Este artículo constituye un trabajo parcial destinado a la confección de la Tesis de Maestría completa del autor
Sólo podemos amar lo que está atravesado por un principio de ruina
Jacques Derrida
Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto
Antígona
A quienes mueren
a quienes duelen
a quienes viven
lo sepan o no
En duelo convive una homonimia irreductible, que pone en juego un principio de indecidibilidad siempre latente: es capaz de adoptar el significado de duelo como lucha entre dos vidas rivalizadas (usualmente hasta que la muerte de un contendiente declare al ganador), pero también duelo como dolor y penar por una muerte.
En duelo, se encuentran a duelo, duelándose en un duelo indecidible, el dar-la-muerte y el doler-la-muerte.
Tal vez en ese umbral de decisión que un duelo abre se juegue la apertura a un porvenir en el que la residencia en lo vivo siga siendo una posibilidad para las sensibilidades que transcurren entre palabras.
De otro modo, no se agotaría lo viviente, sino la hospitalidad a partir de la cual nos es dado residir entre lo vivo.
Sugerir un común vivir de la mano de un común dolor, habilita pensar frente a qué duelos seguimos decidiendo dar-la-muerte para evitar dolerla. ¿Qué dolores infligimos para fantasearnos indemnidades indolentes, insensibilidades intactas?
Súbitamente, en la pregunta por un don del duelo, reside la posibilidad de poner en crisis la economía del dolor y de la muerte que llamamos civilización, que llamamos mundo, que llamamos humanidad, que llamamos capitalismo, que llamamos realidad, que llamamos normalidad.
duelo como principio de ruina para los fundamentos sobre los que se erigen las comunidades de la invulnerabilidad en que vivimos.
Unos años después de que dos aviones derrumbaran el Centro Mundial del Comercio [i], estocada que alcanzó a vulnerar el centro de la Nación que se presumía paradigma de la invulnerabilidad por su capacidad de destrucción masiva de lo vivo, Judith Butler (2003) piensa que ante esa omnipotencia herida, el duelo por la invulnerabilidad perdida abre la posibilidad de elaborar, en forma compleja, el sentido de una comunidad política.
Llegando inesperadamente, incalculablemente, la muerte como súbita visión de una vulnerabilidad indestructible, constitutiva, disloca la economía del sentido de una comunidad, fractura lo sentido de la vida. De cara a ese acontecimiento, no hay lógica de intercambio, equivalencia, correspondencia, simetría, sustitución o restitución que haga posible un retorno-a-sí de la forma en que se distribuía lo sensible.
De tal manera un duelo pone en escena una instancia intraducible (las palabras pierden sentido, no alcanzan nada), inapropiable (la muerte patentiza que nunca se tuvo lo perdido, que ya siempre se ha estado perdiendo) e incalculable (no sólo no se sabe lo perdido, no se sabe en qué tiempo lo perdido da paso a otra cosa, sin por eso terminar de perderse), es decir un estado de vida aneconómico que solicita tiempo, espera, silencio. Tres gestos que alcanzan para impugnar al capitalismo.
El dolor sigue constituyendo una potencia inasimilable que fractura toda economía de lo sensible. Por eso las comunidades del capital saben convenientes los blindajes de la indolencia y el deseo de dar-muerte, para evitar el coeficiente de ruptura radical del sentido de lo común que comporta todo duelo.
Escribe Derrida (1995): “¿Pero el don, si lo hay, acaso no es también aquello mismo que interrumpe la economía? ¿Aquello mismo que, al suprimir el cálculo económico, ya no da lugar al intercambio? ¿Aquello mismo que abre el círculo a fin de desafiar la reciprocidad o la simetría, la medida común, y a fin de desviar el retorno con vistas al sin-retorno?”
Un común dolor se anuncia como consigna que fecunda la imaginación política de otro porvenir de lo vivo.
Sin embargo, Butler (2013) advierte: “Cuando el duelo es algo que tememos, nuestros miedos pueden alimentar el impulso de resolverlo rápidamente, de desterrarlo en nombre de una acción dotada del poder de restaurar la pérdida o de devolver el mundo a un orden previo, o de reforzar la fantasía de que el mundo estaba previamente ordenado.”
