Junio del 59. Noche fría y lluviosa en Buenos Aires. En Belgrano. En la cocina, cenando, calentitos con el brasero encendido. Esperábamos.
El ojo mágico del dial de la radio se abría y se cerraba buscando la sintonía que nos permitiera escuchar con nitidez. De pronto, con un fondo de disco de pasta rayado, surgió la voz: “Amigos de la Argentina, desde el Madison Square Garden de Nueva York, los saluda Tito Caffarelli, de la Cabalgata Deportiva Gillette. En una noche estelar en la que el campeón mundial de peso pesado, Floyd Patterson, se medirá con nuestro compatriota, Armando “Aparato” Herrera.
Nadie sabía que ese hombre era mi viejo.
En los días previos la prensa especializada se preguntaba: ¿quién era este ignoto peleador venido de las pampas argentinas? ¿acaso un nuevo Firpo? Preguntas sin respuestas. Casi nadie lo había visto boxear. En eso consistía, probablemente, una de sus ventajas.
Era un salvaje amateur surgido de una clasificación; un sediento de nada.
Patterson, en cambio, estaba en la cima de su carrera. Era muy popular, el boxeador del momento. Tres años antes había ganado el título noqueando al veterano Archie Moore en cinco asaltos, convirtiéndose, a los veintiún años, en el campeón más joven de la historia de la categoría.
Estaba ahí nomás su infancia pobre en Waco, Carolina del Norte, la internación en un reformatorio a los diez años. Era el menor de once hermanos y el box lo había ligado a la vida, lo salvó. Por lo demás, lo entrenaba el experto Cus D’Amato en su gimnasio de Gramercy, con quien ya había logrado el oro olímpico en Helsinki.
A mi viejo lo conocíamos solo nosotros y sus compañeros del puerto de la Boca. Allí había trabajado varios años hombreando bolsas en la carga de los barcos. Por eso desarrolló un cuerpo macizo y contundente.
Como era muy malo para el fútbol, el apodo de “Aparato” se lo había ganado a costa de perder innumerables goles frente al arco. Por eso, de vez en cuando, le gustaba hacer sombra y darle a una bolsa colgada de una barra en el patio de su casa de infancia.
Con mis hermanos, ahora, lo espiábamos ensayar a repetición el gancho de zurda ascendente contra nadie. Era su golpe preferido y en el que más confiaba. Por las noches, se ponía ropa de gimnasia y hacía cuerda y footing por los lagos de Palermo, cinco o seis kilómetros cada vez.
Se había presentado a esa ronda clasificatoria sudamericana en silencio, a espaldas del mundo, muy bien entrenado, seriamente, a conciencia. Era una oportunidad única. Quien la ganara tenía como premio una pelea, aunque el título no estaría en juego, con el campeón mundial Floyd Patterson, en los Estados Unidos. De las cinco peleas ganó tres por nocaut, una por puntos y empató en la última con un colombiano. En el desempate, dicen que ganó por nocaut en el primer round.
Ni La Razón ni El Gráfico le habían dado espacio a ese evento. Apenas breves reportes, que mi vieja había recortado y guardado, reparaban en la serie que mi viejo había ganado.
Cuando llegó a casa un sobre con el billete de avión a Estados Unidos, no lo podíamos creer. ¡Un pasaje de avión en casa, a nombre de mi viejo! ¡A Nueva York! No, esto era de otro mundo, era demasiado.
Desde el corazón de la radio la voz de Tito Caffarelli emergía ondulante: “Patterson es una máquina. Se apoya en su juventud y en su fuerza de voluntad. No luce fino, no es un estilista, pero tiene un golpe, “el puñetazo de la gacela”, con el que ha noqueado a tantos”.
El gazelle punch consistía en agacharse con la pierna izquierda adelantada, dar un paso rápido hacia adelante y, mientras subía la guardia, golpeaba la mandíbula del rival con el puño izquierdo. El negro pegaba, entonces, con todo el
peso de su cuerpo, con la fuerza de las piernas, con el envión de la cadera y la velocidad de los brazos, de modo que la piña resultaba mucho más potente.
