La conciencia no es una serie de 'yo pienso que' individuales,
sino una apertura hacia configuraciones y constelaciones generales,
rayos de pasado y rayos de mundo al final de los cuales,
a través de numerosos recuerdos-defensa salpicados de lagunas y de imaginario,
palpitan algunas estructuras casi sensibles, algunos recuerdos individuales.
Maurice Merleau-Ponty
I.
Arlt: amasijo de cuatro letras que se amontonan, impronunciables, formando una especie de sigla endiablada, o clave secreta de vaya uno a saber qué. Allá, en el fondo de mi conciencia, Arlt es el nombre de una fuerza espesa que franquea la neblina de mis pensamientos sin ideas, esos que cubren el centro del que emana el sentido y que caen, uno a uno, desprendiéndose y cumpliendo su destino: ser como las rocas de un río que, con su singular configuración, le dan forma al torrente de agua que corre, sin prisa, hasta fundirse en lo indistinto de otro río, otro mar, otras aguas. La travesía de esta fuerza, que avanza dejando a su paso un tendal de cáscaras inhóspitas de lenguaje, cápsulas de pensamiento vacías, no puede más que, como las aguas que desembocan en las aguas, desembocar en el núcleo solar del sentido, hecho con los pedazos de la lengua propia y con lo que ella arrastra: arrebatos balbuceantes, inervaciones nerviosas, iluminaciones pulsátiles, reflejos arcaicos.
II.
El mundo “crea en cada uno de nosotros el lugar donde debemos recibirlo” (Oscar Masotta en Sexo y traición en Roberto Arlt) a través de una serie de fenómenos violentos y opacos que, sin intermediarios, se presentan frente a nuestra conciencia, todavía adormecida, revelándole las cosas del mundo que, hormigueantes, comienzan a abarrotar el espacio de la percepción con sus apariciones indiscriminadas, gracias a las cuales, paulatinamente, se iluminan las porciones de ese lugar que le es propio: su destino.
III.
El libro, como cosa entre las cosas, que brilla con particular insistencia en el reservorio eterno de experiencias posibles, es, más veces de las que nuestra frágil memoria podría recuperar, el responsable de los sacudones más hondos del espíritu, el artífice de las más memorables vejaciones al buen descanso de nuestra conciencia; lo sabemos: hay libros compadritos, de arrabal que, en el punto límite de su estructura interna, penetran en quien lee, sea con un puntazo artero o con un puntapié a traición. El puntazo abre la conciencia -que sangra y expulsa las excreciones larváticas que interfieren, con su andar imbécil, su despliegue- dejando que se filtre un aire huracanado que arremoline los recuerdos, las sensaciones y las experiencias y que reordene, a través de movimientos constantes, pendulares, la organización sensible del tiempo. El puntapié, en cambio, no es el relampagueo de la puntada, sino eso que da inicio a la aventura de la conciencia que, con estupor, se echa a rodar por los caminos serpenteantes del nuevo mundo que brota del papel, de la tinta, del sentido, ondulante y ubicuo, y de los objetos que titilan en las orillas de la escena de lectura.
IV.
Escribir: guiar a la fuerza espesa hacia el confín en el que conviven, a los codazos, “el ritmo de nuestras esperanzas” junto a los “relámpagos fugaces que hacen aparecer y desaparecer los objetos, las escenas y los actos no cumplidos de nuestra imaginación” (así define Masotta a lo “profundo”, también en Sexo y traición…) para extraer, de esa abundancia -de esa profundidad-, la textura de las imágenes que, con un poco de suerte, engendren un nuevo sentido, la efervescencia de una nueva música para el naufragio.
V.
Balder, Astier, Erdosain -irradiaciones de un mismo ser: el arltiano- luchan cuerpo a cuerpo, en las alturas vertiginosas de una metrópolis oscura y extraña que se recorta sobre el abismo, contra la lengua, el espejo astillado de nuestros días y nuestras noches, en el que se reflejan, deformes, el deseo y la culpa, nuestras dudas y certezas, los amores y el rencor.
Balder, Astier, Erdosain: hombres atribulados, con cavilaciones que les estallan en el semblante hasta convertirlos en una fisonomía retorcida, indomable; una boca espiralada que grita, muda, su dolor (Astier, en El Juguete rabioso, soliloquia:
“Busco un poema que no encuentro, el poema de un cuerpo a quien la desesperación pobló súbitamente en su carne, de mil bocas grandiosas, de dos mil labios gritadores”).
VI.
La conciencia arltiana satura el sentido de las cosas y las sumerge, cada vez más profundamente, en las entrañas de la conciencia, adhiriéndolas a sus paredes cálidas e in-distinguiendo, así, al pensamiento en tanto tal del mundo al cual ese pensamiento piensa.