Escribe esas líneas mientras Estados Unidos decide en el Capitolio la expansión, financiación, intensificación y escalada de su irrupción bélica en Oriente como respuesta frente al duelo. Se pregunta, vacilante, si acaso será posible que “la experiencia de dislocación del sentimiento de seguridad del Primer Mundo” posibilite reconocer los modos desiguales en que está distribuida planetariamente la vulnerabilidad de lo vivo.
Veinte años después de esa pregunta sabemos que el modo de afrontar aquel duelo se resolvió a través de la implementación de una política de la aniquilación que se propuso desplegar una destructividad infinitamente superadora al acontecimiento que la hirió de vulnerabilidad. Nacida del miedo, esa acción dotada del poder de restaurar lo perdido o de sostener el ordenamiento del mundo, se realiza como un dar-la-muerte: Darla para no recibirla.
El obrar de un duelo implica cada vez el quebrantamiento de toda ficción de ordenamiento, organización, clasificación, jerarquización y distribución de los sentidos a través de las cuales habitamos entre lo vivo. A través de los cuales nos es dado narrar algo de lo tanto vivido. Quiebre de toda política del dominio.
Epicentro de un movimiento telúrico que derrumba los fundamentos sobre los que hemos apoyado el sentido del mundo y los sentidos a partir de los cuales percibimos el mundo y se nos hace más o menos vivible.
Es preciso recordar que Mundo es ya el nombre con el que ordenamos la incesante dispersión anárquica de lo vivo indesignable.
Por eso Derrida (2009) recuerda, a propósito de la muerte de Gadamer, que “cada vez, y cada vez singularmente, cada vez irremplazablemente, cada vez infinitamente, la muerte no es nada menos que un fin del mundo” [ii]. Y sin embargo aún ello también podría querer decir cada vez el principio de un mundo.
En “Diario de duelo” Barthes (2011) escribe: “Me es insoportable todo lo que me impide habitar mi aflicción.”
Durante la extensión del estado de duelo en que vivimos, agudizado tras la declaración de la pandemia por Covid-19, asistimos a una proliferación de modos reaccionarios de elaborar tanto el dolor por lo perdido, como el temor a perder la vida. Indolencias que deciden la crueldad parecieran colocar lo insoportable en el punto diametralmente opuesto a la que manera en que Barthes describe cómo le ocurre el duelo.
La demanda desaforada de obligar infancias y docencias a desplazarse por una ciudad sanitariamente colapsada multiplicando exponencialmente la vulnerabilidad de innumerables vidas (entre otras formas de la crueldad que se inventan cada día), pareciera decir: Me es insoportable todo lo que me impide eximirme de una común vulnerabilidad. Me es insoportable todo lo que me solicite como residencia de un común dolor.
Barthes exclama lo insoportable de no poder habitar el dolor. Indolencias decididas, que podrían llevar por nombre derechas, declaman lo insoportable de habitar un común dolor, lo insoportable de no poder vivir una vida privada de dolores.
Un poco más adelante, mientras habita el tiempo del dolor, escribe: “¿Qué tengo que perder ahora que he perdido la Razón de mi vida —la Razón de tener miedo por alguien?”. Tal vez no se trate de perder el miedo, sino, al fin, de encontrarlo. Escuchar qué quiere decir, no qué significa, qué quiere decir. Aunque no haya posibilidad allí de una lengua en común.
Clarice Lispector escribió: “La condición no se cura, pero el miedo a la condición es curable”. Cura no alude a la desaparición del miedo, sino a darse a la conversación con lo indescifrable.
Hacia el final del Diario escribe Barthes (2011): “Todas las sociedades sabias, no obstante, han prescrito y codificado la exteriorización del duelo. Malestar de la nuestra en lo que ella niega el duelo.”
Frente a un duelo hay una respuesta cultural que consiste en dar el silencio. Se ha visto la imagen: en ciertos eventos públicos a los que asisten numerosidades, frente a algunas partidas se solicita un minuto de silencio. El contraste queda signado por el interludio solicitado a un vocerío multitudinario que parece indoblegable hasta que se coloca en el centro el penar lo ausente. Todo se detiene. La síncopa acentúa la fractura irremediable que resuena en ese breve paréntesis. Un común acuerdo silente de que, ante la muerte, es precisa una suspensión.