“¡Cuidate Aparato, cuidate!”, decía Caffarelli.
Herrera viajó solo. No hubo dinero para nadie más. Se alojó en un hotel barato, cerca del Madison, en 36 entre Séptima y Octava, que la organización cubrió de punta a punta. Todas las mañanas, bien temprano, salía a correr por el Central Park. Un raro corriendo a esa hora. Luego regresaba al hotel, descansaba un rato, almorzaba abundante, siesta y vuelta a correr. A la caída de la tarde, en el gimnasio que le facilitaron, hacía guantes con un sparring bajo la mirada del técnico puertorriqueño, puesto, también, por la organización.
Se sabe que no se puede subir al ring sin técnico y ayudantes que lo asistan, el reglamento no lo permite.
Por las noches cenaba liviano a las ocho y a las nueve ya estaba durmiendo. En ese momento, la cabeza le daba vueltas, se llenaba con las imágenes de los crotos en las veredas de la ciudad, y que para él eran un impacto indescifrable. Así fueron los quince días previos a la pelea.
En las pocas llamadas por teléfono que nos hizo, decía que su principal preocupación era no pasar vergüenza. No perder por nocaut en el primer round o no ser vapuleado y humillado por una andanada de golpes y terminar con la cara desfigurada en una ambulancia rumbo a un hospital. Por lo demás, confiaba, íntimamente, en que su gancho de izquierda al hígado tuviera su oportunidad.
Aún me pregunto por cómo llegué hasta aquí. Miro la ciudad desde la ventana del hotel y me cuesta creer que estoy en Nueva York, en un piso veinte.
Me da vértigo.
Es una pena haber viajado solo, me hubiera hecho bien que alguien me acompañase, alguien con quien conversar. La única ventaja es que me concentro, hago mi trabajo, no me distraigo. Sé que tengo la parada más difícil de mi vida.
Estar a la altura ya sería un triunfo para mí.
Los días pasaban monótonos, parecían calcados. Mi viejo, nos había dicho, le temía a ese fenómeno, aunque no se lo decía a nadie; pensaba que podía hacerle perder concentración: entrenar todos los días, como nunca antes, lo llevaba a un estado de asfixia causada por la repetición.
La última semana previa a la pelea se puso más movida. La tensión crecía. Lo entrevistaron de varias cadenas de televisión y de radio. Recién ahí pudieron saber de su cara. Ni Tito Caffarelli, que se había acercado al gimnasio a reportearlo, lo conocía.
Es mejor así. Cuanto menos sepan de mí ayudará para que me consideren con más respeto o, al menos, con más curiosidad.
Ser para ellos un signo de interrogación me divierte.
Si llego a demostrarles que este don nadie tiene lo suyo, el desconcierto será aún mayor.
El pesaje fue el viernes por la mañana en un hotel lujoso de la Quinta Avenida. Patterson llegó flanqueado de una runfla de asistentes, periodistas y fotógrafos que pugnaban por acercársele. El campeón lucía una bata roja, púrpura, que le daba un aura de rey mago.
Mi viejo, que ya lo esperaba al pie de la balanza, vestía la bata de satén negro que mi vieja había hecho. En la espalda, con su fina y amorosa mano, bordó en arco la palabra APARATO, y abajo, una intimidad, MI NEGRO.
Cuando los pusieron frente a frente para la foto, cruzaron las miradas terribles que daban cuenta de lo guapos que eran. Patterson le dijo: “Ratón, a vos te saco en el quinto. La hago durar hasta ahí para que la gente tenga un poco de espectáculo”.
