los psicodélicos y las drogas más pesadas que llevan hacia una experiencia que yo llamaría de éxtasis descendente. Tiene que ver con una experiencia social general, porque no se puede decir que a uno tal sustancia le produce una cosa y a otro le produce otra. El uso es siempre colectivo, está relacionado con una red, con una comprensión. Se da una combinación entre el efecto de la sustancia, el contexto social donde ocurre el fenómeno y la forma de la experiencia –no quiero decir la ideología, pero algo así; los místicos dicen la doctrina.
Estamos hablando de la diferencia entre un uso ritualizado de la droga y otro desritualizado. Para algunos antropólogos y escritores, por ejemplo William Burroughs, que fueron hace bastante tiempo a descubrir la ayahuasca, la experiencia fue terrible. Ellos la tomaron como una pura experimentación corporal, sin tener relación con el ritual que había entre los indios; y la pasaron horrible con esa sustancia que es tan fuerte. Esto lo menciono para que se entienda la diferencia entre una experimentación salvaje y una experimentación ritualizada. En los rituales hay músicas, cantos y un contenido en la experiencia que generalmente va hacia las alturas; el sujeto puede pasar por las fases más violentas o desagradables de la sustancia porque tiene, digamos, de dónde agarrarse. Mientras que en la experiencia puramente salvaje, ahí depende mucho de cada uno, de lo que pase en ese momento.
La noción de ritualización es delicada, porque aun en la experiencia más salvaje siempre hay cierto grado mínimo de ritualización; pero habría que ver si ese ritual es eficaz o no. Por ejemplo, en el caso de la droga inyectable, hay un rito cuando la gente se junta, hace una rueda. Pero habría que determinar qué pasa en un contexto social que dice que lo que están haciendo está mal. Hay un lado de la experiencia de la droga que sería algo así como una experiencia del mal. Yo ahora estoy aventurándome un poco, pero pensaría que en la medida en que ese tipo de viaje es desconsiderado, deslegitimado, marginalizado, perseguido, el sujeto, en vez de considerar su deseo de éxtasis como algo positivo, legítimo, lo considera como inherentemente malvado y entonces actúa en consecuencia. Como no puede ir hacia arriba, digamos, se hunde.
Visión y alucinación
Para ir resumiendo un poco: el uso de sustancias psicoactivas puede inducir a una modificación del estado de conciencia pero no determina los contenidos de ese estado. No hay ninguna determinación de la experiencia a partir de las sustancias. Por eso se habla de una diferencia entre visión y alucinación. Como base tiene que haber un estado modificado de conciencia de tipo alucinatorio, que sí puede ser inducido por sustancias psicoactivas. El sujeto puede quedarse sólo en ese nivel alucinatorio, sin pasar al nivel de la visión. En el nivel alucinatorio, el contenido y las formas son estrictamente individuales y no sirven de soporte a ningún mensaje. Solo expresan un deseo narcisista e incomunicable. La visión tiene por lo menos un soporte grupal, generalmente sagrado. Mientras que la alucinación es un fenómeno puramente individual e intransmisible.
Un ejemplo de la diferencia entre visión y alucinación, que implica una disimilitud en la calidad de la experiencia, está en el uso tradicional y ritualizado de peyote hecho por indios norteamericanos. Desde hace más o menos un siglo se ha constituido una religión, la Iglesia Nativa Norteamericana, en torno al uso del peyote como sacramento. Es un fenómeno muy interesante porque mantiene una formación religiosa sincrética que reúne muchos elementos del cristianismo. El consumo de esa sustancia tiene antecedentes tradicionales pero aquí se trata de una práctica nueva, que se fue extendiendo a distintas tribus para formar una religión de base indígena –en el sentido demográfico– aunque con muchos elementos cristianos provenientes de los colonizadores. Se parece a otro culto que hay entre los indios de México, a partir de una sacerdotisa llamada María Sabina, que también mezclaba elementos indígenas y cristianos. Algo muy común en toda América: la recuperación de prácticas autóctonas de uso de plantas de poder mezclada con una doctrina sui generis con fuertes elementos occidentales –porque tampoco es un cristianismo puro.