La convención temporal que cronometra 1 minuto es el testimonio desoído del tiempo que nos sería lícito dar a lo perdido que duele.
Desconciertan vehemencias de la crueldad que insisten en ultrajar los necesarios tiempos que solicita un duelo. Frente al anonadado silencio de la quietud, nacido de la reducción de la circulación en la ciudad, hay quienes deciden vulnerar lo que ese silencio dolido dice. La disminución de los ruidos que hacemos para existir, hace aflorar lo inaudible, aquello mismo que procuramos olvidar: morimos, estamos muriendo, hubo, hay y habrá muertes que solicitan doler.
De cara a la evidencia de que la forma en la que vivíamos incrementa la velocidad con la que morimos, o mejor, la velocidad con la que agotamos el gesto en el que lo vivo nos acoge, hay quienes han decidido actuar omnipotencias asesinas antes que cultivar cuidados para una común vulnerabilidad.
Esa omnipotencia criada por las lenguas del capitalismo, del colonialismo, del patriarcado, parece decir: No vamos a parar, no habrá tiempo para doler, ni siquiera haremos el silencio que toda ausencia solicita para dejarse sentir, lo romperemos a ruidazos. No les dejaremos doler. Lo único irrenunciable es seguir ejerciendo la libertad de dañar, para no saber nada de ningún dolor.
Derechas encuentran ilegible ese verso que escribiera Cesare Pavese: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Algún día habremos de pensar la relación entre la indolencia que llamamos derechas y su orfandad de poesía.
En 1990 Derrida es invitado como curador por el museo del Louvre, para organizar una exposición sobre algún tema a elección que él quisiera tratar. La elección del tema suponía la selección de dibujos, cuadros, pinturas del fondo del Louvre que dialogaran con el tema planteado. Finalmente elige como tema la ceguera. En la conferencia de presentación, titulada “Memorias de un ciego” [iii], recupera fragmentos de un poema de Andrew Marvell[iv], escritor británico del 1600, para discutir la relación que la historia de la metafísica de occidente ha fundado entre el ojo y el ver, entre la mirada y la verdad, entre la luz y lo descubierto, entre la visibilidad y el saber. Saber, controlar, anticipar, dominar, develar, apropiar, someter se realizan a través de una violencia del ver que sería lo propio de los ojos.
Interpelado por esa primacía de la mirada como órgano epistémico privilegiado del pensamiento, que organiza la relación con el mundo a partir de penetrar su misterio con la mirada, se apoya en esos versos para tentar una deriva ético-política decisiva. El verso que le llama la atención dice:
“For others too can see, or sleep / But only human eyes can weep”
(Pues otros también pueden ver, o dormir / Pero sólo los ojos humanos pueden llorar)
El poema termina así:
“These weeping eyes, those seeing tears”
(Estos ojos que lloran, esas lágrimas que ven” – o también – Que lloren estos ojos, que vean estas lágrimas).
Tomando distancia de la distinción que el poema sugiere entre un ojo humano y otro no humano, Derrida apunta que el poema pone en escena otro pensamiento de los ojos, otra concepción de los ojos, a partir de la cual lo propio del ojo ya no sería ver, con su correlato de dominio, sino llorar. Agrega rápidamente que las vidas no videntes, aunque no puedan ver, no obstante, pueden llorar:
“De modo que no es ver o mostrar la verdad del objeto, sino hacer lo que hacemos cuando lloramos, es decir, afectarse por una emoción que inunda la vista, que puede también nublar la vista, que en cualquier caso... —los ciegos pueden llorar, los ciegos pueden llorar— eso es lo que revelaría —las lágrimas revelarían— la verdad, desvelarían la verdad del ojo.”
Los ojos entonces estarían hechos, no para ver, sino para llorar. Pero no solamente, el último verso dice algo más inquietante: las lágrimas ven. Habría un ver a partir de las lágrimas, ver después de las lágrimas. Habría un ver que advendría tras llorar, nunca antes. Sin la experiencia del llanto, los ojos insistirían como una violencia inconmovible que puede tocar sin ser tocada.
