Miró el libro de Cesar Aira sobre la mesa de luz. El reloj despertador contaba los segundos en voz alta. La constelación de la pequeña mesita se completaba con el anillo de la piedra violeta que le había regalado su mejor amiga.
Se dispuso a acostarse cerca de la irradiación de esos objetos. Velarían mientras ella dormía un sueño que luego le sería imposible recordar.
Sintió hastío de las cosas. Un aburrimiento manso venas adentro. La sensación de caminar por una calle remanida.
Imperturbable su cuerpo atendía la respiración y la digestión. Los órganos parecían prescindir de esas disquisiciones. No era automatismo, sino una superposición de texturas existenciales.
Así, divergentes.
Parpadeó y vio de costado que la aguja se había desplazado de número en el cuadrante. Le pareció que algo se había fugado. Pero su cuerpo seguía allí, intacto. Como una constancia que se extiende frente al empleado de alguna ventanilla.
No sabía qué había perdido en ese transcurso. No podía recriminárselo a nadie y eso la irritaba.
Sintió una leve añoranza de algo dulce. ¿O era un pensamiento de muchas horas antes que extraviado volvía?
Canceló cualquier impulso de dejar el dormitorio rumbo a la heladera. No hubo músculo que diera un paso. Esa constatación la satisfizo. Aún estaba al mando. En breve, cuando durmiera, las cosas serían distintas.
En esa continuidad sonora en que transcurren los departamentos sintió caer un objeto. Sabía que no incumbía al dominio de su universo. Igual se lamentó por el posible deterioro.
No se acostaba porque tuviera sueño sino porque era hora y debía descansar.
¿Sentirían piedad las sábanas al envolverla? ¿O indiferentes y frías cederían a los desplazamientos indicados por las manos?
Por ahora esperaban simétricas e impecables tal cual las dejara esta mañana.
La mesa de luz tenía un cajón. Perfectamente cerrado. Miró el herraje incrustado en la madera blanca.
Repaso de memoria, sin abrirlo, lo que contenía. Una llave, la factura de la compra en la farmacia, los aros de plata pequeños, un espejito de cartera, la pinza de depilarse las cejas, una estampita de San Cayetano, dos monedas de un peso, un paquete de aspirinas.
Enterradas en ese cajón las cosas dejaban pasar los días sin inmutarse.
Ella se aferraba a la ubicuidad de sus propósitos para no ir a parar al mismo cajón.
Las paredes blancas, equidistantes, que la rodeaban oficiaban de orilla a las extrañas magnitudes de su cuerpo, que a esa hora se escurría como una sombra incipiente.
La almohada figuraba una pequeña elevación debajo de la colcha rosa. Su cabeza se posaría en esa altura mínima para acceder a la noche. ¿Acaso le temía?
Debajo guardaba, en pliegues siempre iguales a sí mismos, un camisón celeste que la convertía en un fantasma más. Uno que no asustaba a nadie.
Sus huesos lánguidos se disponían ya a la siguiente maniobra de su ritual nocturno.
El reloj, indolente, contaba.
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