Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?
¿Cómo se escribe la historia? ¿Con tinta, con sangre? ¿Con hambre, con sueños?
La historia, así rotos, ¿Cómo se escribe?
¿Con traiciones? ¿Con trabajo de hormiga? ¿Con gestas de titanes? ¿Con intrigas palaciegas? ¿Con golpes de suerte? ¿Con asambleas populares en la calle?
¿A gritos? ¿En secreto?
Una canción de la trova rosarina decía: los días cantan la historia del hombre al borde del hombre, los días cantan mañanas, los días no tienen miedo.
La historia se escribe con el oído. Pone el oído en los chirridos lacerantes, en los ecos, en las vociferantes certezas, en los murmullos clandestinos.
Poner el oído y escuchar a los pueblos que caminan con sus odios y sus amores a cuestas.
Caminan rengos, construyendo y destruyendo el suelo donde caminan. No los impulsa una voluntad unánime. Ni un poder, ni un saber. Tantos vientos mezclando los puntos cardinales, caminan.
Y no es cuestión de porcentajes. Aunque los votos se cuenten así, y eso traiga fragores contantes y sonantes.
Los pueblos viven transidos de contradicciones feroces que no sabemos cómo pensar. Hacen la vida con retazos: de impoderes y de impotencias, de milagros frágiles, de ocurrencias, de ensañamientos, de berrinches y belleza.
Miramos el cielo intentando saber si lloverá. Miramos la calle intentando calcular de dónde vendrá el golpe y cómo hacerle frente.
Siempre es en clave de presente. La historia se escribe en clave de presente.
Piel colectiva como el parche de un bombo, vibra y resuena de infinitos modos. Ese temblor lleva y trae, como corrientes subterráneas, impulsos, reverberaciones, nostalgias, abruptas imaginerías.
Memoria llena de imprecisiones, de desencuentros, que dibuja un aquelarre de signos. Extravíos en extrañas topografías.
Presente que no puede cifrarse en una única interpretación, en lógicas mayoritarias.
El presente de esa diferencia sin punto de llegada, su diseminación incesante, escribe la historia.
Fricción de cuerpos ajenos a las figuras coreográficas sincronizadas, pulcras, asépticamente erotizadas, que predica el music hall vernáculo.
Estos corales, el de los pueblos escribiendo la historia, están llenos de superposiciones, de reincidencias frenéticas, manchones, caídas, tachaduras. Grafía titubeante, dolorosa, por momentos ilegible.
Grafía que repite y repite fórmulas antiquísimas con la obstinación de los necios. Fórmulas con las que ya sufrió de sobra, pero vive como nuevas. Y en el mismo gesto mórbido deja pulsar pequeñas incertidumbres de vitalidad capaces de saltar a la textualidad gozosa de lo vivo.
Los pueblos se equivocan a cada rato. Su fuerza de saber y no saber, la de vivir. Y la de haber muerto tantas veces.
¿Dónde sino en el seno de los pueblos los poderes anidan y se alimentan? ¿Dónde sino allí predican las ambiciones hasta ser emuladas por quienes jamás accederán a ellas?
¿Dónde sino en ese hervidero de sustancias, formas, impulsos y quebraduras puede germinar el momento de la epifanía provisoria del desvío?
Los pueblos caminan un suelo doliente y sobre él inventan pasos tan oscuros como luminosos. Nunca será definitivo este andar tambaleante en las cornisas de la explotación.
Los pueblos escuchan cantar a las sirenas y se ahogan una y otra vez en las aguas de la historia.
La marea humana, esa que ronda las calles. Esa que exuda proximidades en el subte. Esa del domingo que vocifera goles. Esa que rubrica, a paso de hormiga y a los saltos, pequeñas alegrías. Esa que abraza deidades que la acompañan. Esa que deletrea el cosmos que habitamos.
La marea humana se levanta como una ola, nos sostiene y nos aplasta de a ratos. Hace cicatriz en el revolcón que nos pegamos. La marea humana hace carne del miedo y lo pone a la parrilla.
La marea humana dibuja fronteras y elige perros asesinos para cuidarla. Perros que, antes o después, morderán con saña la mano que los alimenta.
Y, a veces, fabrica trampas y se escapa en plena noche.
La marea humana, los pueblos, exhuman fantasmas y los vuelven a enterrar. Los ventilan porque el horror y la querencia, a veces, duermen juntos.
Los pueblos dicen y desdicen antiguas y nuevas letanías de la sumisión, como lengua infatigable en la sed.
Arropan con harapos mugrientos la vida que vivimos, para hacer compost de los sueños que esperan y esperan revulsivas primaveras.
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