Llorar supone ver el mundo temblar -literalmente- tras la aparición de esa membrana acuosa y vibrátil que inunda los ojos, desalojándolos. Pero es en ese desalojo de los ojos que devendría sensible una experiencia del ver capaz de ver el dolor que inflige su ejercicio impercibido de violencias. Antes de llorar estamos ciegos.
Y he aquí la maravilla de una paradoja: el llorar puede advenir a partir de la pena, la tristeza, el dolor, así como también de la risa.
Si la vista se ejerce como un instrumento de prevención, anticipación, cálculo, previsión, organización, conceptualización, es decir, como ejercicio defensivo que intenta ver venir lo que viene, una política del dominio, llorar es un punto ciego por donde podría infiltrarse un porvenir incalculado como ruina de todos los cálculos con que las hablas del capital someten a lo venidero.
Para que sea posible lo venidero, es preciso dejar de ver. Un común dolor, un común doler, como nombres de algún don de duelo, ¿podrían habilitar un principio para ver llorar?
Ver llorar como un no ver sino a partir de las lágrimas, ni siquiera a través de. No se trata de atravesarlas, penetrar en su dificultad borrosa, en su percepción enturbiada para salir de allí con otra re-velación, otra luz clarificadora para ver mejor.
A partir quiere decir pensar después, llegar a destiempo. Tras partir dice un venir después, un llegar después, que no es llegar tarde, sino acaso la única manera de llegar alguna vez.
A partir es después de la partida, del partir, de lo que ya partió, de lo que ya está partiendo, partiéndonos tras el acontecimiento de lo irrecuperable.
A un duelo no hay cómo llegar a tiempo, cada vez es ya demasiado tarde o aún temprano. Derechas seducen con la promesa de que hubieran visto venir, de que hubieran llegado antes, a todo, no importa a qué, ya saben hacia dónde y cómo llegar. Tal vez por eso sea necesario un don de duelo, un común dolor como política del después, una política que conciba el tiempo de no llegar a tiempo, que diera el tiempo después de no haber llegado a tiempo, el tiempo de un destiempo, pues ni siquiera llegaremos a tiempo a la cita con “nuestra” muerte.
No es posible vislumbrar cómo será vivir después de tanto perdido, de tanto por doler. Ni siquiera si esa pregunta es pertinente ahora. Pero tal vez sí sea posible un porvenir en ver llorar el presente.
De la invidencia violenta de estos ojos se hace preciso partir, darse a la cita de las lágrimas donde sobrevienen risas y dolores del mundo.
Aquel verso que Pizarnik escribió con el fuego: “La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, tal vez también pueda escribirse con el agua de las lágrimas: hasta llorarse los ojos.
A partir: un común vivir partido entre partidas.
Se diría que estamos de duelo después de una ruina. Como un después, un a partir, tras partir.
Pero la ruina está ya siempre presente, como antes de todo presente, antes de hacerse presente. Una forma secreta del presente. duelo es entonces una forma de relación con el presente. Con lo que constituye el presente no-siendo presente: lo perdido, lo perecido en el presente, lo ido del presente y que sin embargo lo inaugura.
Un presente de la ausencia. Una ausencia en presente.
Duelo: tiempo fuera de juntura.
Anota Barthes (2011): “Duelo: no se gasta, no está sometido a la usura, al tiempo. Caótico, errático: "momentos" (de aflicción/de amor a la vida) tan "frescos" ahora como el primer día.”
Un duelo es una herida en el tiempo, una herida de tiempo.
¿Cómo resistir el querer defenderse? ¿cómo dar acogida a semejante ruina? ¿cómo dar una hospitalidad doliente allí donde la hostilidad seduce con exorcizar todo dolor?
Sólo es posible amar lo que está atravesado por un principio de duelo. El duelo no sucede después sino antes. No sucede como final sino como principio.
