El monte santiagueño calla en el sopor de la siesta.
Como un país, calla. Bajo la maldición del sol.
Tanta desgracia, tanta.
Tanta ignominia, tanta.
Sueña, y el alma del quebracho asiente.
Pan y agua: sueña.
Y se mira las manos vacías.
Ajadas las manos: la gitana no se atreve a adivinar el futuro.
El hambre agrieta los labios.
Con la boca rota, y el violín en la mano, el hijo del diablo dice:
Ay, Teréfora Castillo,
el fuego te anda buscando
porque arda tu corazón
como la flor del quebracho.
El monte guarda memoria de la Telesita. Joven sin familia, con las ropitas rotas, que poseída por la música danzaba, sin parar, hasta desvanecerse.
Incapaz de sustraerse al embrujo de la música, su alma en pena se dejaba llevar en las ancas de la guitarra hasta caer, el cuerpo extenuado, en el silencio de la tierra.
Una noche fatídica las chispas del fogón alcanzaron su vestido y su pelo. Danzó en llamas mientras la muerte ponía el último acorde a la chacarera.
Frenesí del interminable giro donde se inflama la noche.
El pueblo la invoca en las telesiadas: baila el devoto las siete chacareras seguidas, regadas con alcohol, para que la santita del monte haga el milagro.
De tierra, esa fe. De ausencia.
En la boca de la Salamanca la aparecida viene. En el fervor del fuego, el alcohol y la música.
Viene invocada por los cuerpos sudorosos que llaman al milagrito en los huesos secos de la historia.
En la carne de la derrota danzan. De a siete, las chacareras.
Esos que ya no tienen nada.
Esos, la llaman: Telesita.
Entre las espinas de la traición. Y el dolor tanto.
Sin agua y sin sueños.
Dolida, yo también rezo junto a la guardia salamanquera:
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