Después de que le tradujeran, mi viejo, dicen que se reía, que lo miró con sorna y que, con una cachaza sobradora, le respondió: “Y a vos quién te dijo que llegás al quinto”. Nueva traducción y el negro que se le va encima queriendo pegarle allí mismo. Tuvieron que sujetarlo entre varios de su troupe. Se fue caliente, vociferando amenazas.
Los periodistas que presenciaron la escena, ni lerdos ni perezosos, y para calentar el horno, enviaron reportes a sus redacciones y a sus emisoras con titulares como “Aparato Herrera dijo que el campeón no llega al quinto”, “Patterson amenazado de nocaut”, “El amateur puso nervioso al campeón”.
Por fin, en un espacio sin interferencias, volvió la voz de Tito Caffarelli, que eufórico decía: “Señoras y señores el Madison está lleno. Se ve que la cargada de Aparato Herrera en el pesaje fue eficaz. Como en las noches más importantes del boxeo mundial, una multitud colmó el estadio para ver cómo el campeón querrá demostrar por qué lo es. También se percibe cierta incertidumbre, causada por este desconocido peleador venido desde el suburbio del planeta; su atrevimiento despertó simpatía. Los memoriosos tienen presente a Firpo. Pero las apuestas son realistas: cincuenta a uno a favor de Patterson”.
Sé que es difícil. Pensar en la posibilidad de dar la sorpresa me alivia, me da serenidad.
Es lo que necesito.
Sé muy bien de soledades y desamparos. Estar solo ha sido, en ocasiones, una compañía rara y profunda. Fue cuando más supe de mí.
Estoy jugado, sin nada para perder. Ahí me hago fuerte.
En el barrio de Belgrano la voz de Tito Caffarelli iba y venía, se perdía y reaparecía. Por momentos se estabilizaba durante unos minutos. Así pudimos escucharle decir que mi viejo saludaba al público haciendo la ve. Que algunos espectadores del ring side, sabiendo que era argentino, se habían acercado a preguntarle el porqué del gesto. Tito les decía que no lo sabía, que podía ser la ve de la victoria de Churchill o la de Perón vuelve. Por supuesto, se inclinaba por esta última.
Me acuerdo cuando me llevaron a un pueblito perdido en el oeste riojano, Santa Cruz, cerca de la cordillera.
Yo no sabía que me iba a quedar allí, lejos de mi familia, no entendía el motivo. Tenía siete años.
Caffarelli, exultante, casi gritaba: “Sonó la campana. Segundos afuera. Primer round. Patterson va a buscarlo enseguida. Aparato evita el cruce, camina el ring, bailotea y hace juego de piernas. El negro tira golpes que se pierden o dan en los brazos bien juntos del argentino quien, en todo el round, no lanzó ningún golpe. El también lo estudia”.
El segundo y el tercer round no pudimos escucharlo. La voz de Tito se perdía en el abismo del éter. Cuando apareció, de a ráfagas, supimos que habían tenido una diferencia respecto del primero: Patterson persiguiéndolo por todo el cuadrilátero y mi viejo esquivando y haciendo juegos de cintura. Caffarelli decía que el campeón estaba fastidiado porque su oponente rehuía la pelea. Hasta llegó a hacerle con los brazos el gesto callejero de “vení, peleá cagón”, al que mi viejo respondió con una sonrisa que enardeció al negro, que se le fue encima con una andanada de golpes que “Aparato” no pudo neutralizar. Un cross de derecha en el pómulo izquierdo lo tiró a la lona. Esperó a que la cuenta llegara hasta ocho y se levantó. Estaba consciente.
El público, entusiasmado, se levantó y comenzó a alentar ruidosamente al campeón. Se estaba dando lo que había venido a ver. El olor a sangre lo enardecía.
Desde el rincón, el puertorriqueño le decía que lo estaba haciendo bien, que no se preocupara, que siguiera manteniendo la distancia con el jab de izquierda, que evitara el golpe por golpe, que siguiera bailoteando y no le diera en ningún momento un frente pleno, siempre mostrándole un perfil.
