Orfeo es el mito trágico que pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no-escuchantes y los hablantes. Es la variante brasileña del mito, el hermoso Orfeo Negro de Marcel Camus -realizada en los años cincuenta e inspirada en una obra de teatro de Vinicius de Moraes- la que revela más claramente esta interpretación, que parece estar implícita, sin embargo, en el tejido mismo del relato. Orfeo desciende a los infiernos a salvar a Eurídice; la condición de su rescate, condición impuesta, no por azar, por una ley infernal invocada por Pluto, establece que hasta la salida del Hades Orfeo, que precede a Eurídice, no dará vuelta la cabeza para mirarla[i]. Pero Orfeo no puede resistir la tentación y pierde definitivamente a Eurídice.
En la versión brasileña, Eurídice dice: “Si pudieras escucharme en vez de verme”. El regreso al infierno se cierne como amenaza para la pareja ante la imposibilidad de que el varón escuche a la mujer, que es para él ante todo presencia visible, física o sexual, antes que palabra portadora de sentido. Orfeo, mitad dios y mitad hombre, es el creador de la música, el supremamente escuchable, nunca el escuchante. La condición impuesta a Orfeo, en realidad, consiste en superar esta situación de ensordecimiento, y así responder al deseo más profundo de Eurídice: el ser oída. Una Eurídice invisible, que sólo puede ser escuchada, representa para Orfeo el infierno, porque trastorna todos sus poderes.
En la versión griega del mito, las Ménades, que representan las furias femeninas, descuartizan a Orfeo, el músico que carecía de espacio y tiempo para escuchar a otros, y que por no escuchar tampoco a Eurídice, perdió la visión de ella, quedando así parcialmente ciego. Las Ménades descuartizan a Orfeo y el infierno de Eurídice se sella para siempre. El infierno devora la inaudible música de Eurídice, es decir, el infierno de Eurídice consiste precisamente en ser sacrificada al imperio exclusivo de la música órfica, que entraña la imposibilidad de ser escuchada en su propia palabra, en su propia música[ii].
Varios detalles confirman la plausibilidad de esta hipótesis. La voz de Orfeo no sólo excluye la de Eurídice a la salida del infierno, sino que en un episodio anterior, en su viaje con los Argonautas, el canto de Orfeo ha desplazado al de las sirenas, para impedir que sus compañeros las escuchen. Ellas, despechadas, acaban suicidándose: otra instancia fatal de la supresión de la voz de las mujeres. Orfeo es también considerado sacerdote, el primero en haber escrito los dogmas y rituales de una religión hermética que excluía a las mujeres. Está vinculado asimismo con la sacralización de las relaciones homosexuales entre varones, y es protegido de Apolo, que ama a mujeres y a varones. Las Ménades que lo destrozan son oriundas de Ciconia, de donde también era Eurídice. Es notable que los restos de Orfeo descuartizado vayan a desembocar a Lesbos, patria de la poesía lírica y territorio de Safo. Según Ovidio, las Ménades, para matarlo, utilizan un arado, hecho que acaso represente la venganza matriarcal por el pasaje de la agricultura de la mano de las mujeres a la de los varones. Curiosamente, mientras el nombre de Orfeo significa «la gran voz», el nombre de Eurídice puede analizarse en griego como eurys, amplio, y diké, la justicia que concierne, particularmente en caso de abuso, a personas implicadas en relaciones íntimas. Podría significar, por lo tanto una mirada más amplia —y profunda— en lo que concierne a los vínculos de la pareja. No se olvide que Eurídice es también el nombre de la mujer de Creón, quien se ahorcará cuando éste arrastra al suicidio al hijo de ambos, Hemón, el enamorado de Antígona —otro caso de mujer no escuchada.
Parece entonces que el mito encierra una pluralidad de mensajes, uno de los cuales, acaso el más prominente, es el enfrentamiento de culturas matriarcales y patriarcales. Orfeo es hijo de Calíope, una de las Musas —origen de la música— y su apoteosis final se ve refrendada cuando Zeus transporta su lira a la constelación de su nombre. Parece claro que su figura encarna la rivalidad con la voz femenina, evidenciada ya en el episodio de las Sirenas. Pero lo que nos interesa aquí es que Orfeo —que pasó a la posteridad patriarcal como el héroe-víctima y músico supremo, venerado por poetas y músicos como Rilke y Glück, que se identificaban sin duda con su fascinante voz todopoderosa— es en verdad quien provoca la tragedia. En efecto, ésta se desencadena por su incapacidad de escuchar al otro, que va pareja con su necesidad exasperada y exasperante de escucharse narcísisticamente sólo a sí mismo, y de ser escuchado a costa del silenciamiento ajeno. El mito órfico es entonces también la representación de un monólogo delirante que, pretextando amor, desplaza al interlocutor y lo reduce a la nada de un silencio infernal. A la violencia que representa su negación de la palabra-música de Eurídice contesta la violencia vengativa de su descuartizamiento por las Ménades. La cólera de las Ménades, inspiradas por Dionisio, el dios rival de Apolo, representa la ira femenina por el rechazo de un espacio de amor y atención para la voz de la mujer[iii].
