Tiraron del hilo hasta que se cortó. Siempre era así con ellos.
Parecían condenados a eso: a la discontinuidad. Lo raro es que ya habían pasado tres décadas del mismo sainete: tironear, quedarse a pie, no poder más.
Se ensañaban.
Pasaban horas bregando en direcciones opuestas, como si de arar el campo se tratara.
El único que cedía era el hilo.
Se cansaba, el pobre.
Incapaz de fugarse de la escena, hacía de tercero en discordia.
Hasta que se cortaba.
Entonces, ellos dudaban un instante.Como si hubieran olvidado la letra del guión. Mínimo extravío, semejante a una puerta que jamás se abrió.
¿Qué boca tragó la llave?
De algún raro modo retomaban.
Acaso, el hilo.
Tenían el buen gusto de no hacer declaraciones públicas después de cada zafarrancho.
En realidad no decían nada, tampoco en privado.
Las quebraduras permanecían mudas. Solo se escuchaba el crack cada vez que rompían aquello.
¿Aquello? ¿ Qué?
Un signo, un sueño, una pasión extraviada.
Por lo demás nadie sabe, a ciencia cierta, de que trató ese ir y volver a ninguna parte.
Ese aferrarse al desencuentro.
Se pusieran estas palabras, u otras, parecía ineludible lo del hilo, ese del que tiraban. Una vez y otra. Manoseado, sucio, sin ton ni son. Mientras, la vida pasaba.
Así fue, hasta que la muerte, solícita, se llevó a uno de ellos. Y el hilo, sano y salvo, cayó al suelo, por el extremo de ese hueco.
El que quedó entendió que, lo que fuera que hubo, ya no sostendría nada.
No sé con que parte de su cuerpo lo entendió.
Entonces giró con cuidado los dedos, y fue enrollando despacito el hilo flácido que iba de su mano al piso. Lo fue ovillando sin prisa. Como se juntan los restos de un cataclismo.
Al final, el hilo era una pelotita que cabía en su mano.
Metió el ovillo en el bolsillo izquierdo.
Y supo que no le quedaba nada.
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