Lo importante es que la misma sustancia dada a blancos experimentalmente, en laboratorio, produce una gran inestabilidad de humor, un humor que oscila entre la euforia y la depresión, y conductas desinhibidas de ruptura con las reglas sociales, sin superar el nivel puramente alucinatorio de la experiencia. Los indios, en cambio, en el contexto del ritual tradicional, tenían sentimientos de tipo extático, continuaban respetando sus reglas de vida social y reafirmaban su fe religiosa a partir de los contenidos de su visión. O sea que no se quedaban apenas en un plano alucinatorio personal: lo que veían les servía para reafirmar sus creencias en una relación comunitaria. Esto puede mover a un equívoco: no quiere decir que todos tuvieran la misma visión. La experiencia continúa siendo subjetiva y muy creativa.
Todos esos cultos suelen caracterizarse por ser muy elásticos, muy eclécticos, se van moviendo, de alguna manera, al ritmo de las visiones y van incorporando aquello que ven. Lo que tienen en común es un tipo de código, que en este caso sería doctrinario, que les permite decodificar o intercambiar sus experiencias.
O sea: esas experiencias exigen una doctrina, y puede que esta sea autoritaria. Hay que reconocer que el campo de lo sagrado no suele ser muy democrático: depende de un poder que no surge de una elección individual, es un poder que viene de otro lugar. Sin embargo, ese poder no está impuesto represivamente sino surge de la experiencia de los integrantes del grupo. A partir de la experiencia se van reconociendo grados de poder y de saber. Las reglas del ritual se eligen porque siguiéndolas el ritual acaba siendo más efectivo. Por ejemplo, si ustedes se quedan quietos y en silencio, se va a facilitar la experiencia. Si se mueven o se sientan de determinada manera, se va a facilitar su pasaje a un estado modificado de conciencia. Y como las reglas resultan eficientes, acaban siendo aceptadas. La contracara consiste en que todo puede acabar siendo una formación autoritaria; siempre se está transitando ese límite.
Esto puede resultar un poco chocante para nuestras ideas sobre la transgresión. Pero es así: en el caso de un uso ritual, el orden social es afirmado, mientras que en el uso desritualizado occidental –o ritualizado ineficazmente, con una ritualización que no llega a dar la posibilidad de decodificar colectivamente la visión– genera una fuga en relación al orden. Hay que tener en cuenta que el concepto de real es diferente en los grupos que hacen un uso ritualizado de esas sustancias. El concepto de real inclusive se vacía en el estado modificado de conciencia.
En el mundo occidental, en cambio, el estado modificado es desvío, error, locura. Por eso el éxtasis tiende a verse como una transgresión de lo establecido.
Los sacerdotes del ácido lisérgico también recomendaban una programación del viaje, en oposición a una experimentación salvaje. Y esto ocurría ya en las épocas de furor del LSD, aunque en realidad nunca pasó de ser una expresión de deseos. El hecho de que la sustancia fuese rápidamente prohibida impidió continuar la experimentación a nivel científico, y acabó favoreciendo de hecho la experimentación salvaje, con el pasaje a drogas más duras y el uso simultáneo de sustancias diferentes.
De todas maneras, la gran dificultad de toda la experiencia psicodélica es que es fuertemente individualista. Es parte de una religión del cuerpo personal, mientras que las experiencias rituales indígenas son fuertemente colectivistas. Los estados modificados de conciencia son antiegocéntricos, por así llamarlos; el colectivismo combina bien con ellos mientras que el hiperindividualismo occidental no favorece un uso ritualizado. Por eso creo que las causas de la derrota del psicodelismo no se deben a causas externas; no se trata de que haya sido derrotado militarmente, aunque es cierto que no fue reconocido por las leyes de Estados Unidos, y en las memorias de Timothy Leary, el científico que inventó y lanzó la revolución psicodélica, notamos que él sufrió una perseusión terrible. Pero hay elementos internos al psicodelismo que provocaron que no se haya llegado al grado de ritualización que el mismo Leary propuso en cierto momento. Querían inventar una nueva religión, pero eso no funcionó.
Recuerdo el caso de una adepta que se proclamaba diosa neomarxista, y aparecía desnuda en una moto; con ese tipo de situaciones era imposible llevar a cabo nada serio, porque la cosa se iba para cualquier lado muy rápidamente.
