Esquirlas no siguen un plan expositivo organizado: introducción, desarrollo, conclusión. Esquirlas planean sostenidas en el aire.
Esquirlas dicen lo que el miedo nos hace, tratan de resistir su pavoroso triunfo.
A veces, miedos ponen en marcha acciones salvadoras. Otras, inmovilizan o empujan hacia lo que más se teme.
Esquirlas se desprenden de una unidad defectuosa: no única ni unánime. Se desprenden de un no se sabe dónde. Incluso desde un no dónde.
Esquirlas sobrevienen como espasmos que atropellan la vida sin poder saberla.
Esquirlas zanjan orillas, fuerzan intervalos. Astillan lo candente, lo accidental, lo ignorado, lo perdido.
Cromoactivistas inician una revuelta de colores. Acciones poéticas nominativas. Intervienen por primera vez en 2016. Proponen, en esa ocasión, recuperar el rosa como color disidente. Invitan a escribir nombres de rosa en cartones pintados: Rosa Chanchísimo, Rosa Anarcomimosa, Rosa Venganza de Viejas, Rosa Concha Rebelde.
El año 2020 se recordará como año negro: negro capitalismo, negro asfixia policial, negro topadoras, negro sin agua, negro que no alcanza, negro rebeldía esclava, negro cabecita negra, negro sin abrazo ni despedida, negro negra furiosa, negro casi blanco, casi verde, casi magenta.
Después de tantos meses caminando entre cadáveres, perplejidades se habitúan a olfatear la muerte en el aire. Razonan circunstancias de la descomposición. Deducen que algunas aves se comieron los ojos.
Cuesta admitir complicidades con la devastación de la vida en común.
Consentimientos se presentan como buenas intenciones fatigadas, como buenas conciencias escandalizadas, como buenos corazones anestesiados.
La expresión “¡Qué año difícil!” se ha vuelto un automatismo del habla.
Un reflejo de noches exhaustas.
Un tímido pedido de una dicha venidera.
Un conjuro ante la amenaza de que todavía puede venir algo peor.
De pronto, entre angustiadas preguntas sin respuestas, dos vidas estrechadas que bailan mientras se acarician, se besan, se dicen amores, encantan el mundo aunque no se lo propongan.
Demorarse en un instante de sosiego, en la blandura de un descanso, en una serena orilla sin demandas ni búsquedas. Tal vez, así estar en la vida. Pero, ¿qué sosiego, descanso, serenidad, si se tiene hambre, se tiene frío y pasan las noches y los días sin una ternura cercana?
Acumulación de dineros y consumos difunden aceleraciones y vértigos, exaltaciones y caídas. Ambas tiranías adelantan la muerte desmintiéndola.
Hablas del capital no niegan la finitud, la notifican como fatalidad estadística o como desgracia inevitable de criaturas empobrecidas, expulsadas de la tierra, condenadas a sobrevivir en zonas de exclusión o a desaparecer.
Ochenta millones de existencias, forzadas a huir para salvarse de persecuciones, guerras, hambre, no tienen lugar en el planeta.
Según Naciones Unidas, en el peor momento de la pandemia durante 2020, ciento sesenta y ocho países les cerraron total o parcialmente sus fronteras, suspendiendo el derecho al asilo.
Sintagmas gastados:
Un capitalismo con rostro humano, un capitalismo amable, un capitalismo en el que todos ganen, un capitalismo con derrame, un capitalismo no salvaje, un capitalismo con distribución de riquezas, un capitalismo con reducción de daños, un capitalismo con justicia social, con salud y educación públicas, un capitalismo sin hambre, sin sed, sin abandonos, sin migraciones forzadas, sin armas, sin usuras.
En fin, un capitalismo sin capitalismo.
A veces, la ironía esconde una tristeza y la rabia de no poder otra cosa.
La rueda de la fortuna gira asignando suertes: contagios, padecimientos, mejorías, inmunidades, agonías, decesos, vacunas. Pero, el disco del destino detecta cuerpos envejecidos y desvitalizados, cuerpos rodeados de privilegios y cuerpos arrojados al abandono.
