Hacinadas en el primer cajón del placard mis bombachas esperan en la clandestinidad. Frente a las vidrieras, donde las modelos lucen tanguitas inmaculadas cual vírgenes en altares donde los caballeros desfallecen en los estertores de la fe, mis bombachas callan, analfabetas a los dictados de la moda. Lejanas al glamour de delicadas puntillas, sutiles transparencias, excitantes brevedades, ellas saben de la ardua pasión de buscar sentido entre los trastos cotidianos. Del fragor de llevar el corazón y los huesos por tierras donde la crueldad arrasa la piel de las cosas. Del cansancio en el derrumbe de los afanes. Aceptan sin grandilocuencias los excrementos que alivian mi cuerpo y, con la misma sencillez, la alegría de amantes que no suelen prestarles demasiada atención. Olvidadas en algún lugar ignoto de la escena esperan la hora de irnos sin ansiedad.
Usadas en demasía, rotas sin más, atestiguan avatares que jamás contaría al médico.
Compañeras del reverso de la vida, tan íntimas, que hablan en dialecto.
Apenas levantada, con el día por delante, alguna sale del cajón y viene conmigo a la ducha como un documento en que consta la decisión de vivir. Como si hubiera que envolver la vida en pequeñas telas que velen el oceánico tajo donde se entra y se sale del misterio.
Ingenuas aventureras, abrigan sueños y afanes en la orilla de un silencio irreductible. Antes de ser arrojadas al Ganges por mis herederos, mis bombachas dirán que he vivido cuando ya no esté aquí.
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