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Foto del escritorRevista Adynata

En el corazón de los placeres mercantiles solo existe impotencia para gozar / Raoul Vaneigem

2. El mundo al revés alcanza su punto de inversión posible cuando la proletarización a través del trabajo y la obligación no tiene otra salida más que la muerte o la supremacía de los goces por crear


En el corazón de los placeres mercantiles solo existe impotencia para gozar. Con la conciencia de su creciente astenia, la vida contempla la historia de su agotamiento y se descubre en la encrucijada de una elección inmediata: los consuelos de la muerte o la inversión global del mundo al revés. Se acabaron los tiempos donde los primeros sostenían la ilusión de lo segundo, donde la carrera hacia el exterminio usaba la coartada del bien público y de la felicidad.


Cuando pienso con cuánta perseverancia la raza humana ha puesto en marcha medios tan importantes para destruirse a sí misma como la guerra, la esclavitud, la tortura, el desprecio, las masacres, las epidemias, el dinero, el poder, el trabajo, lo que todavía no ha muerto me parece hoy el estremecimiento de lo irreductible. Sobre este último resplandor viviente, que a partir de ahora ya nada oculta y que puede extinguir todo, quiero fundar una sociedad radicalmente nueva.


No hay mística de la vida, solo hay mística en su ausencia. Tampoco existen razones para la vida, solo existe la razón del imperialismo mercantil que la rodea y que pone de manifiesto su carácter irreductible con cada acercamiento.


La palabra «vida» pierde su ambigüedad a medida que se hace evidente en todas partes la estructura mercantil de las supuestas relaciones humanas. Vuestra realidad no concuerda con aquellos amores cuya libertad compráis al por menor y que van a la fábrica como ayer lo hicieron al burdel, al pecado, al convento, a la familia. La vida no se alimenta de esos deseos que la sobrepuja competitiva roe hasta los huesos de la rentabilidad y del rendimiento. No se deja reducir a no sé qué espasmo vaginal, fálico, anal, estomacal, cervical o clitoriano. Le importa un carajo la economía sexual, gastronómica, política, social, intelectual, lingüística o revolucionaria, pues escapa a todas las normas de producción. No sustituye las viejas prohibiciones por la necesidad de transgredirlas. No tiene objetivo ni propósito. Es lo que evade la economía y la destruye con su gratuidad.

Por su intrusión en la historia, por su aparición en la confluencia de una sociedad moribunda y de una autonomía naciente de los individuos, la vida es, en su misma extrañeza, una realidad nueva. Qué importa si su descubrimiento la expone a la fragilidad, a las errancias de la conciencia individual, al discernimiento desgarrado por la confusión de sus apatías y de sus rechazos. Los tanteos de la emancipación llevan consigo más maravillas de las que la civilización mercantil ha soñado jamás entre el cielo y la tierra.


Los pensamientos de la muerte son los pensamientos del mundo dominante. Cuanto más se marchita la vida, más el mercado, apostando por la rareza de los goces, multiplica la oferta de placeres de supervivencia, cuya compra y venta se convierte inmediatamente en obligación y trabajo. Hasta su rechazo entra, quiérase o no, en la balanza de pagos.


¡Con qué gran corazón denuncian a la clase burocrático-burguesa, a los carroñeros de la conquista mercantil, a la pompa funeraria de una sociedad que se destruye en la carrera por la ganancia y el poder! Al menos reconocedle a esas personas la sinceridad de su decadencia. Se excitan con el precio de las cosas, aceptan su miseria como una fatalidad del dinero, reivindican su bajeza, su odio a lo que vive, su justicia, sus policías, su libertad para matar, su civilización.


Pero vosotros, que decís estar en el otro bando, que apostáis por la ruina de la mercancía, por el fin del Estado, por el advenimiento de una sociedad sin clases, que durante la sobremesa cantáis canciones de venganza donde ya puede oírse el sonido de las botas, ¿en qué os diferenciáis de vuestros enemigos, cómo esparcís menos el olor a muerte?


No me digáis que estáis celebrando por adelantado los últimos días del viejo mundo. Esperar, paciente o impacientemente, el último sobresalto de una sociedad que nos atropella y nos arrastra en la vorágine de su larga agonía, es un pasatiempo de cadáveres. Os habéis prometido tanto la celebración que os morís de ganas por tener, que todo lo que os queda son las ganas de morir. Pasáis tanto tiempo profetizando el apocalipsis como un funcionario planificando su próximo ascenso. Al igual que a él, el mercado del aburrimiento ha conseguido interesaros.


Aborrecedores y ensalzadores del viejo mundo, sus palabras cambian, pero el aire sigue siendo el mismo. Sus iglesias políticas, sus reuniones de familia, sus tables d’hotes [1] resuenan como un coro único, heroico e imbécil, el himno de los suicidas.