El repuesto Caffarelli nos recordaba que Patterson era el campeón, y que con su astucia y la variedad de golpes que tenía, en la mitad del cuarto round conectó otro directo de derecha en el centro del rostro del argentino. Como su apodo lo indicaba, y así lo relató Caffarelli, mi viejo cayó otra vez, aparatosamente.
Todos pensaron que no se iba a levantar más, que la pelea llegaba a su fin, que Patterson anticipaba en un round la advertencia - amenaza que había hecho. Pero no, gritaba Caffarelli. Nuevamente, “Aparato” esperó a que el árbitro contara hasta ocho y se levantó.
Se cree que me tiene liquidado. Se equivoca. Voy a salir de ésta.
Todavía no sabe quién soy y cuánto puedo resistir. No se la voy a hacer fácil.
Luego de que el juez le limpiara los guantes, comenzó a caminar el ring para seguir ganando segundos. Patterson lo persiguió decidido a rematarlo, tan confiado se sentía que lo sacaba, que se avalanzó con la guardia baja, y en eso mi viejo se paró de golpe, dio media vuelta y bien de frente le aplicó un uno dos a la cara seguidos de un uppercut al mentón.
El Madison enmudeció.
Sólo se oía en el estadio la voz de Caffarelli: “Nadie creía que fuéramos a ver lo que estamos viendo: el campeón del mundo de rodillas en la lona”. Alcanzó a levantarse y sonó para él el gong salvador.
La voz de Caffarelli adjetivó desmesurada: “¡¡un round electrizante, impactante, tres minutos que duraron un siglo, una batalla épica!!”
Parecía que los boxeadores, el relator, los oyentes, estábamos un tanto exhaustos. Se suponía, entonces, que recuperado y herido en su amor propio y alentado por su gente, el negro, finalmente, cumpliría con su palabra. Se iniciaba el quinto round, en este iba a noquearlo. Cuando Caffarelli mencionó esto, mi vieja, de tan nerviosa que estaba, no quiso seguir escuchando y se fue a su habitación.
Quedé solo. Como el frío insistía, avivé las brasas y calenté un mate cocido que acompañé con galletitas y un pedazo de queso. Tenía miedo, un leve temblor en todo el cuerpo se volvió ingobernable. Apuré el mate cocido y serví otro. La noche prometía ser más oscura todavía. Me pregunté por lo que estaría pensando mi viejo en ese momento.
Va a salir a matarme. Sus propias palabras lo presionan para que las cumpla.
Si no lo logra, la gente, que apostó a que me noqueaba en el quinto, se lo va a hacer notar.
Tengo que sacarle el cuerpo y esperar mi oportunidad. Si paso este round la cosa mejorará para mí.
Tenete fe Armando.
Recién al minuto y medio de ese quinto round reapareció la voz de Caffarelli que decía: “Aparato se defiende con la guardia cerrada. Patterson insiste con una seguidilla de golpes al cuerpo que Herrera asimila bien. El negro lo quiere tirar en esta vuelta. El público comienza a gritar pidiendo que lo saque. Dramático momento para el argentino que de manera un tanto suicida acepta el cambio de golpes. Se oyen los gritos del puertorriqueño que le pide que tome distancia. Aparato sangra de la nariz. Se mantiene en pie. Termina el round. Patterson no pudo cumplir con su promesa”.
Con esto algo ya gané, y él algo ya perdió. Estoy bien, el aire entra fácil.
Las piernas responden.
Tengo que mostrarle que no pudo.
El sexto el séptimo y el octavo casi no pude oírlos. Sentía que me sumergía en un pozo negro de desesperación. Solo en esa cocina casi no podía conmigo mismo; tomado por la impotencia tuve que hacer un esfuerzo extremo para no descargar la furia sobre la radio.
