Escribir: para no dejarle el lugar al muerto, para hacer retroceder al olvido, para no dejarse sorprender jamás por el abismo, para no resignarse ni consolarse nunca, para no volverse nunca hacia la pared en la cama y dormirse como si nada hubiera pasado; nada podía pasar.
Mi escritura mira. Con los ojos cerrados.
¿Quién puede definir lo que quiere decir «tener»?; ¿dónde sucede el vivir?; ¿dónde se asegura el gozar?
Primero escribí en verdad para cerrarle el paso a la muerte. A causa de un muerto.
Con una mano, sufrir, vivir, palpar el dolor, la pérdida. Pero está la otra: la que escribe.
¿Escribir? Ni lo pensaba. Soñaba con eso todo el tiempo, pero con el pesar y la humillación, con la resignación, la inocencia de los pobres. La Escritura es Dios. Pero no el tuyo.
Yo comía los textos, los chupaba, los mamaba, los besaba. Soy el niño innumerable de su multitud.
Pero ¿escribir? ¿Con qué derecho? Después de todo, los leía sin derecho, sin permiso, a sus espaldas.
¿Escribir? Me moría de ganas, de amor, dar a la escritura lo que ella me había dado, ¡qué ambición! Qué imposible felicidad. Alimentar a mi propia madre. ¿Darle a mi vez mi leche? Loca imprudencia.
Todo en mí complotaba para vedarme la escritura: la Historia, mi historia, mi origen, mi género. Todo lo que constituía mi yo social, cultural. Empezando por lo necesario, que me faltaba, la materia en la cual la escritura se talla, de la que se arranca: la lengua.
Tú puedes desear. Puedes leer, adorar, ser invadida. Pero escribir no te está concedido.
Hablar (gritar, aullar, rajar el aire, la rabia me impelía a eso sin descanso) no deja huellas: tú puedes hablar, -eso se evapora, los oídos están hechos para no oír, la voz se pierde. ¡Pero escribir! Sellar un contrato con el tiempo. ¡Anotar! ¡¡¡Hacerse notar!!!
– Eso está prohibido.
– no tengo lugar donde escribir. Ningún lugar legítimo, ni tierra, ni patria, ni historia que sean mías.
Nada me corresponde – O bien todo y no más a mí que a cualquier otro.
– No tengo raíces: en qué fuentes podría hallar alimento para un texto. Efecto de diáspora.
– No tengo lengua legítima. En alemán canto, en inglés me disfrazo, en francés robo, soy ladrona, ¿dónde iba yo a recostar un texto?
– Hasta tal punto soy ya la inscripción de una distancia, que una distancia más es imposible. Me dan esta lección: tú, la extranjera, insértate. Toma la nacionalidad del país que te tolere. Pórtate bien, entra en vereda, en lo común, en lo que imperceptible, en lo doméstico.
He aquí tus leyes, no matarás, serás muerta, no robarás, no serás una mala recluta, no estarás loca ni enferma, sería una falta de consideración con quienes te hospedan, no zigzaguearás. No escribirás. Aprenderás las cuentas. No te tocarás. ¿En nombre de quién iba yo a escribir?
(«Ella sólo se despierta al contacto del amor, antes de ese momento es sólo sueño. Pero en esta existencia de sueño se pueden distinguir dos etapas: primero el amor sueña con ella, luego ella sueña con el amor.»)
Arriba, vivo en la escritura. Leo para vivir. Leí muy pronto: no comía, leía. Siempre «supe» sin saberlo, que me alimentaba de texto. Sin saberlo. O sin metáfora. Había poco sitio para la metáfora en mi existencia, un espacio muy restringido, que a menudo yo anulaba. Tengo dos hambres: una buena y una mala. O la misma sufrida de modo diferente. Tener hambre de libros era mi alegría y mi tormento. Libros, casi no tenía. No hay dinero, no hay libro. Roí en un año la bilbioteca municipal. Yo mordisqueaba, y al mismo tiempo devoraba. Como con los pasteles de Jánuca: pequeño tesoro anual de diez pasteles de canela y jengibre. ¿Cómo conservarlos consumiéndolos? Suplicio: deseo y cálculo. Economía del tormento. Por la boca aprendí la crueldad de cada decisión, un mordisco, lo irreversible. Guardar no es gozar. Gozar y no gozar más. La escritura es mi padre, mi madre, mi nodriza amenazada.”
Fuente: Cixous, Hélène (2006). De La llegada a la escritura. Traducción de Irene Agoff. Editorial Amorrurtu, 2006.
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