Antes de tratar de la Magia, como de cualquier tema, es necesario ver en qué sentido se subdivide la palabra: es que hay tantos sentidos de la palabra magia como tipos de magos. Mago ha significado en primer lugar sabio: lo eran los trimegistos en Egipto, los druidas en la Galia, los gimnosofistas en India, los cabalistas entre los hebreos, los magos en Persia (desde Zoroastro), los sofistas[i] entre los griegos, los sabios entre los romanos. En segundo lugar, se emplea el término de mago para designar el que cumple prodigios por la sola aplicación de principios activos y pasivos, como vemos hacerlo en medicina y en química: es lo que llamamos comúnmente la magia natural. En tercer lugar, se habla de magia cuando se rodea a esas operaciones de ciertas circunstancias que las hacen aparecer como las obras de la naturaleza o de una inteligencia superior, y eso a fin de acarrearla admiración por esas ilusiones: este tipo de magia es llamado magia de los prestigios. En cuarto lugar, si se recurre a la virtud de simpatía y de antipatía de las cosas, como cuando unas sustancias rechazan, transmutan o atraen otras sustancias (así como el imán y cuerpos parecidos cuyas operaciones no se reducen a las cualidades activas y pasivas sino que atañen todos al espíritu o al alma que existe en las cosas), se habla con toda razón de magia natural. Si se añade a esto, en quinto lugar, palabras, fórmulas, relaciones numéricas y temporales, imágenes, figuras, sellos, caracteres o letras, se trata de una magia intermediaria entre la magia natural y la magia extra-natural o sobrenatural, que hay que llamar propiamente magia matemática, o mejor aún filosofía oculta. En sexto lugar, se habla de magia si uno se entrega al culto o bien a la invocación de inteligencias y de potencias exteriores o superiores, a través de los ruegos, las consagraciones, las fumigaciones, los sacrificios o los ritos precisos y las ceremonias dedicadas a los dioses, demonios y héroes: o sea a fin de atraer un espíritu en sí mismo, para devenir su vaso y su instrumento, y parecer de ese modo sabio (aunque sea fácil purgar esta «ciencia» y este espíritu con un simple filtro), y es la magia de los desesperados, los cuales acogen los malos demonios en los que han desembocado al servirse del Arte notorio[ii] ; o sea a fin de comandar y gobernar a los demonios inferiores con el apoyo de los principales demonios superiores, honrando y vanagloriando a los unos, esclavizando a los otros a través de conjuraciones y abjuraciones. Se trata entonces de la magia trans-natural o metafísica, que propiamente se llama teurgia. En séptimo lugar, se habla de magia cuando las abjuraciones o invocaciones no tienen por objeto los demonios y los héroes mismos, sino que sirven sólo de intercesores para hacer surgir las almas de los difuntos, de cuyos cadáveres (todo o partes) se extraen oráculos a los fines de adivinar y conocer cosas ausentes o futuras: este tipo de magia se llama, en referencia a su materia prima y a su propósito, la necromancia. Si esta materia llegara a faltar y en su defecto se busca el oráculo por intermedio de un energúmeno, un poseído, invocando el espíritu íncubo que yace en sus entrañas, entonces esa magia merece ser calificada de pitónica: tal como aquellos que eran visitados («inspirados», si se puede decir así) por el espíritu de Apolo Pitón en su templo. En octavo lugar, se habla de magia cuando al encantamiento se añaden fragmentos de objetos, vestimentas, excrementos, secreciones, huellas y todo lo que, se cree, ha recibido por simple contacto un poder de comunicación para liberar, ligar o debilitar: semejantes prácticas, en tanto tienden hacia el mal, caracterizarán al mago al que se dice maléfico; si tienden hacia el bien, ligándose a ciertos tipos de asistencias y remedios, se colocará al mago en el rango de los médicos; aunque apunten finalmente a dañar al extremo, a dejar morir, se hablará de magos benéficos. En noveno lugar, se califica también de magos a todos aquellos que se esmeran en adivinar por un medio cualquiera las cosas ausentes o futuras: ese propósito les vale la denominación general de adivinos. Se cuentan entre ellos cuatro grandes especies, que corresponden a los cuatro elementos (el fuego, el aire, el agua y la tierra), de los que derivan los nombres de piromancia, hidromancia, geomancia; o tres, si se funda sobre el triple objeto del conocimiento (natural, matemático y divino), en cuyo caso se habla de otras especies diversas de adivinación. Los augures, los arúspices, adivinan según los principios naturales o según el examen de los fenómenos físicos; segunda categoría, los geománticos se basan en la observación matemática, conjeturando de acuerdo a números, letras o líneas y figuras determinadas, como así también según el aspecto, el brillo y la posición de los planetas y astros análogos; finalmente a aquellos que predicen recurriendo a las cosas divinas tales como los nombres sagrados, las coincidencias de lugar, ciertos cálculos breves y el examen de las conjunciones, nuestros contemporáneos no los cuentan entre los magos (visto que ellos tienen ese término por peyorativo, por un escandaloso abuso de lenguaje), y en este caso se habla no de magia, sino de profecía.
