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Foto del escritorRevista Adynata

Escuchar la herida en ascuas / Cynthia Eva Szewach

“La paz está en yanta”

Enrique Santos Discépolo


Herida a veces hecha por un sable sin remaches. A Enrique Santos Discépolo no le interesaban las palabras encanutadas, librescas, que están esparcidas en publicaciones académicas, sino que le interesaba y le ocurría “sentir como propia la cicatriz ajena”. Luego, pretendía poseer la capacidad poética para recrearla y hacerla escuchar de forma no panfletaria. Está reflejado su pensamiento en la reunión de “Escritos Inéditos” publicados posterior a su muerte en Ediciones del Pensamiento Nacional.


Hacer escuchar la palabra. Si bien la escucha y la empatía se entraman a veces de manera controversial en nuestra práctica, es difícil imaginar que la escucha analítica carezca de la afectación de instantes discepolianos.


De niño, el poeta y tanguero, había perdido a sus dos padres: “Entonces mi timidez se volvió miedo y mi tristeza desventura”. Una enseñanza clínica maravillosa, el miedo puede haber sido timidez y la desventura, tristeza. Cuenta que tenía un globo terráqueo entre sus útiles escolares. Que frente a esas muertes lo cubrió con un paño negro sin volver a destaparlo. “me parecía que el mundo debía quedar así cubierto con un paño negro”.


Momentos de nuevos y viejos paños negros, los que también atañen a lo colectivo, violencias habilitadas, tiempos de vidrieras enjauladas, de raíces marchitas, con historias múltiples, demandas o exigencias a veces urgidas de respuestas.


La escucha, cada vez, en cada época, lo que entrenamos en forma cotidiana en nuestra tarea. Atestigua de tejidos simbólicos a veces rotos, ausentes, precarios, inarticulados. La escucha oficia como presencia de efectos incalculables. ¿En qué consiste su entrenamiento? Una sensibilidad particular, ese tercer oído que inventa Reik, una manera de registrar las sutilezas del tono en lo que se dice o se semi-dice, en lo silencioso, lo raspado, lo sin sentido que resuena, el susurro entrecortado, lo que parpadea, lo oscuro.


 

Comenzar por escucharnos. Lo que se adquiere en el análisis dice Freud.


Relatar lo que se hace. Dejar a un lado lo ya escrito, hablar. Que surja un texto incierto. Lo que acontece, lo imprevisto. Una política del relato. Una experiencia con el ombligo del lenguaje.


Lo que importa versus lo que se importa. Se escuchan expresiones, entre otras, como: “Voy a evolucionar la historia clínica… hoy no la evolucioné”. La palabra contaminada, encarnada, sin equivocidad, embadurnada de préstamos. Se sustituye un término tan apreciado como “escribir” por otro tipificado, medicinal.


Sumisiones del lenguaje cada vez en aumento en los tiempos que corren en raíces desahuciadas de filiaciones o untadas de plástico, esas que en el escrito de Cristina Peri Rossi llamado “Desarraigados”, sustituyen a las que “unos filamentos nudosos que sin duda se convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra las perdieron, les fueron sustraídas o amputadas”.


Estar a la escucha, en estado de escuchar.


Una niña con la que trabajé algún tiempo quería jugar con los restos, residuos, de las cosas que yo iba a tirar a la basura. Café usado, saquitos de té, yerba, cáscaras. Con ello hacía obras de arte, tortas, monumentos. Puso a prueba cierto lugar resistencial. Teníamos que atravesar una zona putrefacta, de asco. No bastaban los juguetes para hacer como si fuesen residuos, tenían que serlo de veras.


Hacer con los restos, residuos, detritus imprevistos. Escuchar en lo arrasado, escenarios de desigualdades, en esas cosas rotas a las que alguien puede aferrarse que parecen no hacer colección, ni tener historia.


Escuchar en los pasillos, escuchar las palabras en el juego, los ruidos, los ritmos, los fonemas, los silencios mientras se está jugando En el juego está la clave. Escuchar a los médicos que corren, duermen, se fastidian y no pueden detenerse a explicar con ternura. Quedan cada vez más, azuzados por el ultraje de la invasión administrativa de exigencias cegadoras.


Escuchar, en un encuentro analítico, es hacer hablar al olvido y al recuerdo fijo. Es disponerse a la fractura del sentido, y agitar lo que se lee en los cuerpos, muchas veces colonizados, para que se vislumbren como huellas poéticas, desconocidas.


Escuchar es estar a disposición de alojar la pregunta de una infancia internada: “¿me voy a morir?” Que un enojo, un pataleo sobreinterpretado se transforme en tener a quien contar de un terror.


Hacerse un lugar, para hacer un lugar. Nada sencillo cuando los soportes institucionales estallan, hay agobios, desmantelamientos de expectativas y de tiempo. En ocasiones se produce por el establecimiento persistente de alguna confianza, como uno de los nombres de la transferencia.


Escuchar las fragilidades de quienes hacen largas filas que aguardan para pedir turno para atención, y a veces duermen en los bancos de espera de sala, con paciencias forzosas. Escuchar es inventar respuestas que acerquen palabras o acciones en revuelta a esa “amansadora”.


Una persona, trabajadora administrativa de un hospital, quizá cansada, agobiada, resignada transformaba sin notarlo quizá, ese cansancio en expulsión, dejaba por fuera por un “error de sistema” a una mujer que había llevado a su bebé, mal informada por otro sector. La mujer con desasosiego le explicaba que venía de un barrio alejado y que estaba desde la madrugada esperando ese turno. La persona de la ventanilla no la miraba, sólo se dirigía a la pantalla de la computadora diciendo: No. Ningún sentimiento piadoso. Escuchar, oír, azarosamente la escena, en la sola presencia no indiferente, suscitó un modo de ir girando la escena, hasta encontrar algún modo de darle una posible consulta clínica…


Un joven adolescente viene a pedir una entrevista porque se asusta de su pensamiento. Hace días que le golpea en la cabeza un dilema “O elijo la humillación sin salida que me toca vivir o elijo quitarme la vida, tirarme al tren”. Escuchar es advertir que ya haber venido a pedir una entrevista es salir un instante de disyuntiva binaria. Interrogar lo que “toca vivir”, ajusta, aprieta de la codicia externa bajo el nombre de humillación. Salir a decir es un intersticio de esa encrucijada y pensar…una alternativa.


Enigmatizar, desimplosionar, incomprender lo dado por sentado.


¿Un niñito en su primer encuentro me pregunta “vos sabías que yo iba a venir antes de conocerme?” La escucha es alojar la invención de construir una anterioridad donde alguien espera sin saber. Pregunta por el origen de un deseo por advenir. Paradojas. El misterio del inconsciente.


Escuchar es teoría en la acción, es el alojamiento de las intemperies, de las precariedades, de lo que enloquece, de enfermedades que atraviesan los cuerpos, dar letras a violencias mudas o gritadas.


Escuchar las heridas en ascuas. Ese resto, esas cenizas, que pueden quedar en un leño, y todavía arden sin hacer llamas…aún.


Escuchar con los obstáculos, con los traspiés; en el inconsciente el cuerpo cobra voz. Escuchar en la imposibilidad, con lo que fracasa, con las coartadas para protegernos de lo inmundo, con lo que quiere ser desechado, expulsado, en el hallazgo y en el intento de restauración de lo que brilla, aludiendo a la película de Patricio Guzmán, como un botón de nácar.



Rafael Canogar. El herido por la violencia. 1969. Litografia. 56 × 76.4 cm


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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