El enunciado “Al que le toca, le toca” dice la justicia del azar, siempre sobornada por desigualdades esparcidas por el capital.
¿La palabra capital concentra todas las representaciones del mal? Al final, ¿el capitalismo tiene la culpa de todo lo que duele? ¿Casi nada puede pensarse fuera de la disyunción “tener o no tener”? ¿Obsesiones posesivas y propietarias derivan del reinado del papel moneda o sus equivalentes numéricos en una pantalla? Si no perteneciéramos a la comunidad del capital, ¿deambularíamos como angustias sonámbulas? Desprendidos de sus tiranías, ¿una común angustia planetaria (sin sed, sin hambre, sin frío) moraría en el silencio, en la palabra, en los placeres de la carne?
Tal vez un día habitemos eso que hoy llamamos angustia como el intenso temblor de lo vivo en infinitas conciencias apabulladas.
¿Aprendimos algo en tiempos de pandemia o solo acatamos un período de abstinencia, una interrupción forzada de nerviosismos desquiciados?
Deseos no solo se mueven impulsados por carencias e insaciabilidades, viven entramados, también, con el porvenir y con el secreto. Porvenir, en tanto augurio que renueva un ir hacia no se sabe dónde. Secreto, en tanto mensaje cifrado que transmite el misterio de las complicidades.
La voz que dice “Quiero tener derecho a decidir sobre mi propio cuerpo”, verdea como consigna política de este tiempo. No afirma redundancias propietarias y posesivas, ni compone una declaración individual y privada: se pronuncia como una común soberanía.
Desesperaciones que se lastiman con alcoholes y malas sustancias, ¿eligen lo que desean?
Un joven desesperado que, hace unos años, puso un aviso en un diario del Chaco para vender su riñón, ¿ejerce su libertad?
El último gesto solitario que queda en un mundo de humillaciones, privaciones, sometimientos, ¿consiste en hacerse daño?, ¿mutilarse?, ¿ultrajarse?, ¿asumir la iniciativa de tocar fondo por propia cuenta?
No cualquier acto puede considerarse soberano.
Bataille emplea la palabra soberanía para oponerla a servidumbre.
Piensa en soberanías que pierden la cabeza, que bailan embriagadas sin querer imponerse, ni reinar, ni dominar otras vidas.
Asistimos, en estos días, a una acción soberana de furias gestantes que deciden una común salida del silencio, una común emancipación.
Un ideal de prevención contra el virus consiste en vivir dentro de un sarcófago o entrar en estado de hibernación o refugiarse en una playa desierta, hasta que todo pase.
¿Así se siente el peligro después de los sesenta y cinco?
Cien años atrás, Freud, a propósito de una supuesta psicología de las masas, objeta la tesis de Le Bon que concibe el contagio afectivo como prueba de inferioridad y primitivismo de las muchedumbres.
Entrevé, en esas adhesiones arrasadoras, la fuerza cohesiva de un ideal común de autoridad, protección, amparo.
Lejos de las metáforas médicas advierte que el contagio se comporta como la obstinada escenificación de una mirada de amor.
Si la palabra contagio no se reduce a la idea de peligro o transmisión de una enfermedad, condensa fatalidades de lo vivo.
Contagio perfora los términos que se emplean para describir formas de lo común.
Contagios traspasan figuras que establecen y aquietan respiraciones y caricias.
Contagios se ríen de las pesadeces y solemnidades con las que se mueven los vocablos relaciones, vínculos, lazos, cercanías, proximidades, conexiones, interacciones.
Contagios acontecen infatigables, imprevisibles, omnipresentes. Anidan en la inmediatez, la metamorfosis, la fluidez. Subvierten fronteras.
Contagios astillan ilusiones de un yo: la idealización de un poder ilimitado y la creencia en una fortaleza segura.
Necesitamos pensar contagios ya no como acción de una masificación protectora, sino como una común exposición. Una común intemperie, irremediable.
De pronto, una de las primeras existencias que habitaron la tierra, desata pesadillas de destrucción y muerte en plena vigilia.
En los bordes de ese abismo que da pánico, se abre un curso defensivo, denegatorio y desesperado que dice: “¡Quiero mi vida como era antes de la pandemia! ¡Como sea!”.
