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Foto del escritorRevista Adynata

Cartas / Beatriz Sarlo

Abril de 1978


"Querida Beatriz:

Prometo carta más extensa. Desconozco la situación real en a que te encontrás. Te pido me hagas saber cómo estás, qué necesitás, o qué querés que te haga llegar, siempre que esté a mi alcance lo haré. Con mucho cariño y recuerdos, Manuel."


La carta no tiene fecha pero sé que la recibí, casi por casualidad, en abril de 1978. Manuel Gestal había trabajado en la librería Galerna, calle Tucumán entre Uruguay y Paraná. Antes de que el ejército allanara la oficina que tenía al lado, yo pasaba un rato, todas las tardes, para usar el teléfono, hojear algún libro y conversar. Cuando vinieron y se llevaron todos los contenidos de mi oficina, naturalmente dejé de ir.

Le contesté a Manuel, le di la dirección de una casilla de correo y le pedí que me mandara diarios y revistas. Durante dos años, hasta que se fue de México a España, de allí volvió a México, y luego de nuevo a España donde le perdí el rastro, me llegaron unos cilindros envueltos en papel madera que eran casi mi única ventana al mundo. Desde España, Manuel enviaba catálogos (para el ejercicio de la imaginación y el deseo desesperado) y El viejo topo, la revista de los marxistas críticos que estaban convirtiéndose en socialdemócratas; desde México, Nexos y Vuelta. Nadie que no haya vivido esos años de miseria, puede saber lo que significaba una página de cualquiera de esas revistas. Poco después, desde Inglaterra, llegaron unos números de la New Left Review. Me pareció que casi no necesitaba otra cosa. Destellos de felicidad durante la dictadura: nunca tan intensos como en la oscuridad de esa noche. Como si fuera hoy, recuerdo el vértigo de leer, en Buenos Aires, una discusión sobre el "socialismo real" o sobre Nicaragua.

Mi amigo librero entraba así, para siempre, en una galería privada de benefactores. A veces, alguien enviaba un libro o la dirección donde se podía conseguir una revista. A veces, otro amigo, exiliado en Caracas, mandaba cien dólares. Lo juro: nunca jamás voy a olvidarlo.



Amistad


De esos años conservo una carpeta de cartas, donde está la que copié más arriba. Casi todos los que las escribían estaban exiliados. Muchos de ellos, hasta ese momento, no habían sido especialmente amigos, pero el exilio y la dictadura los convertía, a mis ojos y supongo que a los de ellos, en amigos de toda la vida. Escribo "de toda la vida" en un sentido literal: eran toda la vida (o casi toda la vida) que yo podía tener en perspectiva, simplemente porque ellos vivían y yo también. En épocas de asesinatos y desapariciones, eso solo bastaba. Yo le escribía a un amigo: "Hace calor y salgo a dar una vuelta". Él me escribía: "El invierno viene frío y estoy en la cocina con mis dos gatas". Esas frases eran toda la vida.


En esas cartas discutí sobre muchísimas cosas: películas, libros, fotografías, la guerra de Malvinas, trabajos que me encargaban, colaboraciones para la revista Punto de Vista que había empezado a publicar en Buenos Aires. Enterarse de qué estaban leyendo mis amigos, en Europa o en México, era como redactar una lista de bibliografía obligatoria y buscar los modos de conseguirla. Desde Francia, uno de ellos, me escribió que iba a comenzar un largo trabajo: estudiar a Walter Benjamin. En la carta, la palabra "Benjamin" vibraba como si fuera el nombre de una banda de rock.

Aunque esto parezca una metáfora, leía esas cartas en el subterráneo, porque las recogía en una casilla de correo y las llevaba conmigo durante días enteros. Sabía que esto no era prudente, pero, durante la dictadura, una forma de sobrevivir consistía en permitirse algunos actos de imprudencia. Hace mucho que no leo en voz alta una carta, dirigida a mí, ante otros que no son sus destinatarios. En esos años, en cambio, las cartas que yo recibía funcionaban como una especie de noticiero, de un solo ejemplar, que algunos más podían conocer. Las cartas eran comentadas y se discutía el contenido y el tono de la respuesta (ya que abundaban en ellas las discusiones). Finalmente, después de una circulación que duraba varios días, las guardaba.

Tengo, especialmente separadas del resto porque forman un fascículo casi independiente, las cartas de un amigo inglés. Cada una de ellas es un ejercicio de diferencias y contactos culturales. Son, también, cartas divertidísimas que me permitieron percibir algo de la experiencia de un intelectual vivida con un tono imposible de encontrar en un rioplatense. Todavía sigo recibiendo cartas de este amigo, a quien trato de escribirle cada dos o tres meses sólo para obtener una respuesta que renueve esa relación imaginaria con una cultura diferente. Probablemente porque son las cartas de un extranjero que le escribe a una mujer que es, para él, una extranjera, conservan algo de la novedad intensa de esas cartas escritas y recibidas durante la dictadura militar.



Desconocidos


En esos años también le escribí cartas a personas que no conocía, cuyos libros estaba leyendo. Interpretaba cualquier respuesta más o menos cortés como un gesto de amistad emocionante. Yo leía pocos libros y con extrema lentitud, porque estaba pasando por una transformación ideológica complicada, ese tipo de proceso en el que las amistades in-telectuales son decisivas. Pero, excepto Carlos Altamirano, no había muchos amigos alrededor, sólo aquellos tres o cuatro con quienes las discusiones eran, como en la adolescencia, hasta el amanecer y continuaban durante días y días. Entonces, las cartas a desconocidos funcionaban casi como las cartas de los amigos exiliados. Eran señales de que yo estaba leyendo lo que ellos escribían o los libros que ellos citaban. Esa coincidencia me ayudaba a pensar que ellos y nosotros no estábamos completamente separados sino que había un momento, en el mismo día o en la misma semana en que nuestros ojos recorrían las mismas páginas. Para quienes estábamos físicamente cortados del resto del mundo, esa especie de contemporaneidad era un sustituto de diálogo.


Estas operaciones imaginarias, hicieron que me sintiera amiga de Raymond Williams, de Ángel Rama o de Richard Hoggart, amistades que, por supuesto, ni a Williams ni a Hoggart se le hubieran pasado por la cabeza. A Ángel Rama lo conocí en 1980 y, afortunadamente, nos hicimos amigos de inmediato, pero ésa fue una casualidad.

También recibí cartas de personas a las que yo conocía casi nada, que no habían sido mis amigos, y que se convirtieron en amigos porque me escribieron una carta. Esas fueron amistades tan intensas como llenas de malentendidos futuros: amistades epistolares, que debieron superar el desafío del encuentro cara a cara. Cuando ese encuentro se produjo, a la caída de la dictadura, fue necesario traducir en gestos y en palabras "reales", los gestos escritos a los que nos habíamos acostumbrado. Sólo unas pocas amistades epistolares se convirtieron en amistades "presenciales". Sin embargo, en el momento de las cartas, para mí, esos desconocidos eran amigos del alma, tanto como los conocidos. Las cartas tenían poder, instauraban la confianza e, incluso, la confidencia.

No sé cómo fueron leídas mis respuestas a las cartas que recibí en esos años. Puedo hablar de las esperanzas que yo descifraba en las que recibía, de las desilusiones y los entusiasmos. Puedo recordar la ansiedad con que abría la casilla de correos y el golpe eléctrico que subía desde el estómago en el momento en que rompía el sobre y desdoblaba la hoja de papel de la que, a veces, produciendo una felicidad todavía más intensa, caía el recorte de un diario o una fotocopia. Pero no sé qué pasaba con mis cartas. Esa otra cara de la relación se me escapa. Como en toda amistad, hay un punto que será siempre ciego.


Fuente: Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura Siglo XXI Editores. 2001.



Valeria Vaccaro Carta 2019  Mármol de carrara, tinta y sobre

Valeria Vaccaro "Carta". 2019. Mármol de carrara, tinta y sobre



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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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