Lo que la llama la atención es la similitud o la proximidad entre estados místicos y estados de conciencia producidos a partir de alucinógenos. El caso de William James, bastante conocido, es muy interesante. Él usaba una sustancia que sería una especie de éter, óxido nitroso, para conseguir estados parecidos a los de los místicos. Otras vías pueden ser la meditación, la oración, el sufrimiento, la concentración. También están las experimentaciones médicas, como las que hacía un psicoanalista llamado David Fontana. Son métodos tal vez más largos, pero también más sólidos y eficaces. Porque la vía de la droga se encuentra con el peligro de la dispersión y con el peligro de la experimentación salvaje en general, sobre todo cuando es de masas y está sumada a la situación de guerra contra las drogas.
La religión del Santo Daime
Para hablar del culto del Santo Daime quisiera empezar leyendo un pequeño fragmento que intenta hacer pasar la sensación de la experiencia de una manera impresionista. Dice así: “Vibración de la luz, por momentos parece que las lamparitas del templo estuviesen a punto de estallar; explosión multiforme de colores, cenestesia de la música que todo lo impregna en flujos de partículas iridiscentes, que hormiguean trazando arcos de acerado resplandor en el volumen vaporoso del aire, un aire espeso, como cristal delicuescente. La acre regurgitación del líquido sagrado en las vísceras –pesadas, graves, casi grávidas– convierte en un instante el dolor en goce, en éxtasis de goce que se siente como una película de brillo incandescente clavada en la telilla de los órganos o en el aura del alma, purpurina centelleante unciendo, a la manera de un celofán untuoso, el cuerpo enfebrecido de emoción”.
Quiero destacar aquí la experiencia de una confusión de los sentidos. Es como oír con la vista o ver con los oídos. Y parte integrante de esa experiencia es también la conversión del dolor en goce: hay una especie de sufrimiento físico que en algún momento se transforma en su contrario.
La ayahuasca es un líquido que se hace a partir de la maceración de un tipo de liana amazónica, que es el yaguve, y una hoja que se llama chacrona, en Brasil. Es una bebida de preparación complicada, se pasa mucho tiempo macerando, hirviendo, y es muy amarga, muy acre, y tiene la capacidad de producir visiones y sensaciones. Su nombre, de origen inca, quiere decir “vino de las almas” o “vino de los muertos”. O sea que se supone que se invoca a los muertos al influjo de la bebida. Hay una discusión sobre si los incas la conocieron o no, porque en la arqueología aparecen cacharros incaicos que eran usados para tomar ayahuasca, que existe desde épocas inmemoriales en toda la cuenca de la Amazonia Occidental, en los territorios que hoy son de Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia. En los cultos indígenas se piensa que la planta mágica libera el alma del cuerpo; el alma puede, entonces, errar libremente, sin trabas, y retomar su envoltura carnal cuando así lo desee. Es una manera de liberarse de lo real cotidiano: la planta emancipa el alma de la sumisión a lo cotidiano y la introduce en los reinos maravillosos que se consideran la única realidad.
En Brasil se verifica un proceso de expansión del consumo de ayahuasca primero en las áreas rurales y suburbanas de población mestiza –por ejemplo, toda la zona de Iquitos– y después en las grandes ciudades brasileñas. Ese pasaje a las ciudades se realiza a partir de dos formaciones religiosas: el Santo Daime y la Unión del Vegetal. Las dos provienen de un encuentro de masas de campesinos con hechiceros indígenas que servían la bebida con fines de cura mágica. La historia de ese encuentro es muy interesante, porque desde principios de siglo XX hay un proceso de migración relacionado con el caucho, por el cual masas del nordeste brasileño migran especialmente hacia el estado de Acre. Esas masas vienen con una religiosidad popular, el culto de los santos, una especie de politeísmo con elementos cristianos. Esos migrantes llegan al Amazonas y en su encuentro con los indígenas descubren el uso de la ayahuasca. Y a partir de ahí se inventan aquellas dos religiones. En el caso del Santo Daime, el encuentro se realiza en Acre, un triángulo que existe entre Perú, Boliva y Brasil, y en el de la Unión del Vegetal, en Rondonia, que está más al sur, pegado a la frontera con Bolivia.