“Acepto una nueva normalidad, pero solo si incluye mi vieja normalidad”.
Una posición que proyecta la incertidumbre como un infierno o como castigo inmerecido. Que se planta en el umbral de lo imprevisible reclamando su derecho a la salvación.
Para algunas solideces amuralladas vivir sin o con menos privilegios, vivir sin o con menos seguridades, equivale a verse condenadas a una muerte lenta.
Otra posición podría decir: “No sabemos qué está pasando ni lo que vendrá, pero hay cosas a las que no queremos volver más”.
Se trata de entrar en un tembladeral.
Como la inscripción que Dante encuentra en la puerta del infierno al iniciar el viaje: “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”.
Así se ingresa en la incertidumbre: sin esperanzas. Pero eso no supone un infierno ni una pesadilla.
La esperanza solo proyecta dichas conocidas y promesas casi realizadas. Cuando se entra en la imprevisibilidad, se comienza a andar un no saber.
Se puede entrar en lo imponderable con resignación y también se podría entrar con una común decisión de que “¡Hay cosas que no queremos más!”.
Tal vez en eso reside la diferencia entre el sueño y la pesadilla.
En una pesadilla solo se quiere despertar. No hay otra salida en ese momento.
En un sueño se siente temor, pero también curiosidad.
En una pesadilla se precipita lo que amenaza, en un sueño la amenaza se desplaza, asecha en forma oblicua.
Sueños y pesadillas escenifican raras composiciones de deseo, aunque vigilias no las recuerden ni las comprendan.
Normalidades, que no soportan desorientaciones y desconciertos, prefieren confiarse a sistemas de posicionamiento global que programan las hablas del capital. Se aferran a la premisa de acumulación de ganancias. La que instruye aumentar el caudal o las utilidades de cualquier cosa que tenga valor en sus mercados, incluyendo el de las afectividades.
De pronto confianzas que juegan, en la fingida indiferencia de la mañana, desatan inhabilidades, torpezas, manotazos sin sentido. Así se ríen de esa nada. Y, también encantan el mundo aunque no se lo propongan.
A los treinta años, Juan Carlos Onetti (1939) en El pozo recrea la sentencia de Nietzsche que dice “No hay hechos, sino interpretaciones”.
Escribe en su primera novela: “Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”.
A lo que enseguida agrega que los hechos, informes, adquieren bordes y contornos del recipiente que los contenga.
¿Qué nos está pasando? ¿En qué cavidad, vasija, cántaro, cubeta, contener el presente astillado? Tal vez no se trata de un recipiente, sino una común inconformidad de paredes blandas, flexibles o de una red llena de agujeros cómplices.
Tiempos de pandemias transcurren también como tiempos policiales, en muchos sentidos.
Tiempos de policías que hacen cumplir medidas de cuarentena, usos de barbijos, distancias recomendadas, circulaciones restringidas.
Tiempos de policías que estrechan acciones con labores sanitarias de prevención y control.
Tiempos de policías que protestan armadas, por mejoras salariales y de condiciones de trabajo, extorsionando gobiernos.
Tiempos de policías que, fuera de control, persiguen disidencias, fraguan delitos, matan en comisarías, hacen desparecer vidas.
Tiempos de policías que desalojan con violencia y ensañamiento familias por orden de un juez.
Tiempos de policías que, en las sombras, actúan como mafias que se benefician con venta de drogas, con la prostitución, con el juego o liberando zonas para robar.
Gregorio Kaminsky, hace unos años, precisó: “La policía de la provincia de Buenos Aires es una institución imposible. Creo que es más fácil derrocar un gobierno que hacer un cambio en la policía bonaerense”.
Practicante de una filosofía política spinoziana, Kaminsky diseñó experiencias de formación en universidades públicas para las fuerzas de seguridad como un modo de propiciar policías comunales que aprendieran a actuar con las armas del trabajo social y la mediación. Que se entrenaran para la escucha de todas las violencias cotidianas.
En circunstancias acuciantes, en medio de premuras desesperadas y varias generaciones de rabias acumuladas, el acto de robar ¿se podría considerar como forma amoral, fallida, cuentapropista, de distribución de riquezas?
