Voy a contarme ese sueño. Voy a inventarme el origen de esta extenuación poética que padezco. Porque si hay algo que se inventa es un origen. Voy a contarme cómo llegué a que mi piel tuviera la sabiduría del hielo. Voy a contarme cómo se expande el aura de tumba que apisona mis labios. Voy a contarme esa noche en lágrimas amontonadas sobre el piso abatido de la rajadura. Versos líquidos encriptados en algún espacio sideral de mi cuerpo. La pausa entreabierta para la intemperancia del dolor. El espasmo umbilical que se encadena a mis músculos convulsos de asombro adormecido. Voy a llorar en mi sueño porque pide paso la sal sin visado alguno. Y ahí dentro, donde se dice carne porque el lenguaje falla, un afuera se mece con espanto y sangre. Las sombras de una caída bombean mis iniquidades deslenguadas. La travesía migratoria de una palabra encalla en los mares electrizados de la tristeza. El sollozo se hace pupila de un silencio mortal que se cuartea. Voy a romperme de desconsuelo entre las sábanas, sin saber si hay adenda al despertar. ¿Cómo un ramalazo de sufrimiento hace serpentear un cuerpo por las tripas de la orfandad más temida? La contorsión de mis rodillas se imanta a mis hombros y deja al descubierto que la dureza es la cicatriz oblicua de una lengua enardecida. No hay retorno a la vigilia porque se desconoce el paradero. El derrame ocular ocurre sin más testigos que los demonios libertos de mi ruina. El tiempo se empaña sin excusa. Voy a extirparme estas lágrimas de la piel yerma, esta novela carnosa que tiembla en la esquina de la oscuridad. El piso sublingual se inunda de quejidos. Y rueda boca abajo la espesura del desamparo. Ahora sí el alba dicta su hora con los párpados a media luz. Un gemido salvaje y lastimoso sacude el peso de la noche. ¿Cómo acampar en las tinieblas de una misma sin boicotear la amenaza de tormenta? Sentir el espinazo herido drenar el naufragio de una boca. Sucumbir a la escalada de una mudez impertérrita. La imperfección del precipicio que presta escucha a la nuca del pájaro. ¿Cuándo fue que un monosílabo estableció su hogar en mi deshabla? Me entrego al trabajo quirúrgico de una lágrima. Un tajo en la prisión gramatical a la que ha sido llevada una voz. Son las manos que acarrean las palabras hacia la desmesura de lo impronunciable. Sobornan la utilería del hábito. El desconcierto se afila contra la ranura de una biografía desgajada. Y las frases hambrientas de estragos tararean su voraz premura. ¿Tanta infancia hace falta para esta insumisa vocación de enumerar lo incógnito? Se inclina el signo hacia el disturbio que exige su recompensa de cenizas. Voy a explorar la química del llanto. ¿Cuánto cuesta? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto dura? La llaga baja línea al repertorio famélico de mis sentidos. Se enciende la fogata de la edad más húmeda y me toca enviudar del vaivén del abismo. Aprender de memoria la devastación. Esa sílaba de la servidumbre que cierra el candado de los delirios. Sin nombre para la orilla de una visión escurrida en la madrugada. Voy a contarte ese sueño. Voy a inventarte el origen de una destrucción. Porque si hay algo que se inventa es la inclemencia del desconsuelo. Voy a contarte cómo llegué a la brutalidad que calcina todo instante con la severidad de mis verbos metálicos. Voy a contarte cómo se expande la crudeza en los huecos de cada letra. Voy a contarte esa noche en lágrimas cuando un pedazo de escritura duele como la muerte.
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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.
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