En último lugar pues, los términos de mago y de magia pueden ser entendidos según una acepción infamante, al punto que la magia ya no posee su lugar entre las categorías citadas anteriormente, y el mago es tenido por un loco perverso que en virtud de un comercio y de un pacto con el diablo, ha adquirido la facultad de prestar asistencia o perjudicar. Tal es la resonancia del término, ciertamente no del lado de los sabios ni de los gramáticos, sino entre los encapuchados[iii] que han pervertido ese nombre de mago, en particular quien ha escrito el Martillo de las hechiceras[iv]. Es así como el término es empleado hoy por todos los autores de la misma calaña, como nos daríamos cuenta leyendo las apostillas y los catecismos de sacerdotes ignorantes y quiméricos.
Si se pretende emplear pues el término de mago, hay que adoptarlo sólo luego de haber establecido estas distinciones, luego de haberlo caracterizado; o entonces, si se lo emplea de manera absoluta, es necesario cuidarse de seguir la enseñanza de los lógicos, en particular de Aristóteles en el libro V de los Tópicos, dándole su significación más rica y más elevada. Tal como se la emplea entre los filósofos, esa palabra mago designa un hombre que alía el saber al poder de obrar. No subsiste menos el hecho de que ese término, simplemente pronunciado, es generalmente tomado en su acepción corriente, fluctuando a voluntad de esos sacerdotes que filosofan profusamente sobre un malévolo demonio al que se llama diablo, o con otro nombre, según las costumbres y la superstición en vigor en pueblos diversos.
Una vez hecha esta distinción preliminar, concebimos la magia como triple: la divina, la natural y la matemática. Las dos primeras magias están necesariamente clasificadas entre las cosas buenas y excelentes; el tercer género de magia es bueno o malo según que los magos la empleen bien o mal. Aunque en la mayoría de las operaciones importantes, estos tres tipos se prestan mutuo concurso, la malicia, el crimen y el reproche de idolatría se encuentran en el tercer género donde puede suceder que uno se extravíe, que uno se abuse: lo que puede subvertir el segundo tipo, bueno en sí, hacia un mal uso. El género matemático no recibe aquí esta denominación de acuerdo a las categorías de lo que comúnmente llamamos matemática —la geometría, la aritmética, la astronomía, la óptica, la música, etc., sino de acuerdo a la semejanza y las afinidades que mantiene con éstas—. La magia posee en efecto semejanza con la geometría por las figuras y los símbolos; con la música por el encantamiento; con la aritmética por los números y los cálculos; con la astronomía por los períodos y los movimientos; con la óptica por las fascinaciones[v] de la mirada; y, universalmente, con toda especie de matemática, por el hecho de que ella es intermediaria entre la operación divina y natural —sea que participe de las dos, sea que se desvíe de las dos— del mismo modo que algunas cosas son intermedias por participación en los dos extremos y otras, en cambio, por exclusión de los dos extremos: en este último caso, uno apenas puede llamarlos intermediarios, pues atañen más bien a una tercera categoría, no tanto situado entre los otros dos como afuera de ellos. En resumen, según las categorías señaladas, vemos claramente que existe una magia divina, una magia física y una magia que pertenece a una categoría extraña a ambas.