Conjeturando sobre la condición de posibilidad de la amistad Derrida (1998) escribe un curioso sintagma qué aún habrá que pensar: “La condición de posibilidad de la amistad, es el acto en duelo de amar[v]. Así, este tiempo del sobrevivir da el tiempo de la amistad”
Lo amoroso brota en los jardines de lo perecedero, ante manos que tiemblan la cercanía, no por temor, por saber la tenuidad de toda materia sensible.
Un verso de Claudia Masin (2018a) pregunta:
“¿Es posible irse sin abandonar a alguien?
No hay amor que resista esa pregunta”
Un tropo del vivir: las luciérnagas.
Un duelo conjuga preguntas huérfanas en el tiempo de la paradoja, ese tiempo de la belleza del que una lengua es capaz, el futuro anterior: ¿habrá sabido…? ¿habrá sentido…? ¿habrá sido…? ¿habrá recordado…? ¿habrá extrañado…? ¿habrá pensado…? ¿habrá querido…? ¿habrá temido…? ¿habrá habido…? ¿habremos podido la despedida?
Pero si es imposible llegar a tiempo a un duelo, entonces ¿en qué consistiría poder una despedida? ¿cuándo podría decirse que una despedida termina, que hemos despedido al fin a la despedida?
Tal vez allí, en las invenciones de hospitalidad tendidas a la inagotable venida de una despedida, resida un secreto don de duelo.
Luego de señalar que la “historia del ojo”, de la autoridad de la mirada como historia de la vista amenazada, expuesta, perdida corresponde a una historia de hombres, Derrida (2013) advierte, en un comentario que no retoma, que las únicas lágrimas que vio en las pinturas expuestas en el museo siempre fueron lágrimas de mujeres. El lloro, como verdad del ojo, aparece en las pinturas europeas, a través de la historia de las lágrimas de mujeres.
Difícil no recordar a Antígona. Allí la tragedia gira en torno a un duelo negado, un duelo prohibido por Ley. Luego del duelo a muerte entre Polinices y Etéocles por el dominio de Tebas, que culmina con la muerte de ambos, Creonte, soberana autoridad de Tebas, decide que dispondrá los honores sepulcrales sólo para Etéocles, mientras enuncia con fuerza de ley la prohibición de sepultar a Polinices. Quien desafíe esa orden sufrirá el mismo tratamiento que el insepulto, y lapidación pública. El cuerpo ultimado de Polinices es expulsado fuera de los límites de la ciudad, abandonado a una intemperie indolente.
Creonte instituye un reparto de lo sensible. Pretende instaurar una economía (una ley de distribución, de administración, de circulación) del dolor y de la muerte que establece qué vidas merecen, son susceptibles, dignas de duelo, de lágrimas, de pena, y qué vidas son indignas de todo aquello, qué vidas no son.
Pero no sólo se trata de negar a Polinices los ritos funerarios, sino que la prohibición alcanza a las lágrimas mismas, Creonte prohíbe llorar públicamente al muerto. En las lágrimas, Creonte parece entrever la potencia de una política de insurrección sensible a su política de la muerte.
La voz de Antígona entra en escena inmediatamente advirtiendo a Ismene, su hermana, el estado de cosas:
(…) dicen que, en un edicto a los ciudadanos, ha hecho publicar que nadie le dé sepultura ni le llore, y que le dejen sin lamentos, sin enterramiento (…)[vi]
Se ha escrito interminablemente sobre aquellos conflictos que, se supone, la obra pone en escena: La oposición entre una Ley de los Dioses y una Ley de los Hombres, y los peligros de su profanación; La oposición entre individuo y comunidad; La oposición entre libertad y obediencia; entre ética y moral; entre libertad y tiranía; entre fuerza y debilidad, y un extenso etcétera.
Lo que moviliza la insurrección de Antígona no es una fidelidad a la voluntad de los dioses, ni un honor familiar que habría que conservar, ni fidelidad a lazos sanguíneos que habría que respetar, ni al amor fraterno, ni a un romanticismo de la libertad contra la tiranía, ni siquiera es un dolor propio, privado, circunscribible a la estrechez de un asunto personal. Antígona responde a la solicitación, el llamado, la invocación que hace un duelo. Escucha en ese vocativo una apuesta política que apunta al porvenir: llorar cada muerte declarada indolora, como apuesta por una política no fundada en muertes indesignadas, innominadas, desaparecidas, sin lamentos.