El bando de la revolución oficial es la corte de los milagros de la burocracia. Los teólogos de la Gran Noche [2] delimitan allí discretamente el territorio de los ángeles y de los demonios; los lisiados de la próxima insurrección desenredan la maraña de las directrices; los puritanos finalmente decididos a sacar provecho de la vida, ya que solo hay placeres que cuestan, se avecinan con los fiscales que abogan por las virtudes de la transgresión predicando los deberes del rechazo, concediendo etiquetas de radicalidad y denunciando la miseria ambiente. A los jueces responden los abogados de lo cotidiano y, como el desprecio llama al desprecio, asciende de estas asambleas comunes un hedor igual al que se eleva de los comités centrales, de los Estados Mayores y de los cuarteles de la policía. De aquí salen los gloriosos resignados de la miseria y los perdidos del pequeño mañana terrorista. Puesto que la tirada de dados donde alguien arriesga su pellejo pagando por el de un magistrado o alguna otra molestia no es más que el presagio de la gran devaluación final donde la muerte será en vano. La más miserable de las supervivencias extrae de la distorsionada gratuidad de la nada y de su simple espectáculo un aumento inesperado de su precio. Todas las muertes se pagan por adelantado a tasa de usura.


Nadie pondrá sobre sus pies el mundo al revés con la parte de inversión que lleva dentro de sí. Hemos luchado demasiado contra la economía con un comportamiento economicista y su rechazo nos sirvió de coartada. No se lucha conscientemente contra la proletarización proletarizándose inconscientemente.


Los progresos de la intelectualidad, inherentes al avance de la mercancía, hacen que todos estén dispuestos a proyectar sobre la crítica del viejo mundo la lucidez que no aplican a su propio destino individual. Tal es ya la ironía del mundo al revés que los mejores perros guardianes de la teoría revolucionaria se convierten en los mejores perros guardianes del poder sin dejar de ladrar en el mismo registro.


Hemos vivido en el devenir de la mercancía, en una dialéctica de muerte que no es otra cosa que la historia de la economía nutriéndose de la materia humana, la historia de un imperio que simultáneamente crece y se marchita a medida que las personas que lo producen y sufren su poder se reducen gradualmente a un puro valor de cambio. Nos encontramos reunidos aquí, en la etapa de su extremo y último desarrollo, ubicados en las gradas para presenciar su fin, pero condenados a morir con él si seguimos atrapados por el reflejo mercantil, si dejamos escapar la posibilidad, ahora evidente, de fundar una dialéctica de vida, una evolución donde el ser humano finalmente se libre por completo de la economía.


La muerte esboza tan claramente las líneas de perspectiva del poder que el sentimiento de una perspectiva radicalmente diferente comienza a fascinar a cualquiera que no haya renunciado a vivir. Surge de los individuos particulares, de la subjetividad irreductible, de esa experiencia en la que fracasa la incitación al trabajo y a la sumisión.


La vida emerge intermitentemente de estos rígidos y ridículos peones que somos todos en diferentes grados sobre el tablero de ajedrez del poder y de la ganancia. En esto radica la inversión del mundo al revés: la creación de una sociedad basada en el goce individual y en la destrucción de lo que lo dificulta. El reino de la gratuidad a través de la aniquilación de la mercancía comienza aquí, en nuestro presente inmediato. No pertenece a las ficciones de la criatura oprimida. No anuncia ni la Edad de Oro ni un paraíso perdido. Es un mundo en devenir, donde cada elemento tarde o temprano es su opuesto, muere y renace. Pero este devenir no tiene nada en común con la civilización mercantil. Y que de una vez por todas se entienda que los seres y los objetos no devienen otros de la misma manera en una sociedad que reduce la vida a una producción de cosas muertas que en una sociedad donde la historia es la emanación de la voluntad de vivir individual.




[1] Table d’hôte es un galicismo que significa «mesa del anfitrión» y refiere al menú del día que suele ofrecerse en algunos tipos de alojamiento a un precio fijo.

[2] La Gran Noche o Grand Soir es un mito que toma sus imágenes del milenarismo cristiano y que desde finales del siglo XIX anuncia la «noche mágica» donde habría de realizarse la libertad de los pueblos mediante la subversión de todas las formas de dominación. A lo largo del siglo XX, se impuso como un concepto de revolución basado en la idea de que la conquista del poder estatal es la única forma de lograr una transformación social radical.



Fuente: Fragmento del capítulo 1. El goce implica el fin de todas las formas de trabajo y de obligación de El libro de los placeres de Raoul Vaneigem. Primera edición en francés: Le livre des plaisirs, París, Encre Éditions, 1979.

Traficantes de sueños. Primera edición: febrero de 2022 Traducción y notas: Javiera Mondaca.


Juan Pablo Pinto and Cristian Rojas “The Hermitage” Escultura on site Metal y pintura industrial.



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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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