Hay un relato fundante, que supone que uno de esos migrantes nordestinos, Raimundo Irineo Serra (conocido como el maestro Irineu, un negro muy alto), tomó la bebida con un indio peruano, por razones de cura mágica, y recibió una anunciación de la Reina de la Floresta, que le enseñó la nueva religión. Irineo pasó por un tipo de visión donde él se vio atrapado y descarnado por varios hechiceros (esta estetización es muy común en todos los procesos chamánicos; la persona tiene que pasar por un proceso parecido a la muerte y después renacer) y acabó fundando una comunidad en las cercanías de Río Branco, que es la capital del estado de Acre. Los primeros integrantes de la comunidad eran básicamente caucheros. Los que trabajan con el caucho no son exactamente obreros, sino independientes: cada uno hace su propio trabajo. La comunidad tiene que ver con una manera de agruparse en una situación de desterritorialización, de migración a una región desconocida para ellos; es una manera de agruparse y de defenderse.
Hay una ruptura cuando este maestro Irineu muere; la religión carece de mecanismos sucesorios, todo se resuelve por peleas de poder. Un sector dirigido por otra personalidad, llamado padrino Sebastián, funda una nueva comunidad que se llamará Colonia Cinco Mil (por los lotes; en realidad eran lotes que valían cinco mil cruzeiros). Ahí se produce un proceso muy interesante, porque empiezan a llegar los hippies (brasileños, argentinos, de otros lugares también) y aparece toda una reivindicación de la tradición comunitaria de la década del ‘60, una especie de comunitarismo donde no hay propiedad, no hay dinero: toda una serie de valores que se parecen mucho a los del retorno a la tierra del hippismo. Entonces esa religión, que por el momento era un fenómeno puramente local, entra en un proceso de expansión urbana. Eso diferencia a este culto de otros grupos que también toman la misma bebida y tienen un contenido religioso y una forma ritual, pero son absolutamente locales, pequeños. El Santo Daime, en cambio, pasa a organizarse como una religión, yo no diría de masas, pero con un proyecto fuertemente expansivo. No es una religión popular porque es una experiencia muy fuerte y exigente, en el sentido de que se supone que tiene que haber una entrega del adepto al culto; entonces se crean dificultades de coexistir con la vida urbana.
El ritual generalmente se inicia a una hora determinada, como a las cuatro de la mañana. La gente no puede hablar, se tiene que limitar a bailar y cantar aquello que está predeterminado; no hay comentarios ni conversaciones. Después, se supone –como ideal, por lo menos– que se va a mantener una impasibilidad absoluta. Quiere decir que no habrá ningún tipo de expresión extraña, conturbada, sino un clima muy incaico, andino, de impasibilidad. Se ayuda a aquellos que se descomponen, porque esto es algo que puede pasar, no es nada infrecuente; están los llamados “fiscales” que al mismo tiempo controlan, cuidan y protegen. Alguien dirige la ceremonia, y uno de sus nombres –porque se mantiene una terminología militar– es “el comandante”.
Entonces: se toma la bebida, se canta y se baila la noche entera; doce o catorce horas bailando, y las personas continúan activas como si recién comenzasen. La ayahuasca tiene algo energizante, en el sentido de que permite permanecer durante horas sin dormir y en movimiento. Y la ingestión de bebida es bastante grande. En la comunidad central, que está en el medio de la floresta amazónica, hacen este tipo de ceremonia dos o tres veces por semana. La gente vive como en un estado permanente de viaje; toman un día y al siguiente tienen una inspiración y deciden tomar de nuevo. Algunos campesinos son analfabetos, pero memorizan unas cosas infinitas y tienen conversaciones muy interesantes; parecen campesinos griegos, sus temas tienen que ver con los signos y los elementos cósmicos: la naturaleza, la luna, las estrellas. Uno de los signos claves enumera: la tierra, el cielo y el mar.