En el gesto de dar (el) duelo[vii] late la memoria de una desobediencia radical a toda política fundada en algún dar-muerte.
Butler (2003) recuerda que “si el fin de una vida no produce dolor no se trata de una vida, no califica como vida y no tiene ningún valor. Constituye ya no lo que no merece sepultura, si no lo insepultable mismo”.
Acaso Antígona lea desastres futurados en el cuerpo desatendido, expulsado, sin lágrimas, del dolor, y entonces, lega en el gesto político de las lágrimas, una promesa para el porvenir. Como si tras las lágrimas accediera a visiones de otros tiempos abriendo una disyunción del tiempo, una locura, un desquicio del tiempo que disloca la coincidencia del presente consigo mismo, eso que Derrida (1995) piensa como una justicia no reductible ni al derecho ni a la ley, una democracia por-venir:
“Ninguna justicia parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia al presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad, ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta ¿dónde?, ¿dónde mañana?”
Antígona, intempestiva, dona un presente para otro presente que aquel al que pertenece.
Don del duelo: un dónde para un mañana.
Barthes anota en su Diario: “No manifestar el duelo (o al menos ser indiferente a eso), sino "imponer" el derecho público a la relación afectuosa que él implica”.
Inexorable nombrar, inmediatamente, la impertérrita insistencia política que imaginaron Madres y Abuelas de Plaza de Mayo como resistencia frente al inimaginable espanto que ha inscripto en la vida el terrorismo de estado promovido por la última dictadura cívico-eclesiástico-militar en Argentina.
Vivir, pensar, escribir, memorar, amorar, llorar, hoy y desde entonces, no se realizan por fuera de ese gesto que han donado las Madres y Abuelas, son posibles a partir de ese gesto. Vivimos en y gracias a ese gesto.
La invención de crueldad que es desaparecer un cuerpo, no prohíbe el duelo, hace algo mucho más inconcebible: da la muerte sustrayéndola, deja en estado de suspensión un dolor que no termina de comenzar. Suspendiendo el duelo se impide el advenimiento de las imaginaciones políticas que nacen de los dolores de la historia. Hay una relación íntima e irrevocable entre memoria, dolor, política y porvenir que se hace posible a partir de un común doler.
El capitalismo, al tiempo que se encarna como una industria del dolor y de la muerte, precisa conjurar esa desmesura que lacera lo vivo, pues de allí mismo nacen las fuerzas que harían posible su agotamiento.
En un poema que titula “Venganza” Claudia Masin (2018b) escribe:
“¿Cómo detener la rueda
que lleva del dolor hacia el dolor, la misma
que conocemos desde que sentimos la primera
punzada de injusticia, la que nos hace desear la mutilación
y la muerte de quien mata y mutila? ¿Cómo se hace
para ser quien cura lo que la propia peste y la ajena
contaminan?”
Madres y Abuelas no demandan la muerte de los perpetradores de la muerte, solicitan el derecho al duelo, enseñan un común dolor como experiencia inédita fundante de un común vivir que se abstiene de dar-muerte.
Cada 24 de Marzo se recuerda como día de la memoria, pero también ocurre como día de duelo público. Ese don del duelo es la signatura que Madres y Abuelas han legado, entre tantas cosas, como presente para el porvenir: la posibilidad misma de un porvenir, sostenido no en el derecho a dar-muerte sino en el derecho a doler-la-muerte.
María Pía López (2018) apunta que las experiencias de los feminismos populares y callejeros se inscriben en la serie de invenciones políticas nacidas de la experiencia de un común dolor. Escribe:
“El movimiento que se multiplica alrededor de la consigna Ni una menos pudo sacar al femicidio de la lógica individualizante y carcelaria de la seguridad. Produjo el duelo como instancia pública y colectiva, fundando allí la conformación de una subjetividad política distinta, no centrada en el encierro ni en la venganza. El duelo afirmó lo común como punto de partida”.