La distancia entre mundo y pensamiento del mundo se derrumba, y este derrumbe es el claro de luz en el bosque pesado y oscuro de la conciencia arltiana: el pensamiento ya no es refugio ante el vasto y cruel afuera. En cambio, se viste con la materia concreta del mundo: los pensamientos ya no son conjeturas, elucubraciones ni jugarretas fantasmagóricas con ideas in-sustanciosas, sino evidencias incontrastables que se elevan, serenamente, sobre el sopor dulce de la conciencia y atrapan, como estando en los umbrales de una ciudad desconocida, la sensación de irrealidad que pesa sobre las cosas que, como las estrellas, nos son, a un mismo tiempo, cercanas y lejanas.
VII.
La lengua es ordinaria y brilla, y en su superficie reluciente estallan imágenes extraordinarias (¡un suceso extraordinario!). Balder, Astier, Erdosain quisieran emanciparse de sus lenguas (así como quieren escapar, diría Masotta, de su clase). Quisieran realizarse en alguna instancia inmaculada en la que puedan dejarse atrás a sí mismos -las penas que les retuercen las vísceras, sus biografías diminutas, insignificantes- pero la geometría bestial del destino contesta, con sus leyes precisas -engendros de alguna excesiva noche del pensar, de ciertas madrugadas desveladas, de palabras dichas y no dichas que resuenan en las lejanías del cuerpo, y que ahora reposan, disimuladas, detrás de algún recuerdo encubridor, en las que signamos la forma íntima de nuestra cárcel, de nuestro mundo, de nuestra lengua-, que eso es imposible: el destino niega el afuera -fuera de la historia, del pasado, de la clase- porque él es lo que se transporta en las oleadas de la lengua que van y que vienen y que dejan, a lo sumo, en la espuma de los días, una ilusión resbaladiza, fútil, de que, si la cárcel, el mundo y la lengua fueran otras, otros serían los destinos. Erdosain, vacío de ideas, solo puede consolarse con la muerte; Astier, en la caprichosidad de su acto delatorio, debe contentarse con ser un extraño para los otros, pero no para sí; y Balder, quizá el arltiano más timorato, se exilia al lugar del que, en rigor, nunca se fue: el seno materno.
VIII.
Morar calcinados en los pies de una imagen quizá sea un modo de consumar, reapropiar y asumir un destino singular, la peregrinación infinita sobre los desfiladeros de la lengua (la imagen lejos está de ser inmóvil, una mera cristalización, dado que lo inmóvil, escribió Lucrecio en su De natura rerum, según Pascal Quignard, no es otra cosa que una lentitud que no es perceptible a simple vista, como el ganado que pace a lo lejos, como el navío que zozobra en el mar). Destino que surge de entre las tinieblas de la conciencia y que, en los primeros tiempos, solo se podía intuir, al igual que se intuyen las formas familiares de un día que está comenzando a despuntar dejando atrás, con indiferencia, el imperio de la noche.
Un discurrir de la conciencia viscoso -que recibe de la ciudad su forma final, que se fija en los muros, impenetrables como la angustia; que insinúa universos sombríos, como las puertas entreabiertas del barrio, o luminosos, como la belleza de un gesto o un semblante que relumbra en alguna plaza, en la oscuridad de una sala de cine; que recorre el cablerío de las comunicaciones, tan o más enmarañados que las pasiones humanas; y que desciende a las napas, a lo abyecto, para, desde ahí, propulsado por reacciones eléctricas, cerebrales, enigmáticas, alcanzar, sin mediaciones, como a través de un vendaval furioso, vertical, el cielo, invadido por las luminarias publicitarias- se realiza en el sueño, delirante y urbano, de la lengua arltiana que, después de haberse enredado en nuestra propia lengua -en nuestro impropio destino-, nos pertenece, con la misma extrañeza con la que nos pertenecen nuestros cuerpos, las palabras, los días y el tiempo.
Referencias:
- Arlt, R. (1926) El juguete rabioso, Editorial Losada, Buenos Aires.
- Arlt, R. (1929) Los siete locos, Centro Editor de Cultura, Buenos Aires.
- Arlt, R. (1931) Los lanzallamas, Reysa Ediciones, Buenos Aires.
- Arlt, R. (1932) El amor brujo, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires.
- Quignard, P. (1994) El sexo y el espanto, Editorial Minúscula, Buenos Aires.
- Masotta, O. (1965) Sexo y traición en Roberto Arlt, Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires.
- de Sosa Chauí, M. (1981) Merleau-Ponty. La experiencia del pensamiento, Editorial Colihue, Buenos Aires.
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