Paul Cronin le pregunta al director de cine Werner Herzog, en una entrevista publicada en 2002:
Usted nació en 1942 en Munich, la ciudad más grande de Baviera. ¿Cómo fue crecer allí en la inmediata posguerra?
Todo el mundo piensa que criarse en las ciudades en ruinas es una experiencia terrible y no tengo la menor duda de que lo fue para los padres de familia que lo perdieron absolutamente todo. Pero para los niños, sinceramente, fue una época maravillosa. Los chicos de las ciudades se adueñaban de edificios bombardeados enteros y proclamaban que las ruinas eran su territorio de juego y allí vivían las más osadas aventuras, dice Herzog.
Soñar una ciudad.
Con lo que queda.
Con lo que no fue.
Como Gyula Kosice que imaginó la utopía de una ciudad hidroespacial en pleno Buenos Aires. Y en el manifiesto de 1971 dijo: habrá lugares para tener ganas (…) para disolver el estupor del por qué y el para qué (…).
O Xul Solar y su visión de la aérea Vuel villa, pintada en 1936.
Cuando la asfixia gana los cuerpos, cuando la ciudad es un nudo que estrangula cada arteria. Cuando las esquinas ya no doblan y el semáforo pasa de rojo a verde de verde a rojo, indiferente a la masacre de pies cansados.
Vivir la ciudad enredados en un fatídico letargo. Sonámbulos y extenuados ya no recordar donde íbamos cuando todo estalló y las esquirlas se incrustaron en la carne. Y un ardor, venido del fondo de las vísceras, laceró la piel desde el reverso.
La vida necesita ser soñada otra vez.
Entre vapores de fabulaciones, rescatar antiguos impulsos eléctricos, pequeños chispazos.
¿Dónde está sentada la idea que abriga un nuevo comienzo?
¿Qué viento arranca la silla y la deja caer del otro lado de las cosas?
Antes que la gélida luna devore toda luz, urge fecundar de visiones cada célula. Como un cielo de partículas volátiles que rozan los párpados desde adentro.
Como si el tiempo pudiera contraerse para que la boca roce el aliento que horada el enjambre de paredes cenicientas. Esas que lapidan los besos.
Póstuma primavera donde florezca lo destruido.
Sumergirnos en la pesadilla como quien busca un violín extraviado.
Hasta que cada nota del adagio de la sonata número 1 en Sol menor de Bach germine entre los cascotes y los hierros del desamor.
Toda primavera mata.
Esperarla cómo se espera al verdugo: Aferrados a un último deseo.
Espera en lo que encierra la cáscara ajada de los gestos. Fulgor de lo otro en lo que vuelve, inmóvil, del sí mismo.
Rasgar la mortaja de esta rabia sin dientes para limpiar la desidia de los cadáveres en la escuálida avenida.
Y allí donde el asfalto roza el cielo, ponernos de rodillas frente a una paloma mugrienta que bendice, urbe et orbis, el final del invierno.
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