(…)
A los tres grados de la magia nombrados arriba corresponden tres mundos: el arquetípico, el físico, el racional. En el arquetípico están la amistad y la lucha; en el físico, el fuego y el agua; en el matemático, la luz y las tinieblas. La luz y las tinieblas provienen del fuego y del agua, el fuego y el agua de la concordia y de la discordia; así pues el primer inundo produce el tercero por intermedio del segundo, y el tercero, por intermedio del segundo, se refleja en el primero. Dejando de lado los principios que conciernen a una magia tenida por superstición y que, sean lo que sean, no son buenos para dar al pueblo, nos volveremos hacia la contemplación de aquellos únicos que conducen a perfeccionar su sabiduría y pueden satisfacer a los mejores genios — aún si ningún tipo de magia es indigna de atención y de conocimiento—. Como dice Aristóteles en el prólogo de De anima, en lo que suscriben Tomás y otros teólogos llevados a la especulación, toda ciencia atañe a la especie de las cosas buenas. Conviene sin embargo que esas materias permanezcan a distancia del profano, del canalla y de la muchedumbre: puesto que no es nada bueno para el mundo que una raza de hombres impía, sacrílega, y naturalmente criminal pueda conducir al daño más bien que al beneficio de nuestros semejantes.
(…)
Entre las virtudes (las formas o los accidentes) que se transmiten de sujeto a sujeto[vi], unas son manifiestas, como las que son del orden de las cualidades activas y pasivas y de aquellas que proceden directamente de ellas —como calentar y enfriar, mojar y secar, ablandar y endurecer, unido y desunido. Otras son más ocultas y se apoyan en efectos ocultos como alegrar o entristecer, inspirar el deseo o el asco, el temor o la audacia; tales son las impresiones producidas por las imágenes externas gracias a la acción de la facultad intelectiva de la que goza el hombre (para las bestias, se habla de facultad estimativa), bajo el efecto de lo cual si un niño o un bebé ve una serpiente, o si una oveja ve un lobo, conciben fuera de cualquier experiencia la imagen de enemistad y el temor de la muerte o de su propia ruina —movimiento que se explica por el sentido interno que producen vivamente, pero indirectamente, las imágenes externas—. La naturaleza, en efecto, concediendo la existencia a las especies, les ha dado al mismo tiempo el apetito de conservarse tales como son; ha impreso además en todas las cosas una suerte de espíritu interior (o si se prefiere, de sentido interno) por lo que reconocen y huyen de sus enemigos más temibles gracias a una suerte de marca. Lo vemos no solamente en las especies dadas como ejemplos, sino en todas las que parecen muertas o débiles, y en las que sin embargo resta un espíritu deseoso de conservar a toda costa la susodicha especie; lo constatamos incluso en las gotas que caen simulando una forma esférica para contrarrestar su caída, y que, una vez caídas, para no dispersarse y perderse, se esfuerzan en concentrarse de nuevo y en reunir sus partículas para volver a formar una esfera. Igual para las pajas, las briznas lanzadas al fuego, las vainas del trigo y las envolturas que se bambolean como si quisieran huir de su propia corrupción. Este sentido ha sido insuflado en todas las cosas y en toda vida; uno no puede sin embargo hablar de sentido animal lo que según la acepción corriente remite a un alma individual [anima], en la medida en que tales partes no pueden ser así calificadas de animales: no, es en el orden del universo que un espíritu único, extendido por todas partes, un sentido presente en todas partes, venido de todas partes, para apoderarse de las cosas, experimentan tales efectos y tales pasiones, como podemos observarlo en todo.