La escena de una impotencia que se ve obligada a arrebatar un pedazo de pan para alimentar a su familia, se cuenta en Los miserables de Victor Hugo (1862).
También, el drama del hijo que asalta la casa de su padre millonario se narra en la película El día que me quieras, en la que Gardel (1935), lleno de rencor e impotencia, llega tarde para salvar a la madre de su hija y canta “Sus ojos se cerraron”.
Policías, encargadas de evitar delitos, realizan acciones corporativas como compensación económica que se conocen con el nombre de recaudación. ¿Otra forma de distribución de riquezas?
La cuestión de las policías no se reduce a consignas hermosas como “más poesía y menos policía”.
Cuenta que lo llevaron en el piso de un patrullero con las manos esposadas al manicomio. Antes lo maltrataron durante tres días. Lo golpearon para enseñarle a no hacerse el loco. Lo amenazaron con cortarle los genitales. Le dijeron que era una mariquita adicta y que si jodía mucho lo iban a hacer desaparecer. El psiquiatra de guardia anotó: “Delirio paranoide”.
Duele decirlo pero, a veces, arbitrariedades de agentes de salud lastiman más que las violencias policiales.
Tiempos de pandemia recuerdan la necesidad de una escucha clínica de la vida: en las aulas, en las políticas sanitarias, en la justicia, en las policías.
Una escucha clínica no centrada en la resolución de problemas, sino en la audición de padecimientos que no saben decirse o que se dicen sin poder escucharse.
Alejandro Kaufman, a propósito de la memoria de las madres como enseñanza política y amorosa de resistencia ante el terrorismo de Estado, vuelve a leer -en el libro Reyes y Crónicas- la silenciosa sabiduría del rey Salomón.
Dos mujeres disputan la propiedad de un hijo. Ambas paren una criatura, pero una de ellas nace muerta. Las dos afirman tener derecho a la posesión de la vida que queda. El rey pide una espada, propone partir en dos esa indefensión para dar la mitad a cada madre. De inmediato, una de las mujeres cesa en su reclamo. Entonces, el rey escucha, en esa voluntad que renuncia y se retira, la decisión de cuidar la vida.
Kaufman señala que la justicia salomónica no reside en el reparto, sino en la convicción de que una vida no puede considerarse cosa ni objeto de disputa, que no puede sopesarse como una propiedad. Escribe “La sentencia salomónica no comienza por un fallo sino por un procedimiento que establece una escucha”. Destaca que estamos ante una justicia que sabe escuchar un amor que decide callarse. Una justicia que no trata de preservar un derecho biológico ni patrimonial o patriarcal, sino el deseo de ahijar una vida que se decide cuidar sin tener.
Tiempos de pandemia ponen a la vista dos derechos urgentes que gobiernos (que quieren para sí el atributo de populares) necesitan garantizar si deciden asumir políticas de cuidados: el derecho a la salud pública y el derecho a una renta básica universal e incondicionada.
El 2020 se recordará como suma de escándalos que ilustran el agotamiento del humanismoeuropeo.
Las naciones ricas y poderosas del planeta nunca pensaron en financiar con un impuesto, a las desmedidas riquezas del mundo, la producción y distribución de vacunas por igual para todas las criaturas vivas, estén donde estén.
Se sabe que las palabras nunca alcanzarán para impedir desastres de la civilización. Y, sin embargo, se hace silencio, se conversa, se lee, se escribe, se marcha, se baila y se canta en una plaza, para compartir ese saber con otras soledades.
Mientras se espera a que florezcan los agapanthus, cuesta creer que el aire y la tierra, las nubes y el horizonte, las piedras y las algas, los pájaros y los peces, no sientan fastidio y enojo por la llamada humanidad.
Nada detiene el tiempo. Hablas del capital necesitan recordar eso.
En plena cuarentena, sin darse cuenta, muere Edgardo Gili.
Copio algo que escribió y no pudo cumplir: “Después de despedirme con lágrimas y abrazos de las existencias que se quedan, me gustaría irme de la vida, así, caminando por esta orilla hasta la línea que, a unos metros, me espera”.
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