¿He de ser yo, la maldecida apenas separadas la luz de
las tinieblas y alguien tuvo el poder de maldecir;
yo en igual humillación la más humillada y la que cerrará
los postigos cuando el último perseguido deje de serlo
en la noche del corazón;
yo que mal he leído los libros de los vivos y mal escucho
el silencio en los labios de los muertos;
yo que apenas balbuceo y deambulo por entre tierras áridas
y sombrías lejos de armonía y gracia;
yo que visto luto por amar y lavo mis heridas con sales
gruesas y siento que crepita mi cabeza como un leño
en aguas frías de cristal;
yo de enojo tardío y perdón difícil a quien los años no han
mejorado su carácter ni raído la memoria –aún veo esa cinta
de raso azul dejada sobre una rama florida en el patio de mi
infancia, aún siento a esa calandria que se acercó con una
ráfaga iluminada hacia mis manos–;
yo la avara entre las peores –avara en la alegría–, que
aprendió a estar sin risa y no escucharán cantar ahora,
llena de miedo tantas veces y otras sin fuerzas para
alejar las pesadillas de acorralada que rondan mi reposo
como las voraces zarzas mi jardín pequeño, donde nace
la luna por el este y el alba es puntual;
yo con el alma de filo en vilo, reptando sobre las alturas
y abajo un lecho de violencia que se alza, un remolino
turbio que turba, pone al rojo vivo la carne, hace crecer
en desvarío de trópico las fiebres y las flores más malignas
(que el dolor no es imagen de serenas lluvias ni trae
paciencia bajo el brazo);
yo que nunca tuve buena voz ni elocuencia clara ni el
tiempo para acompañar con mi conciencia el mundo, y no
supe de mover otra piedra que la doméstica piedra negra
que tapiaba la entrada de mi casa, lo que no fue un festín,
y no quedaban deseos de nombrar estrellas en los cielos
profundos y diáfanos del verano;
yo la de huesos de fatiga y tan perdida en la tormenta
de aullidos que no cesan, tendré
que arreglármelas como pueda y sea,
ahora que mi tierra se muere con sus muertos,
muertos severos y asombrados todavía que no convertirán sus huesos
en semillas, y gritar porque el silencio me duele,
y andar y andar porque la quietud me daña,
y explicar lo que ha pasado aún con labios infantiles,
y defender la poca vida, nunca tan poca, cuando todo lo brotado se derrumba
bajo el invierno, rápido, y ya no están los héroes
ni aparecen los dioses ni en bandadas sus ángeles,
porque ya he desfallecido de gemir mucho,
porque mis ojos se consumen de tristezas,
porque envejezco de encontrar tantos enemigos,
y al mirar al país sólo veo desgracias,
y la luz que desaparece entre las sombras,
y a mis hijos que siguen allí detrás de lo más profundo
y oscuro de esa sombra...?
Fuente:
Vicente Zito Lema (2022) Amor, Crueldad, Locura, Monólogos y diálogos. Ed. Hasta Trilce
Vicente Zito Lema (1984) Mater. Ed. Libros de Tierra Firme.
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