Toda arquitectura nace de una premonición.
Sueña en la vacuidad, el anhelo del cuerpo. Levanta paredes entre infinitos pliegues de silencio.
Las manos del albañil amasan huecos ínfimos en un mundo demasiado extenso. Concavidades que acunan la finitud.
Tejen universos de puertas lisas y frías que riman el invierno.
Toda arquitectura presiente el furor de futuras palabras.
Las paredes de la cocina escuchan ausentes bocas a punto de morder largos argumentos.
Una ventana de vidrios transparentes imagina el ímpetu que la abre y la cierra.
Los ladrillos, unos sobre otros, rezan una oración vertical. Miran al techo, como a una estampita.
Abriga el piso de madera el pie desnudo que se posará a medianoche fugado del calor de la cama.
En los mosaicos del baño germinan rostros anticipados a minúsculas pesadillas. Restauran un cosmos a resguardo de miedos con sabor metálico.
En el espesor de las paredes los hilos eléctricos mantienen en vilo presagios de lo que vendrá. Canta el agua de los grifos con voz destemplada en la futura sed.
Toda arquitectura dibuja alturas que separan el piso del techo para que puedan henchirse, como velas en mar abierto, segundos imprescindibles. Y las rodillas impulsen trayectos breves y apretados en esa espesura.
Ahí soñando, energúmenas, las vigas de la casa abrazan, infatigables, la caída. Volúmenes como acuarios donde nadan desidias y euforias abigarradas, a punto de nacer.
Cada columna eleva su índice con algarabía, entre silentes horizontales.
El rincón del cuarto pintado de rosa espera la modorra del gato negro.
Pasan el sol y la luna sobre las baldosas del patio arrastrando minúsculas humedades.
Medianeras escuchan vidas que suceden del otro lado.
El pequeño escalón de mármol blanco enseñará a los tobillos a cambiar el paso cuando el suelo, brevemente, imprima una variación con la precisión de un acento.
Mientras, los cuerpos por venir habitan la incertidumbre del umbral.
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