Hay un elemento panteísta, de adoración muy fuerte de la naturaleza. Toda la experiencia es colectiva, apunta a una disolución del yo. Lo que se está buscando es eso, el éxtasis, la salida de sí. Se pierde la individualidad y es como si de repente todo se pudiese contagiar. Y también es cierto lo contrario, los momentos de placidez, de alegría, de luminosidad. Es como si se encendiera todo. Parece que la luz fuera a explotar, que los cuerpos irradiasen luz. Esto también forma parte de la experiencia chamánica, tal como la cuenta Mircea Eliade. Desde el punto de vista médico tradicional todo esto es lo que se llama una alucinación, porque se ve una imagen que se parece a un sueño. Pero la diferencia es que hay una simultaneidad con lo que está pasando; el sujeto al mismo tiempo ve la visión pero no pierde la conciencia: sabe qué está haciendo, dónde está parado, no se tropieza mientras todos están bailando en una danza rítmica que va de un lado al otro, no choca con el de al lado, no se cae. El sujeto está en dos lugares: viendo una cosa y viviendo otra al mismo tiempo.
Ahora ¿cómo son esas visiones? Es difícil establecer un orden de la experiencia, porque son muy inefables, subjetivas y la gente no habla mucho de ellas, resulta difícil. Se puede establecer algún tipo de gradación hipotética. Aparecen puntos, visiones de lagos, pero más bien formas geométricas. Por ejemplo, auras. Si la experiencia continúa, pueden aparecer visiones más figurativas. Por ejemplo, entidades africanas, que son reconocibles porque tienen toda una iconografía; en Brasil, forma parte de la cultura popular diferenciar una entidad o un santo de otro. Algunos llegan a contar viajes; por ejemplo, que van en una especie de plato volador recorriendo lugares y llegan a lo que se supone que es lo máximo de la experiencia, el palacio de Juramidam, donde viven las entidades y lo que los indios llaman “los primores”, que son las visiones bellas.
También hay dolor. Como la bebida es fuertemente irritante para el estómago, se recomienda no tomar alcohol, no comer carne ni nada pesado durante tres días antes. Y no comer nada las doce horas previas. También recomiendan no tener relaciones sexuales durante tres días; se supone que habría un desperdicio de energía. Esto también tiene que ver con un ascetismo bastante fuerte; a pesar de que se dan casos de poligamia, porque en la Amazonia brasileña no es poco común que haya un hombre con dos mujeres, la religión del Santo Daime es ascética. Y todas estas formaciones místicas parece que trabajaran con una energía parecida o analogable a la energía que va hacia la sexualidad. Se supone que una le resta fuerza a la otra.
La experiencia del éxtasis va más allá de la experiencia de la sexualidad. O sea, es más intensiva. Bataille decía que era una forma de salida de la mónada individual. Habría una continuidad esencial entre los seres, una continuidad que la individualización propia de la civilización rompe, y así cada uno quedaría aislado en una mónada individual. Una manera de restaurar la continuidad sería el erotismo de los cuerpos tal como se resuelve en la orgía, donde se rompen los límites del yo, se mezclan los unos con los otros; un erotismo frágil, según Bataille, porque la ruptura de la mónada individualizante no es firme, el egoísmo se restaura rápidamente. Otra manera es el erotismo de los corazones, un camino sentimental, que tiene relación con el enamoramiento; aquí la ruptura es un poco más sólida. Y otra sería lo sagrado, donde la salida de sí se produce con el sentimiento de unión cósmica, de armonía con las cosas, que es uno de los sentimientos que acompañan al éxtasis.
Lo interesante del Santo Daime, que es una religión ascética, diríamos antisexual, es que muchas de las personas que pasaron por toda la experiencia de la liberación sexual acabaron entrando en esta religión. El eje, el sentido de la liberación cambia; se supone que si hay liberación, ésta no es sexual.
Los participantes se definen como eclécticos, en un eclecticismo considerado evolutivo, porque se supone que hay una evolución que los lleva cada vez más alto. Es una doctrina musical. Eso le da un elemento de estetización, porque el criterio de los signos es poético. Los cantos son, generalmente, rimados. Siempre hay un elemento de belleza, que también se da en el candomblé, en la religión africana, aunque éste es un culto más cruel.
