“La esperanza de la civilización descansa
sobre esta hipótesis: mañana habrá un lector” Carlos Fuentes
Presentación
Dos analistas leemos cada uno a su modo dos relatos que impulsan a escribir, borrar, tachar, comentar y desandar una y otra vez, con la convicción de que la literatura nos enseña lo que nuestra práctica practica: leer escuchando, escuchar leyendo.
Agradecidos al hallazgo de ambos textos, se escribe entre dos (¿como en un análisis?) con las preguntas que inquietan. Dos nombres, ningún(uno) autor.
Roban a un padre
Peter Orner escribe un libro[1] de relatos breves con sus lecturas preferidas y también algunos recuerdos de infancia.
En el capítulo “Los guantes de mi padre” escribe una demorada confesión:
Como en un antiguo ceremonial, al regresar de un viaje a París, su padre abre lentamente una caja y muestra unos guantes de piel de cordero que compró. Los caballeros medievales estaban obligados a usar guantes, dice exhibiendo ante sus hijos los suyos con algo más que orgullo.
Una semana después al encontrarse solo en la casa, los toma del cajón del recibidor y los esconde en lo profundo de su armario.
Los traslada escondidos en cada mudanza. Ya de adulto los lleva en su valija hasta Namibia y a pesar del frío intenso jamás los usó.
“Un vaso sin lavar, una arruga en la alfombra, un abrigo tirado por ahí, cualquier cosa podía desatar la furia de mi padre”.
Abrumado por la culpa Orner imagina y escribe ficciones en las que reintegra de algún modo los guantes a su padre: devolverlos en una caja por correo y con una carta apócrifa…pero la responsabilidad caía en otro. En otra versión y con un nombre francés, el hijo coloca subrepticiamente los guantes en el cajón del recibidor y el padre los encuentra… confiesa e intenta una explicación que no consigue, “el cuento sigue así de mal hasta el final”.
Nunca pudo devolver los guantes ni en los cuentos ni en la realidad, “mi padre me habría regalado esos malditos guantes, encantado de que por fin algo nos gustara por igual”.
A pesar del terror que le provocaba, lo amaba.
Los guantes suaves como la piel de un bebé, sin uso, se secaron. Solo quería que “tu no los tuvieras, arrancar tal vez esa calma esperanzadora de tu rostro, en el momento en que te los pusiste y los lucías frente al espejo en el recibidor”.
Bitácora 1
Arrancarle ese goce -que el hijo percibe en su padre- de sus manos, que le falte el brillo en la mirada y en las manos enfundadas de un padre amado, pero temido, que inocula terror si algo falla.
Orner transmuta el lugar de espectador a agente de que a su padre le falte lo que ama, tal vez así espera que dé lo que no tiene, tan distinto a esperar que dé lo que tiene: “mi padre me habría regalado esos malditos guantes, encantado de que por fin algo nos gustara por igual”.
Orner padre no da lo que no tiene y por eso su hijo le roba pero también le obedece y, sin saberlo, con él se identifica: preserva a los guantes de arrugas, suciedad y desorden, de eso mismo que irritaba al padre, pero al precio de no usarlos, sustraídos del circuito de la vida: “Ni tú ni yo los usaremos”[2]. Tienen el destino del cofrecito del avaro. Padre e hijo, privados del uso, sin embargo el hijo conserva, sin saberlo, ese poco de ser que el padre había conquistado frente al espejo del recibidor. Vacío vacuo, infértil.
Los guantes se secan sin ser legados. Sin valor de uso, se desvanece su valor de cambio.
O los guantes o la vida.
Pasos cojeantes[3]
De viaje por un país de Oriente, el señor Palomar ha comprado en un bazar un par de pantuflas. De regreso en su casa, trata de calzárselas: se da cuenta de que una pantufla es más ancha que la otra y se le cae del pie.
Recuerda al viejo vendedor sentado sobre los talones en una covacha del bazar delante de un montón desordenado de pantuflas de todas las medidas; lo ve revolver en el montón en busca de una pantufla adecuada a su pie y que le hace probar, después revolver de nuevo y entregarle la presunta compañera, que él acepta sin probársela.
«Tal vez ahora -piensa el señor Palomar- otro hombre camina por aquel país con dos pantuflas desparejadas.» Y ve una enjuta sombra que recorre el desierto cojeando, con un zapato que se le desliza del pie a cada paso, o si no demasiado estrecho, aprisionándole el pie encogido. «Tal vez también él en este momento piensa en mí, espera encontrarme para hacer el cambio. La relación que nos liga es más concreta y clara que gran parte de las relaciones que se establecen entre seres humanos. Y sin embargo no nos encontraremos jamás.»
Decide seguir usando esas pantuflas desparejadas por solidaridad con su desconocido compañero de desventura, para mantener viva esa complementariedad tan rara, ese espejeo de pasos cojeantes de un continente a otro.