Nuestra alma produce la obra de la vida en todo nuestro cuerpo de manera primera y universal, luego sin embargo, aunque ella esté toda en el cuerpo entero, y toda en cualquier parte, no hace todo desde todo el cuerpo o desde cualquier parte: ella hace ver por el ojo, oír por la oreja, degustar por la boca (si el ojo, si los órganos de los sentidos estuvieran por todas partes, verían, sentirían desde todas partes); es que después de todo el alma del mundo, a través de la totalidad del mundo, allí donde ha investido tal marcha, produce tal o cual sujeto o en consecuencia, autoriza tal o cual operación. De suerte que, incluso si está igualmente por todas partes, no obra por todas partes igual porque no es una materia igualmente dispuesta la que le es dada administrar. Así pues, aún si el alma entera está en el cuerpo entero, en los huesos, en las venas, y en el corazón, no más presente en una que en otra parte, ni menos presente en una que en todas, sin embargo, ella actúa de suerte que un nervio es un nervio, que una vena es una vena, que también la sangre es sangre, y el corazón un corazón. Y como sucede a esos órganos el estar afectados por un efectuante extrínseco o por un principio intrínseco pasivo, es necesario que el alma obre aquí de una forma y más allá de otra. Este es el principio esencial y la raíz de todos los principios que permiten dar cuenta de todas las maravillas naturales, por el cual nada es demasiado frágil, nada es demasiado débil, demasiado imperfecto, en fin despreciable en relación a lo común, que no pueda ser el principio de grandes operaciones, al provenir del principio activo y del espíritu universal; tanto más cuanto que es muy necesario que se produzca una disolución a fin de que un mundo nuevo (por así decir) sea engendrado. En efecto, si el bronce es más semejante al oro que la ceniza de bronce, en la transmutación esta ceniza de bronce está más próxima de la forma del oro que el bronce; vemos que de igual forma todas las semillas que se preparan para producir una especie están más cerca de conseguir ser esa especie misma, de lo que están otras especies análogas, próximas y parientes. Quien crea que esto sucede de otro modo merece ser rebajado al rango de quien creería que un signo puede transformarse más fácilmente en hombre que lo que puede hacerlo la semilla —la cual fue pan o cualquier otro alimento, antes de ser depositada en la matriz—.
Sin embargo, es inevitable que la semejanza y la forma de la especie estén presentes en toda creación: en el dominio de la fabricación de los objetos, hacemos una casa o una vestimenta según el modelo concebido en espíritu por el artesano; en la creación natural, es según un modelo natural que las especies de cosas son producidas y definidas lo más próximo posible de la formación misma de la marcha. Lo vemos bien: el mismo tipo de alimento, el mismo cielo, la misma agua, el mismo lugar se transmutan en sustancia, de perro en el caso del perro, de hombre en el caso del hombre, de gato en el caso del gato: así el perro engendra al perro y el hombre al hombre. De allí resulta que la distinción de las especies es causada íntegramente por la idea[vii] que se presenta de forma general en cualquier lugar de la naturaleza, luego se limita a una u otra especie, según el grado de proximidad de una o de la otra. Desde entonces, para cualquier mago deseoso de ejecutar operaciones semejantes a las de la naturaleza, es oportuno conocer en primer lugar el principio ideal, luego el principio específico de la especie, el principio numérico para el gran número, finalmente el principio individual para el individuo. De aquí procede la confección de las imágenes[viii], modelaje adecuado de una muestra de materia, cuyo efecto se encuentra reforzado, por razones evidentes, por el poder y la ciencia del mago. Un buen número de personas practican así maleficios y curaciones, con la ayuda de figuras constituidas por partes determinadas, en comunicación o en participación con aquello a lo que se trata de dañar o de cuidar; la labor está concentrada por tanto sobre un individuo determinado, y limitada a este.
