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Foto del escritorRevista Adynata

Cueros / Rocío Feltrez

(…) Habría que empezar de nuevo,

aprender a tocar las cosas, las personas

como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto

de apropiación, de la creciente codicia,

¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía,

de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo

sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución

sea posible? Que sea posible sin embargo, pido,

apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe,

ante todo no dañar, como decían

los primeros médicos de la tribu.

Claudia Masin, “La venganza” en Lo intacto.




Para confirmar su existencia, para reafirmar su poderío, necesita una periódica lamida de ego. Detesta saberla deseante. No soporta que esa existencia con la que comparte los días viva una vida más allá de él. Su piel se crispa cada vez que deja de ser el protagonista de la historia. Las ansias de dominación lo dominan. Ella intenta mediar. No mostrarse tan deseante, no enojarse demasiado; ahorrarse un mal momento. No puede vislumbrar que aquello que se asfixia es vida. Lidia, también, con miradas cercanas que observan las escenas con pena y resquemor. Ninguna amiga le acerca un mapa. No hay mano tendida para esa obrera del patriarcado de tiempo completo. Días y noches dedicándose a trabajos no remunerados para alimentar la imagen de la buena mujer, la buena esposa, la buena madre. Él, descansa en la comodidad del traje de Obelisco que le hicieron a medida. Desde que nació, a las trece en punto lo espera una mesa servida, una mujer que cocina, le sirve, lava, limpia, plancha y celebra todos y cada uno de los movimientos que hace. “Mirá qué lindo, qué cosa más hermosa, cuánta perfección, cómo se distingue, todo lo que sabe, yo no sé a quién sale, tan ingenioso, tan educado, tan inteligente”. Con ese ego inflado es parido al mundo. Lo espera otra mujer en cuya piel se han ido inscribiendo los dictados de la educación sentimental de la época, y anhela cumplir con los mandatos que el mundo social ha imaginado para ella.

Con el correr de los años la romantización de ese horizonte de felicidad de plástico se derrite de espanto. Y hay que blindar bien la piel para no querer rendirse; para no aceptar que ese que le han vendido como el mejor de los mundos posibles es un lugar horrible, que sólo se puede habitar a costa de acallar el deseo, volverse una muerta en vida, concretar una total desconexión entre los gritos del cuerpo y la cadencia cotidiana de la servidumbre y la violencia. Queda seguir justificando, mediando, explicando, tapando los cráteres que deja a su paso una existencia soberbia, construida sobre la misoginia, graduada en la escuela de la dueñitud. Las propiedades del amo se levantan sobre una fosa común de mujeres a las que la vida se les ha sido escamoteada. Tantos desabrazos, tanta desidia, tanta desatención, tantas muertes explicadas por la costumbre. ¿Y no hay nada más para decir que la costumbre? ¿Hay que conformarse con buscar el hueco que vuelva posible un respiro, la pausa que traiga el alivio, el oasis al que a veces llegamos por suerte o por casualidad? Hay una epidemia de la que a veces cuesta hablar: la de las crueldades, violencias y tiranías del tan humano supremac(h)ismo.

Sobre el final de “Tesis sobre una domesticación” de Camila Sosa Villada, se lee un relato del padre de la protagonista de la historia; una famosa actriz travesti que se casa con un gay bien galán, blanco y acomodado con quien adopta a un chico de seis años portador de VIH.

En ese relato se escuchan latidos de la crueldad.

El hombre cuenta que, cuando el hijo cumple seis años, junto a la madre deciden regalale al chico dos cabritos: Pinki y Dinki. Desde ese instante y hasta el desenlace trágico, estos amigos inseparables acompañan a la criatura al colegio, lo reciben a los saltos y lo esperan para jugar. En el cruce de esas miradas se dibujaba un trazo intermitente de felicidad; se volvía posible arrancarle al mundo un trozo de dicha; encontrar un descanso, sentir la calma, pausar por un momento el punzante asedio del tedio de existir entre violencias y crueldades. Pero el fulgor de esa coincidencia interespecie hacia latir la herida del hombre de la casa. Esa felicidad le recordaba, una y otra vez, eso de lo que estaba privado. “Yo no podría soportar esa alegría”–narra el padre.

¿Cómo un cuero así de endurecido podría soportar tanta ternura?

Una mañana, mientras el hijo estaba en el colegio, apremiados por la necesidad pulsante de la pobreza, el padre y la madre deciden carnear a los cabritos y vendérselos al tío. Cuando el chico regresa a la casa llama a sus amigos no humanos para comenzar una vez más el sagrado ritual del juego, pero sólo oye el silencio poblado del monte. La madre y el padre, que habían ensayado una respuesta para apaciguar un dolor inevitable, le dicen al chico que, como este año Papa Noel andaba necesitando ayuda para repartir los regalos de navidad, ellos decidieron donarle a Pinki y a Dinki al señor de barba blanca para alivianarle la tarea. Con la explicación el hijo se queda triste, pero tranquilo. Hasta que, de pronto, va al patio y avista el horror. Así lo cuenta el padre:

La cosa es que no nos habíamos dado cuenta con la madre de que habíamos dejado los cueros de los cabritos colgando de la soga de la ropa. Para curtirlos. Se le pone sal y se lo deja secar así al cuero. Pobrecito m’hijo. Salió al patio y vio los cueros de los cabritos, agachó la cabecita y se metió adentro de la casa.

La imagen fatídica dejó al hijo sin habla ni apetito. La criatura se mantuvo así por días hasta que, como sentencia el padre, “me cansé y le bajé los pantalones a cintazos para que aprendiera a no preocuparnos”. Esa noche, sobre el padre, se recuesta la amargura: “eso que había hecho me dolía más a mí que a él”. Los latigazos de la crueldad, a veces, rebotan; la descarga de esa fuerza, redobla sufrimientos. Así, las pieles se endurecen hasta no sentir más nada. O viven temerosas, esperando el momento del zarpazo; el silencioso espasmo que produce la sacudida de una ferocidad aciaga.

Sólo una piel muerta puede recibir el tratamiento que la convierte en cuero.


Veky Power: "La papisa" del tarot "X encima de todx" Instagram: @veky.power

(ideas, notas, rumias de una tesis en preparación)

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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