El 17 de Marzo de este año, referentas de las 36 poblaciones originarias que han habitado estas tierras antes de llamarse Argentina, organizadas en el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, comenzaron desde distintas latitudes del territorio una caminata plurinacional de 1900 kilómetros que culminó en la Capital Federal, para reclamar el derecho a un común dolor con lo vivo.
Denuncian el Terricidio perpetrado y sostenido contra los territorios vivientes en que habitan, desde hace ya más de 200 años. Exigen considerar el Terricidio como un crimen de lesa humanidad y de lesa naturaleza. La noción de Terricidio reúne el genocidio, el ecocidio, el femicidio y el epistemicidio a los que esas poblaciones han estado sometidas desde la instauración del Estado Nación Argentino.
Sabidurías, memorias y dolores ancestrales caminan recorriendo y recordando las heridas desatendidas que la tierra sigue narrando a la espera de una escucha que disponga un tiempo para ese duelo. Advierten el exterminio sistemático de toda forma de vida tangible y espiritual. Una de las voces caminantes dice: “Nosotras estamos haciendo una recuperación de nuestra espiritualidad en este caminar, vemos el ecosistema como tangible y lo que no vemos es lo intangible, es la espiritualidad de las cosas. Creemos que donde se seca un río también se retira la espiritualidad de ese lugar”.
Restituir la condición de viviente a todo aquello que ha sido dado-por-muerto por la razón instrumental y utilitaria del Occidente conquistador, implica la necesidad de considerar un común dolor con todo lo viviente, allende los vivientes que hablan. Así, también se extenderán los duelos por doler.
Una perplejidad del duelo: ¿cómo es que, detenido, el mundo sigue?
Anota Barthes en su Diario de Duelo: “Duelo: no aplastamiento, bloqueo (lo cual supondría un «lleno»), sino una disponibilidad dolorosa: estoy en alerta, esperando, espiando la llegada de un «sentido de vida»”.
La anotación es un hallazgo de incalculable belleza. Una disponibilidad dolorosa nacida del duelo abre la inminencia de un sentido de vida.
Si hay un sentido de vida que podría llegar, si se abre la inminencia como posibilidad, como deseo de acontecimiento, es a partir de que los sentidos de la vida, lo sentido de la vida, como matrices sensibles en las que se vivía hasta ahora, hasta antes del duelo, se han salido de quicio. Se han roto las junturas de lo sensible, del cuerpo, del tiempo.
En esta sutileza Barthesiana se lee que lo perdido es lo imperdible mismo, aquello sin lo cual nada es concebible. Sin embargo ese dolor pareciera abrir la experiencia de lo inconcebible como un vivir después, vivir aún, sobre-vivir tras lo que se presumía invivible.
¿Tras lo invivible habrá lo invivido? ¿Un por-vivir en latencia, sólo acontecible tras el paso de dolor nacido de la materialización de lo inconcebible?
Hacia el final de “Venganza” Claudia Masin (2018) escribe:
Habría que empezar de nuevo,
aprender a tocar las cosas, las personas
como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto
de apropiación, de la creciente codicia,
¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía,
de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo
sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución
sea posible?"
Pero para esto parece irremediable un don de duelo, un común dolor.
No se trabaja un duelo.
No se hace un duelo.
Un duelo obra como desobra de lo vivo para lo vivo porvenir.
Morimos naciendo a partir de lo que un duelo hace, interminablemente.
Un duelo es incontable: inenarrable e incalculable.
Don de una fractura irreparable que desquicia la economía de lo sentido, es decir, el sentido en que circulan los sentidos. Como cifra del abismo, resulta inasimilable para cualquier circuito que intente hacer corresponder alguna equivalencia a través de la cual pueda volver a reconstituirse una economía del sentido.
De tal manera don y duelo se aproximan. Derrida (1995a) conjetura que “No hay don sin la llegada de un acontecimiento, no hay acontecimiento sin la sorpresa de un don (…) No obedecen a nada, si no es a unos principios de desorden, es decir, a unos principios sin principio”.
Don y duelo se tornan inasimilables para cualquier economía, cualquier ley de la administración, cualquier ley de la distribución, rompiendo la ley que distribuye las cuantías de lo que correspondería sentir, a quién(es) correspondería sentir, y la duración de lo que habrá de sentirse.