Se solaza representándose esa imagen, pero sabe que no corresponde a la verdad. Un alud de pantuflas fabricadas en serie viene periódicamente a reabastecer el montón del viejo comerciante de aquel bazar. En el fondo del montón quedarán siempre dos pantuflas desparejadas, pero mientras el viejo comerciante no agote su reserva (y tal vez no la agotará nunca, y muerto él la tienda con toda la mercadería pasará a sus herederos y a los herederos de los herederos), bastará buscar en el montón y se encontrará siempre una pantufla que forme el par con otra pantufla. Sólo con un comprador distraído como él puede haber un error, pero pueden pasar siglos antes de que las consecuencias de este error repercutan en otro frecuentador del antiguo bazar. Todo proceso de disgregación del orden del mundo es irreversible, pero los efectos quedan ocultos retardados en el polvillo de los grandes números que contiene posibilidades prácticamente ilimitadas de nuevas simetrías, combinaciones, apareamientos.
Pero ¿y si su error no hubiese servido sino para borrar un error precedente? ¿Si su distracción hubiera sido portadora no de desorden sino de orden? «Tal vez el comerciante sabía lo que hacía -piensa el señor Palomar-; al darme aquella pantufla desparejada corregía una disparidad que desde hace siglos se escondía en aquel montón de pantuflas, transmitida durante generaciones en aquel bazar.» El compañero desconocido tal vez cojeaba en otra época, la simetría de sus pasos se corresponde no sólo de un continente a otro, sino a siglos de distancia. No por eso el señor Palomar se siente menos solidario de él. Continúa chancleteando fatigosamente para dar alivio a su sombra.
Bitácora 2
Las pantuflas de Palomar como los guantes de Orner son fundas, hormas que bordean vacíos en espera de que alguien los llene con sus pies o sus manos (tienen algo de la metáfora de la vasija heideggeriana). La diferencia es que las pantuflas son un par "dispar", muy lejos del brillo y la perfección de los guantes de caballero. Guantes que lo miran y que Orner no puede dejar de verlos –sin tenerlos-, capturado por esa mirada (del padre).
Usar las pantuflas hace renquear a quien quiera hacerlas suyas. El caminante de estas pantuflas se inserta en la tradición de los que deben renquear (Edipo y su pie torcido). Con ellas se hereda el problema de todo sujeto: vestir un organismo con la imparidad del significante y así habitar un cuerpo que –siempre- cojea.
El señor Palomar y Orner adquieren de distinto modo.
Orner roba, guarda y no usa.
Palomar paga y confía (no revisa la segunda pantufla, la lleva sin probar). No intenta borrar el intervalo entre ver y mirar. Aceptar sin mirar tiene valor de acto, decide y como corresponde, pierde. Pierde el par perfecto pero gana la causa de lo impar. Hay esquicia entre el ojo y la mirada. Un ojo que no lo ve todo y puede errar. A veces exceso, otras, defecto[4].
Como en la carta robada, mientras un ministro ve todo y se apodera de la carta, el rey no ve. El relato se realiza en que nuevamente la carta al llegar a su destino, falte.
En la obsesión la duda y la revisión infinita de una acción intentan borrar (o al menos prevenir) la pérdida latente de todo acto. El vendedor de pantuflas, a diferencia del padre del relato de Orner, tiene algo de lo que Freud construye en su sueño post-velorio paterno, ese paradójico: se ruega cerrar los ojos/un ojo. El vendedor ve/no ve la falla de las pantuflas. Falla que transmite una cuenta despareja. Orner y Palomar imaginan un modo de emparejar: devolver los guantes, la pantufla restituida (Pero ¿y si su error no hubiese servido sino para borrar un error precedente?). Vacila al pensar si camina como aquél que –supone- también enfunda actualmente sus pies en pantuflas desparejas, o que tal vez al renquear restablece (Tal vez el comerciante sabía) un Cosmos hasta ahí desordenado.
Quizás con la escritura del capítulo “Los guantes de mi padre” encontró, al fin, un modo singular de restituirle los guantes a Orner padre.
Hay algo intolerable en lo dispar y fracasan ambos en el intento de conformar una síntesis de lo heterogéneo.
"Solo hay causa de lo que cojea".[5]
NOTAS [1] Orner P.: ¿Hay alguien ahí?, Chai Editora, Buenos Aires 2020. [2] Un padre relata en la entrevista que su hijo de 15 años es inquieto y que el mes pasado rompió un sifón de vidrio en la mesa, desde ese día decidió que en la casa no se compran más sifones. [3] Calvino I., La pantufla desparejada en Palomar, Siruela, Madrid 2011. [4] “…desapareada, desemparejada por su relación consigo misma. Su exceso remite siempre a su propio defecto e inversamente. Lo que está en exceso por un lado ¿qué es sino un lugar extremadamente móvil? Y lo que está en defecto del otro lado ¿no es acaso un objeto muy móvil ocupante sin lugar, siempre supernumerario y siempre desplazado?...no hay elemento más extraño que esta cosa de dos caras, con dos mitades desiguales o impares. Deleuze G., La lógica del sentido, Paidós, Barcelona 1989, pág. 61. [5] Lacan J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barral Editores, Madrid 1977.
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