A través de la experiencia de tales efectos (si se dejan de lado otras razones), es manifiesto que ningún alma, ningún espíritu, está en solución de continuidad con el espíritu del universo: y se comprende que este se encuentre incluido no solamente en lo que siente y anima, sino que también está esparcido en la inmensidad, por su esencia y su sustancia, como lo habían comprendido la mayoría de los platónicos y de los pitagóricos. De ahí proviene el hecho de que el ojo aprehende instantáneamente a través de la vista formas muy dejadas sin que hagamos un movimiento, y que el ojo —o algo del ojo simplemente— se lance hacia las estrellas y traiga de nuevo, también rápidamente, estrellas hacia el ojo. Por otra parte, el propio animus, con su propia virtud, está presente en el universo bajo un cierto modo, en tanto que sustancia que ciertamente no está incluida en el cuerpo que vive a través suyo, pero que le está ligado estrechamente. Así, a poco que ciertos objetos estén distanciados, algunas especies muy alejadas se unen enseguida a él —y no ciertamente por el efecto de un movimiento—: se trata pues, innegablemente, de una forma de presencia. Es lo que enseña la experiencia a aquellos que han tenido la nariz cortada y a quienes se ha puesto un nuevo suplemento hecho de una carne ajena, si es verdad que la nariz prestada se pudre el día de la muerte del primer propietario de dicho pedazo de carne, al mismo tiempo que el cuerpo del que ha salido. Es pues manifiesto que el alma se esparce fuera del cuerpo, hacia todos los horizontes de su naturaleza. Por eso sucede que ella reconozca no solo los miembros en que ha habitado sino también todos aquellos que ha frecuentado y con los que ha contraído participación o comunión. Es nulo el argumento que algunos oponen —zonzos a quienes aún les faltan los rudimentos de la filosofía— según el cual uno puede ser tocado sin que el otro sienta nada: eso solo es verdad a condición de distinguir una especie de la otra, un individuo del otro, pero es falso cuando se los descompone parce por parre. Al igual que si un hombre se ha pellizcado el dedo o pinchado con un alfiler en tal punto del cuerpo, el dolor recorre de pronto todos sus miembros, y no permanece en el lugar en que sin embargo ha nacido; del mismo modo, puesto que el animus está en continuidad con el alma del mundo, la imposibilidad de penetrarse mutuamente que es propia de los cuerpos no vale para él —si es verdad que en las sustancias espirituales de ese tipo reina un orden diferente—. De modo semejante, innumerables lámparas concurren a la potencia de una luz única, sin que suceda que una impida, moleste o anule la luz de la otra. Sucede del mismo modo con numerosas voces que se elevan juntas en el aire; igual también, con numerosos rayos visuales (para hablar comúnmente) que se despliegan para abrazar el mismo todo visible, penetrando en el mismo medio, unos en línea recta, otros en línea oblicua, sin molestarse mutuamente; sucede del mismo modo en fin, con innumerables espíritus y almas que se esparcen en el seno de un mismo espacio, sin por eso contrariarse al punto de que la difusión de uno impida la difusión de una infinidad de otros.
Semejante virtud no pertenece por ramo solamente al alma, sino igualmente a ciertos fenómenos como la voz, la luz, la vista, en razón de que el alma está íntegramente en el todo y en cualquier parte del cuerpo, y que alrededor suyo, fuera del cuerpo que ocupa, ella aprehende especies enteras de cualquier naturaleza, incluso alejadas. Es la señal de que no está incluida dentro del cuerpo según la acción primera y la sustancia; ella está presente en él no de forma circunscripta, sino simplemente definida de suerte que despliega en él y a través de él sus acciones segundas. He aquí el principio al que se liga la causa, y por el que se descubren la razón y la virtud de tantos efectos que provocan la maravilla; el alma, esta sustancia divina, desde luego no debe ser una condición inferior a los fenómenos que proceden de ella, y que son como sus efectos, sus huellas y sus sombras. Diría pues: si la voz opera fuera del cuerpo en el que nace, y si está por entero en innumerables oídos alrededor, ¿por qué la sustancia que produce la voz no podría encontrarse íntegramente en diversos lugares y partes, ligada incluso a ciertos miembros?
Es necesario observar además que las facultades ocultas de comprensión no orientan su atención ni su inteligencia hacia todos los lenguajes; en efecto, las voces que son de institución humana no son escuchadas como simples sonidos naturales. Por eso los cantos, sobre todo aquellos de un poeta trágico (como lo nota Plotino) poseen una eficacia extraña para elevar las dudas del alma. De modo semejante, todas las escrituras no son tan influyentes como los caracteres que, a través de un dibujo y una representación determinadas, revelan las cosas mismas; así sucede con ciertos signos inclinados los unos hacia los otros, que se observan mutuamente, abrazándose, y que obligan al amor; otros por el contrario son opuestos, disociados que suscitan el odio y el divorcio; amputados, estropeados, rotos, que llaman a la ruina; nudos para formar lazos, caracteres desliados para deshacerlos. Estos caracteres no son de una forma precisa y definida, pero cualquiera, bajo el imperioso dictado de su furor, o por la vivacidad que pone en ejecutar la operación (a la medida de su deseo o de su execración), designa así un objeto por sí mismo y por la potencia divina: a través de esos nudos y en ese impulso apasionado, pone en movimiento ciertas fuerzas que ninguna elocuencia, ninguna arenga bien madurada, ningún discurso bien escrito hubieran podido mover. Semejantes eran las letras, definidas de manera más adecuada entre los egipcios por el término de jeroglíficos o caracteres sagrados, que adoptaban objetos particulares de las figuras tomadas a la naturaleza o a las partes de las cosas. Tales escrituras, tales lenguajes, servían a los egipcios para entrar en conversación con los dioses para la consumación de efectos maravillosos. Luego de que las letras hubieron sido inventadas por Theuth (él u otro), esas letras que nosotros utilizamos hoy en un tipo de actividad completamente distinta, resultaron una pérdida muy grande para la memoria, la ciencia divina y la magia[ix]. A su vez, es hoy con imágenes fabricadas a imitación de aquellas de los egipcios, con los caracteres y ceremonias que hemos descrito, fundados sobre gestos y ritos precisos, que los magos explican a través de ciertos signos lo que ellos desean de manera de hacerse escuchar: esa es la lengua de los dioses, que siempre permanece la misma, mientras que todas las otras cambian cada día miles de veces —como permanece siempre ella misma la apariencia de la naturaleza—. Es por esta razón que los dioses nos hablan mediante visiones, sueños que nosotros calificamos de enigmas por falta de hábito, por ignorancia y obtusa debilidad de nuestras facultades, cuando son esas las palabras por excelencia, y los confines mismos de lo que podemos figurar. Pero del mismo modo que semejantes propósitos se sustraen a nuestra captación, nuestras palabras latinas, griegas, italianas se sustraen también a la escucha y a la inteligencia de las potencias divinas, superiores y eternas, que difieren de nosotros en especie, al punto que es muy difícil comerciar con ellas, ¡más aún que entre águilas y hombres! Y tanto como los hombres de tal país no pueden tener intercambio ni comercio si no es por gestos con hombres de otro país sin comunidad de lenguaje, de la misma manera no podemos tener intercambio con un cierto género de divinidades más que a través de ciertos signos, marcas, figuras, caracteres, gestos y otros rituales. Y un mago, sobre todo si él practica este tipo particular de magia que es la teurgia, difícilmente podrá obtener un resultado sin recurrir ampliamente a las palabras y a las escrituras de esta especie de magia.
Fuente:
Bruno, Giordano (1590) “De la Magia” En De la magia y De los vínculos en general. Ed. Cactus. Bs. As. 2007.
[i] Bruno utiliza generalmente este término para designar a los filósofos peripatéticos (discípulos de Aristóteles). Aquí parece darle una acepción más amplia, y designar de este modo a los Sabios de Grecia, sin distinción de escuda filosófica.
[ii] El jesuita Martín del Río, en sus célebres Disquisiciones mágicas, define así este arte notorio: «En cuanto a la adquisición de las ciencias por infusión, mediante ciertos ayunos y plegarias, sin que haya allí trabajo humano, así según los preceptos de cierto arte… lo hace por pacto expreso con el demonio, y es pecado mortal. Ellos llaman comúnmente a este arte, el Arte Notorio o de Conocimiento, el cual fue condenado en París en el año 1320».
[iii] En Bruno, este término peyorativo designa siempre a los monjes.
[iv] El Martillo de las hechiceras (Malleus Maleficarum), publicado por primera vez en 1846-1847, era un célebre manual demonológico compuesto por dos domínicos cazadores de brujas, Jacobo Sprenger y Enrique Institor.
[v] Bruno resume la fascinación de esta manera por boca de un personaje —el mago de su pieza Candelabro: «La fascinación obra en virtud de un espíritu luminoso y sutil, emitido un poco como una irradiación, por los ojos abiertos: en el esfuerzo que hacemos para fijar la imagen del otro al mirarlo, esos rayos van a herirlo, van a alcanzar su corazón, van a afectar su cuerpo y su espíritu, y a hacerle experimentar amor, odio, deseo, melancolía, o cualquier otro tipo de cualidad pasible».
[vi] Aquí el término sujeto (subjectus) debe ser entendido como lo que está sometido o subordinado a algo (estar sujeto a), particularmente a los principios activos y pasivos. Y no en el sentido filosófico tradicional de ser individual y autónomo, dotado de pensamiento y responsable de sus actos.
[vii] Idea recibe aquel sentido platónico que hace de ella un equivalente de forma.
[viii] Imágenes designa aquí las figuras o efigies empleadas por los lanzadores de maleficios.
[ix] Aquí Bruno alude al famoso mito referido por Platón al final de Fedro, en el que Sócrates relata la entrevista del rey egipcio Thamous y Theut, inventor de los caracteres de escritura, «remedio para la memoria como para el saber».
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