Pulsando suavemente la perilla del dial busqué la sintonía que el ojo mágico no encontraba. Poder oir me acercaba a mi viejo y así lo acompañaba. La transmisión retornó borrosa, la voz de Tito Caffarelli emergía apenas de la masa ruidosa de las interferencias. Supe entonces que mi viejo había caído tres veces, una en cada round, y que estaba maltrecho por el castigo que estaba recibiendo.
El negro le había abierto una herida profunda en la ceja izquierda, de la cual manaba abundante sangre que en el rincón no podían parar. Se temía que el árbitro detuviera la pelea y declarase ganador al campeón por nocaut técnico. Pero no sucedió.
Mi viejo salió al noveno con el sólo propósito de aguantarlo y llegar así al décimo final. Caffarelli, que parecía, también él, ya fatigado de relatar una pelea que, se dijo, iba a durar la mitad de lo que se había extendido, no sabía cómo modular la euforia que sentía porque Aparato había llegado hasta ese tramo de la pelea. Y decía, al terminar el asalto: “Estimados compatriotas, asistimos a un encuentro fenomenal, desparejo, sí, pero con un púgil argentino que está mostrando una entereza admirable, que ya se ganó el respeto de este público incrédulo ante lo que está viendo. Aparato Herrera con esta pelea, escribe una página gloriosa del boxeo nacional. Nunca antes me había tocado relatar un duelo tan emocionante”.
No es con vos Patterson. Me doy cuenta de que no es con vos. Vos sos negro y yo soy cabecita negra.
En mucho nos parecemos.
Fuiste pobre, yo soy pobre.
Ya le peleaste a la vida y ganaste. Yo, todavía no.
Yo todavía la sigo remando. Sigo pegándole para saber si la ablando un poco. Sé que me vas ganando, pero no como vos querías. No te voy a dejar.
Décimo y último round. Milagro radial: la transmisión se escucha nítida, sin interferencias. La voz de Caffarelli, como los cuerpos de los boxeadores, saca fuerzas de donde no la tiene. “Amigos de Argentina, el Madison explota, aturden los gritos de la gente, el volumen es ensordecedor. Los dos púgiles se saludan chocando los guantes.
En seguida Patterson va a buscarlo para liquidar el pleito de una buena vez. Se nota la rabia del campeón.
Aparato sigue sangrando de la ceja izquierda y notamos que el ojo derecho lo tiene entrecerrado, tumefacto, casi no ve el crédito de Belgrano. El negro lo encierra en un rincón y con un gancho ascendente al mentón logra derribar al argentino, quien se levanta rápidamente. Patterson arremete decidido y coloca un jab de izquierda seguido de un directo a la frente de Herrera que cae nuevamente. El árbitro llega hasta ocho y Aparato se levanta. Es increíble la resistencia de este muchacho. Está sentido, me parece que no llega a terminar la pelea”.
No te voy a dejar. No te voy a dejar. No te voy a dejar.
“Intercambian golpes. El campeón está mucho más entero. Lo lleva a un rincón. Aparato se agazapa, se defiende, esquiva todo lo que puede. Patterson golpea con furia, vuela el protector bucal de Herrera y puede verse cuánto sangra por la boca. Da un paso atrás el negro para tomar distancia y aplicar un golpe más certero. Aparato ve el flanco derecho al descubierto y con el último aliento que le queda y con todo el amor propio que le sobra, lanza el gancho de zurda ascendente al hígado.
Seco, preciso, único.
Y el negro queda paralizado, con la boca abierta, sin aire, encorvado, con un gesto en la cara de sorpresa desesperada y se va de cara a la lona. Una exclamación de silencio atronador cae sobre el estadio”.
Mi viejo, bamboleante y por la poca visión que tenía se equivoca de rincón. El árbitro lo lleva al que corresponde y comienza la cuenta: “one, two, three, four, five”. Mi viejo oye lejana la voz del juez que sigue: “seven, eight”. La voz se va perdiendo en una bruma que va ganando su conciencia.
No alcanza a escuchar el “out”.
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