No hay economía que resista un don. No hay economía que resista un duelo: “No porque resulte ajeno al círculo, sino porque debe guardar con el círculo una relación de extrañeza, una relación sin relación de familiar extrañeza. Puede ser que sea en este sentido en el que el don es lo imposible”[viii]
Tal vez un común dolor (si lo hay) podría hospitalar lo inconmensurable sin condiciones, aquello que para las hablas del capital es el imposible de su traducción, una potencia irreductible al cálculo.
Dispersas entre las páginas de “Esquirlas: pliegues de la peste” (2021) se dan cita dos ideas:
“Un común cuidado necesita inventar una lengua y un accionar que las hablas del capital no puedan absorber.
Pensamientos que hacen la experiencia del dolor profanan la lengua”.
¿Es posible profanar la lengua sin algún don de duelo?
Liliana Bodoc alguna vez comentó que la poesía es como acariciar a alguien que duerme: no hay interés mensurable.
Acariciar una ausencia, un sueño intangible. Caricia que se da para perderse. No demanda reciprocidad, intercambio, retorno de lo dado, porque sabe que un don no se da para que retorne, se da sin saber qué se da, se abstiene del querer saber, del querer conocer.[ix]
En una caricia coinciden poesía y duelo: secretas bellezas de un común dolor.
En “Sentido Perfecto”, escribe Masin (2018b):
“Pero aun cuando ya no haya nada,
Habrá una memoria en el tacto que nos traerá
Todo de nuevo, como si nunca lo hubiéramos perdido:
El momento en que alguien nos atravesó,
Flexible y certero como la flecha
Desprendida de un arco, y nos hizo saber que somos
Una materia que pasa y que a veces,
Antes de irse, recibe la gracia
de ser lastimada de un modo que la vuelve mortal
y la salva.”
Hemos pensado mucho cómo convivir, y seguiremos pensando, puesto que vivimos. Tal vez convenga, partiendo de un común dolor, extender esa interrogación y darnos el tiempo de pensar cómo conmorir, pues también morimos. Sin que allí haya nada definitivo.
[i] En la traducción usual del World Trade Center suele traducirse “trade” por comercio. Pero otra traducción posible es intercambio, un sentido mucho más interesante, pues permite pensar que ese emplazamiento físico oficiaba como símbolo central que regulaba el circuito mundial del valor, ocupándose de producir equivalencias entre semióticas, materialidades, vidas y muertes. Centro de un círculo económico, calculable en tanto se sabe, se reconoce, se intelige, qué es lo que se da, qué es lo que se recibe, todo elemento que ingrese es susceptible de traducirse en una equivalencia monetaria. Esto implica que el sentido de lo que se da, lo que se recibe, se mantenga en el círculo cerrado de unas significaciones finitas, es decir, que haya acuerdo respecto del sentido de lo que se da/recibe. Todo tiene un equivalente, no hay nada que se pierda en su conversión a moneda. El relato de Baudelaire que Derrida elige para pensar la aneconomía del don, se llama La moneda falsa.
[ii]Carneros: entre dos infinitos, el poema. Trad. Irene Agoff, Buenos Aires: Amorrortu, 2009.
[iii] Derrida, J. (2013) “A propósito, el dibujo” en Artes de lo visible (1979 - 2004). Ellago Ediciones. España.
[iv] El poema en cuestión se titula “Ojos y lágrimas”.
[v] El resaltado es nuestro.
[vi] Sófocles (1983) Tragedias. Trad. De Assela Alamillo. Editorial Gredos. Madrid
[vii] Cano, Vir/ginia (2021). Dar (el) duelo. Ed. Galerna
[viii] Derrida, J. (1995a) Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa. Paidós Ediciones. España.
[ix]“En último extremo, el don como don debería no aparecer como don: ni para el donatario ni para el donador. No puede ser ni haber don como don más que si no es/está presente como don” (Derrida 1995a)
Bibliografía:
- Barthes, R. (2011) Diario de Duelo. Ed. Siglo XXI.
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