Los himnos místicos funcionan como explicación y guía de la experiencia. Son inspirados, o sea, recibidos en momentos de inspiración relacionados con la bebida; luego se anotan en cuadernitos y la gente va leyendo y cantando. La base de esos himnos tiene elementos cristianos, se insiste mucho en la humillación, el perdón, la abnegación; después, como la religión se fue expandiendo, entraron elementos budistas, africanos, indígenas. Pero siempre mantienen un elemento de base, que es de fuerte influencia cristiana, aun cuando desde el punto de vista católico eso sería una herejía. Lo más difícil de entender es la relación de simultaneidad entre un santo católico y una divinidad de origen africano. No es que una esconda a la otra, sino que las dos son lo mismo. La Virgen María es al mismo tiempo la Reina de la Floresta. También está la invocación de Jesús, de los tres santos adorados en las fiestas juninas o del mes de junio en Brasil –San Juan, San Pedro, San José. Pero la divinidad máxima es Juramidam, divinidad de la floresta que es absolutamente indígena.
En los cantos, los elementos se van combinando en una especie de Olimpo proliferante en el que se van incrustando las divinidades católicas, los santos, las divinidades de la umbanda. ¿Por qué se aceptan todos los cultos, sean africanos, indígenas, budistas? Porque se supone que las divinidades van a ser vistas. No es tanto una cuestión de dogma como una cuestión de visión.
Pienso que todos los elementos religiosos están ahí para hacer frente a un lado terrorífico que puede tener la experiencia, porque en algunos usos indígenas se dan visiones de terror. Por ejemplo, la aparición de serpientes que se van enredando en el sujeto. También hay otras visiones de animales feroces o sensaciones de transformación de la conciencia. Estas vivencias se sitúan muy próximas a una experimentación mística del mundo. Así se restauraría el vínculo con lo que Durkheim llama “las formas elementales de la vida religiosa”. Durkheim habla de un comienzo efervescente, extático, de la religión. En los orígenes chamánicos de la religión estaría el uso de plantas de poder. Este uso no es el único medio de inducir la entrada a un estado modificado de conciencia; ni siquiera se puede afirmar que sea el método más frecuentemente usado. Pero primero vendrían este tipo de experiencias y después la institución religiosa se apropia y hace olvidar los inicios.
El chamanismo, con sus plantas de poder, es particularmente plástico porque no tiene nada de dogmático: se presenta como un sistema en perpetua adaptación con la realidad vivida. Por ejemplo, se puede dar una combinación entre prácticas chamánicas y un corpus religioso fuertemente impregnado de catolicismo. Pero la forma religiosa del chamanismo no es tan clara en las instituciones religiosas a las cuales uno está acostumbrado porque la experiencia del chamán es siempre individual. El chamán es como el loco, el extraño del grupo, aquel que está dotado de algún poder distinto, el que es diferente de los otros, porque se le ha revelado algo y los demás lo reconocen. Chamán es aquel que va hacia la divinidad, el que emprende un vuelo del alma; aparentemente está echado, catatónico, completamente paralizado, pero su alma está volando, viendo otras cosas. Y cuando vuelve, cuenta lo que vio o hace curas o realiza diversos procedimientos mágicos. Aun cuando todo esté basado en mitos o doctrinas, él también puede llegar a ver o encontrar otra cosa en su viaje; entonces el chamán volverá a decirle a la comunidad que hubo un cambio, que él vio otra cosa. El éxtasis del chamán es siempre productivo.
Como conclusión provisoria: el uso de sustancias psicoactivas puede inducir un estado modificado de conciencia, pero no determina el carácter ni la calidad de la experiencia. Sin embargo, estos fenómenos pueden ser productivos. O por lo menos habría que ver qué tienen esos fenómenos de inmanente, de positivo en sí mismos, y percibir, como manera de acercarse a ellos, su positividad.
Fuente: Perlongher, Néstor (1991) Antropología del éxtasis. Editorial Urania. Buenos Aires, 2021.
En 1991, en su último viaje a Buenos Aires, Néstor Perlongher dicta, invitado por Tomás Abraham, un seminario en el Colegio Argentino de Filosofía con el título “Las formas del éxtasis”. En esa ocasión, presenta su trabajo en curso sobre la religiosidad pagana y el uso de plantas alucinógenas en comunidades del sur. La desgrabación de esas clases se publica en el año 2004 en la revista Sociedad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Una versión establecida por Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria.