I.
Mi primera cita fue un plagio, quise ser original y terminé repitiendo lo que había visto en la televisión. Un plagio raro, un híbrido a medio camino entre alguna serie argentina de los noventa tipo Verano del 98 y seguro algo de las novelas de la tarde que me hacía ver mi abuela mientras esperábamos que mi papá me pase a buscar después de trabajar. En las citas románticas de la tele se repetían una y otra vez los mismos gestos, una misma orientación.
Ahí aprendí que los que acuden a una cita quieren, entre nerviosismos, gustarse. Mi mamá me contaba las citas que mi abuela imaginaba para ella: “el tipo tiene que bajarse del auto, abrirte la puerta, esperar a que te subas y quedarse al lado hasta cerrarla”. Mi mamá le preguntaba a mi abuela Leticia: ¿y qué pasa si no tiene auto? Ella respondía determinante: “no va gustarte nunca alguien que no tenga auto”.
II
Juliana, la mayor de las primas del lado materno y la más hermosa, repetía siempre que sus citas eran una performance, podía jugar a ser otra cada vez. Nunca le gustaron los chicos, pero tenía que disimularlo delante de la familia y de sus amigos. Sus “amigos”, de ese momento, eran todos hijos de milicos y perfectos chupacirios que le habían quedado del colegio católico a donde hizo la primaria y la secundaria en el barrio de Belgrano. En lo que respecta a la familia teníamos una abuela que seguía diciéndonos cosas similares a las que, años antes, le metía a sus hijas en la cabeza. Mi mamá y mi tía estaban bien aprendidas, se habían casado con hombres con autos y otras propiedades inmuebles.
Juli tenía citas en lugares estratégicos donde pudiera ser vista por algún conocido o familiar. Estaba cansaba de escuchar que mi abuela le preguntara: “y vos nena ¿novio para cuándo?” Ella quería ser descubierta en sus citas sin importar que sean siempre chicos distintos. Prefería que la llamen “rapidita” a tener que escuchar que le dijesen torta.
III.
Mi madre nunca se llevó bien con su hermano más chico. Ella decía que era un mujeriego, que “pensaba con la cabeza de abajo y no con la de arriba”. Mi tío Mario tenía unos 10 años menos que mi vieja. Una vez, mientras entrenaba a mi primo en el arte de la masculinidad, lo escuché decir que “a Él no le gustaba ir de putas, a Él le gustaba seducir, sentirse un Casanova.”
Después de siete años de casados y dos hijos, su mujer le encontró conversaciones en el Messenger; después de varias metidas de pata como dejar el chat abierto, y luego de cientos de metidas de cuernos, se separaron.
Un domingo de invierno, un día 29, mi ex-tía y su ex-mujer, pidió la palabra mientras almorzábamos ñoquis de papa. Sacó de su bolso una carpeta azul con varios folios y comenzó a leernos uno por uno los chats de su ex-marido, mi tío. Casi una performance. Los tenía separados por la actividad profesional inventada.
Mi tío conseguía citas mintiendo: a algunas les decía que era piloto de avión, que estaba en la ciudad solo un día; a otras que era ingeniero químico y vivía en Suecia que tuvo que irse con la crisis del dos mil y que estaba en Buenos Aires porque un laboratorio le ofrecía un puesto de trabajo para repatriarse; inventaba que era estanciero, que vivía en un campo en La Pampa y era dueño de dos mil hectáreas y que buscaba alguien que lo acompañase en esa enorme llanura solitaria. A mi tío le encantaba fabular ante sus posibles presas.
Mientras Stella leía, Mario decía que ella estaba loca, que se había inventado todo. Pero ella continuaba recitando las partes resaltadas con amarillo flúor de los diálogos que tenía impresos en hojas A4.
Después de ese almuerzo familiar, mi tío se mudó al cuarto donde nos quedábamos nosotros, los nietos, en la casa de mi abuela. Unos años después del divorcio, Lucía, una de las chicas que cuidaba a la abuela se hartó y lo denunció por abuso.
III.
Mi abuela siempre tuvo quien la cuide cama adentro, pagaba mes a mes una prepaga y le pasaba plata a tres de sus hermanos, a esos que más les costaba llegar a fin de mes.
Su mamá había tenido doce hijos y se casó muy jovencita, a los quince. Todos los críos eran seguiditos, tres se murieron cuando eran chiquitos. De las cinco mujeres, cuatro “se casaron bien” porque: “todas éramos chicas lindas”. Los hombres de la familia se la rebuscaron como pudieron y algunos se convirtieron en machos proveedores.
A mi abuela le gustaba ir a sus citas médicas acompañada de Lucía. Lucía era rápida y prestaba atención a los detalles más mínimos que a la Señora Leticia se le pasaban. Estaba mayor y casi no escuchaba, tampoco quería usar audífonos. Para ella era un bulto grande en la oreja, y ella había aprendido de su suegra que, si se salía de la casa, se tenía que estar impecable, como si se fuera a tener una primera cita. Así el aparato se le volvía un estorbo a su paquetería .
VI.
Mi amigo Lucas delante de nuestra bandita de amigos de la secundaria decía que las primeras citas si salen bien se sellan con lenguas, desnudos y fluidos. Si salen mal cuando acaban “si nos hemos visto, no me acuerdo”. Si salen bien, pero bien-bien y el sexo es bueno, hay que ordenarlas hacia una segunda.
A mis amigas, en cambio, les enseñaron a no tener sexo hasta la tercera cita, cómo mínimo. A mi hermana, mi abuela le decía que tenía que llegar virgen al matrimonio. A mi hermano, mis papás le repetían que no se le ocurra aparecer con una chica en casa hasta que no sean novios y que, para serlo, tenían que pasar al menos, siete citas. Siete veces escuché: “hasta que la muerte los separe”. Una vez escuché que “el tiempo prolongado sin citas puede sentirse como la muerte ”, algo así decía el papá de Lucas, que para mantenerse casado tenía aventuras. Los affaires le servían para no aburrirse, le gustaba sentirse que estaba de caza.
En derecho aprendí que una aventura era un ilícito suficiente para causar un divorcio y tener que dividir bienes. En la familia de Lucas, su mamá, Sandra, sabía lo que hacía su marido, pero prefería mantener la familia y el patrimonio unido antes que aventurarse al divorcio. Antes de terminar la secundaria, el matrimonio recibió una citación judicial con una carta de embargo. El papá de Lucas se había metido en un crédito, y se había olvidado de pagar. Un día volviendo del colegio juntos vimos a dos tipos de civil y dos policías en la puerta de su casa. Ese mediodía Lucas almorzó en mi casa.
V.
La primera vez que estuve con Lucas no fue una cita, teníamos catorce o quince años. Empezamos jugando a golpearnos las pelotas con la regla mientras hacíamos la tarea de geometría. Después del estacazo secó que le di, se hacía el de llorar. Me dijo que me quería mostrar cómo se le habían hinchado las bolas con el golpe, se bajó los pantalones y me mostró su erección.
Mis primeras citas de adolescente fueron normativas: Mariana, Flor y Mica. Antes que citas, prefería hacer otras cosas con Lucas, a escondidas; en el parking del club donde hacíamos gimnasia; en el baño del tercer piso de la escuela durante las clases de plásticas (la profesora era una volada); en la vías cerquita del rosedal cuando salíamos en la bici; en plaza Alberdi, cerca de su casa cuando salíamos de los cumpleaños de 15; de vacaciones en la costa, dentro del Ford Galaxy mientras sus viejos dormían en la casa; a escondidas en el palier de su edificio cuando el interruptor nos dejaba a oscuras. Con Lucas nunca tuve una cita, y una de las siete veces que escuché “hasta que la muerte los separe” fue en su casamiento con Celeste. “Venimos de una cita entre dos cuerpos, un hombre y una mujer”, recitaba Lucas. La ropita que le regalaron a su beba cuando nació era rosa. A Lucas y a Celeste les gustaba la norma. Norma hubiese sido un nombre muy adecuado para su hija.
VI.
De a poco aprendí que, muchas veces, el cruce era más potente que la cita. Avenida Santa Fe era un horizonte plagado de miradas. Unos destellos deseantes salían de los ojos de tipos que volvían del laburo, pibes que caminaban de ida o de vuelta a la universidad, todos yirando. Me gustaba estar alerta a esa chispa en la mirada de algunos, poder distinguirla de los cuerpos alienados, cabizbajos y tristes. Los cuerpos yirantes iban moviéndose, o siendo movidos, en una danza urbana de persecuciones consentidas entre sentidos y sin-sentidos. Orientaciones desviadas que, de a poco, suplantaron su circulación por mirar a la pantalla del celular. Encuentros interceptados por la geolocalización que prometía sexo rápido y un catálogo de cuerpos interminable. Si caminando aprendí el deseo; en el mundo digital de las citas aprendí la perfo que se tenía que hacer en una quedada, el valor de los cuerpos normativos y masculinos, el rechazar y ser rechazado, y otros códigos distintos a los de la calle.
VII.
Mi abuela nunca se enteró por qué me gustaba ir a visitarla y por qué me quedaba tan poco tiempo. Decía: “¡visita de médico hacés! ¡ni a comer te quedás!”. Ella vivía en Avenida Santa Fe casi Rodríguez Peña. Esa caminata para mí era una gloria. Si bien no podía hacer nada; mi mamá le avisaba a su mamá a qué hora salía de casa y viceversa, mi abuela la llamaba delante mío diciéndole que ya estaba volviendo a Belgrano; esos paseos solo me sacaban del encierro que viví hasta que pude pagarme un departamento, vivir solo y dejar de pedirle a mis amigas que mintieran que estaba con ellas mientras me veía con alguno.
Mi prima Juliana me salvó de varios líos cuando no llegaba a casa. Si no le respondía los SMS o las llamadas a mi viejo porque estaba de cita, empezaban a intentar localizarme por todos lados. Juli inventaba alguna coartada extraordinaria que después me la mandaba por mensaje de texto. Por ejemplo, tuve que rehacer muchos trabajos prácticos para la facultad que duraban hasta largas horas de la noche, esa idea magistral me la dio la prima. Esa complicidad con mi prima me permitió disfrutar un poco más y tener mi vida. Así entonces, de a poco, cuando entré en confianza con mis amigas de la facultad no necesité más a Juli. Aunque muchas de las chicas de la universidad reaccionaban peor de lo que hubiera actuado mi papá si le decía la verdad. A algunas de ellas también las seducía la norma.
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