Más allá de la disputa entre los sexos, sin embargo, lo que parece sugerir el mito, desde el fondo de los tiempos, es la trágica circunstancia que hace que los más dotados para la música y la palabra —y los poderes que de estos dones se derivan— sean con frecuencia también los menos dotados para la atención y la escucha. Una figura posible del mito, aquella que estamos explorando en este texto, representa la incapacidad de los seres humanos de escucharnos unos a otros, así como la contumacia de nuestra inconsciente negativa a escuchar a aquello que precisamente nos permite hablarnos: nuestro lenguaje. Así, reducimos a nuestros interlocutores y a nuestro lenguaje a la nada del sinsentido y el olvido.
Cuando se habla de competitividad en el mundo contemporáneo se piensa en general en la capacidad de imponer masivamente pautas y productos culturales e industriales, así como ideas y formas de poder a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Pero lo que subyace a este alud de imposiciones y hace posible su efectividad es un lenguaje monotemático que busca sólo afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende implacablemente la escucha y la necesidad del otro. La palabra fetiche de la propaganda comercial y política desaloja así fieramente a la palabra profunda de la tradición y al léxico del nuevo conocimiento; el jingle remplaza a la canción de cuna, el cliché político a la reflexión original, el autismo mediático a las humildes e inspiradas formas de la estética popular o de las voces marginales.
Con razón dice Margaret Fuller que la literatura —y lo mismo vale para la cultura— no consiste en una colección de libros magníficos, sino en un ensayo de interpretación mutua. La cultura global es en gran medida un remedo de diálogo en que poderosos Orfeos, embebidos narcisísticamente en su propia música, sumergen en el silenciamiento total a los que se supone deben ser rescatados. El cine contemporáneo, con sus megaproducciones, hazañas virtuales y falsos estrellatos, la industria musical de nuestros días, campo de batalla de los intereses del rock, llevan las señales claras —o más bien, exhiben las garras— de una empresa que aspira a imponer pautas de dominio unilateral y conducirnos al infierno del sinsentido —o al nirvana de los zombies— antes que proponer un diálogo abierto donde despunte lo verdaderamente nuevo, lo no dicho, aquello que necesariamente conforma el porvenir. Y así se prolonga y consolida el infierno de Eurídice.
Fuente: Bordelois, Ivonne. Eurídece y Orfeo. En La Palabra Amenazada. Libros del Zorzal. Buenos Aires, 2002.
[i] La prohibición acerca del no mirar atrás no es exclusiva del mito de Orfeo: la reencontramos en el Antiguo Testamento, cuando se narra la maldición de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal al mirar hacia Sodoma en llamas; y también aparece en el Evangelio: «El que pone su mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de Mí».
[ii] El gesto de Orfeo no es único: repica ilimitadamente en la tradición lírica occidental, que implica que el silencio no sólo le es necesario a la mujer sino que constituye uno de sus rasgos eróticos definitorios. Tres ejemplos al caso: Baudelaire: «Sois belle et tais-toi» ; Neruda: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente/ y me oyes desde lejos y mi voz no te toca / Parece que los ojos se te hubieran volado/ y parece que un ángel te besara la boca.» ; Vocos Lescano: «Dices, y mientras dices, lo que dices/ vuelve las cosas claras y felices/ y hasta donde llega el júbilo convoca// Pero callas, y entonces, cuando callas/ se inclina el cielo al sitio donde te hallas/ y se te llena de ángeles la boca.» Por cierto que las teorías del silencio, tan proliferantes en nuestros ensordecedores días, podrían adjudicar una secreta superioridad, un escondido privilegio místico a la mujer en su enigmático silencio. Lo que me interesa mostrar aquí es que el lirismo raramente produce la imagen inversa del varón que seduce a partir de su silencio, y no debemos ni podemos engañarnos acerca del significado de esta asimetría.En su hermosa interpretación de Los Tres Cofrecillos, Freud muestra ejemplos muy persuasivos de la ecuación de la mujer con el silencio —y del silencio con la muerte. El silencio que se otorga como clave a la supuesta identidad de la mujer acaba por desembocar inevitablemente en el silenciamiento de la mujer en la cultura. Baste considerar, entre nosotros, el tiempo y los esfuerzos que han sido necesarios para restituir a su auténtica estatura una voz poética como la de Alfonsina Storni —ignorada públicamente, en su tiempo, por la voz de los Orfeos imperantes, Lugones y Borges. Explorar estos muy interesantes terrenos nos llevaría, con todo, muy lejos de nuestro propósito principal, de modo que dejamos el tema abierto para otra ocasión.
[iii] Como lo sugiere Ludovico Ivanissevich, acaso sea un eco de esa venganza el que Gluck imponga a una intérprete contralto en el papel de Orfeo.
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