1. No hay “revoluciones de Facebook”, sino una nueva ciencia del gobierno: la cibernética
Su genealogía no es muy conocida, pero merece serlo. Twitter desciende de un programa llamado TXTMob, inventado por activistas norteamericanos para coordinarse a través de sus teléfonos celulares durante las protestas en contra de la Convención Nacional Republicana en 2004. La aplicación fue utilizada por unas 500 personas para compartir información sobre las diferentes acciones y movimientos de la policía en tiempo real.
Twitter, lanzado dos años más tarde, fue utilizado con propósitos similares, en Moldavia por ejemplo, y las manifestaciones en Irán del 2009 popularizaron la idea de que se trataba de una herramienta para coordinar la insurgencia, en particular aquella que se alzaba en contra de las dictaduras. En el 2011, cuando los disturbios alcanzaron a una Inglaterra que parecía totalmente impasible, algunos periodistas creyeron firmemente que, al tuitear, la protesta había logrado ir más allá de su epicentro en Tottenham. Parecía evidente, pero un análisis de los hechos demostró que, para comunicarse, los agitadores utilizaron la plataforma BlackBerry, cuyo esquema de seguridad fue diseñado especialmente para ser usado por los altos ejecutivos de bancos y compañías multinacionales, así que el servicio secreto británico ni siquiera tenía las llaves para desencriptarlo. Además, después de los disturbios, un grupo de hackers hackeó el sitio web de BlackBerry para disuadir a la compañía de cooperar con la policía. Efectivamente, Twitter hizo posible la autogestión en este episodio, pero no durante los disturbios, sino después, cuando un grupo de ciudadanos voluntarios limpiaron y repararon los daños causados por las confrontaciones y saqueos. Se trató de un esfuerzo coordinado por CrisisCommons, una “red global de voluntarios que trabajan juntos para construir y utilizar herramientas tecnológicas, con el fin de ayudar a responder en casos de desastre y mejorar la resiliencia y la preparación para afrontar las crisis”. En esos momentos, un periodicucho francés de izquierda comparó las acciones de aquellos voluntarios ingleses con la organización de los Indignados en la Puerta del Sol. La comparación entre una iniciativa cuyo fin era el rápido restablecimiento de la normalidad, y otra que pretendía organizar la vida de miles de personas en una plaza ocupada ante constantes cargas policiales, parece más bien absurda. A menos que veamos en ambas nada más que dos diferentes gestos cívicos conectados y espontáneos. A partir del 15-M, los Indignados españoles, o al menos un buen número de ellos, se hicieron notar por su fe en una cierta utopía ciudadana. Para ellos, las redes sociales no solamente habían acelerado la expansión de su movimiento en el 2011, sino también, y de forma importante, habían definido los términos de una nueva forma de organización política, de lucha y de relación social: una democracia conectada, participativa y transparente. Tal vez esos “revolucionarios” tendrían un disgusto al saber que comparten su visión con personajes como Jared Cohen, el consejero de la lucha antiterrorista del gobierno norteamericano, quien contactó a Twitter durante la “Revolución Iraní” del 2009 para pedirles que mantuvieran activo el servicio a pesar de la censura que ejercía el país asiático.
Recientemente, Cohen escribió, junto con el ex CEO de Google, Eric Schmidt, The New Digital Age (La nueva era digital), un escalofriante libro sobre política. Ya desde la primera página es posible leer frases engañosas, como ésta: “Internet es el mayor experimento anarquista de la historia”.
“En Tripoli, Tottenham o Wall Street, miles de personas han protestado en contra de políticas fallidas, y de las magras posibilidades ofrecidas por los sistemas electorales...
Han perdido la fe en los gobiernos y, en general, en las instituciones que ejercen el poder de forma centralizada... No existe una justificación válida para mantener un sistema democrático en el que la participación pública no va más allá del voto. Vivimos en un mundo en el que cualquier persona puede ayudar a escribir la Wikipedia, pasar sus veladas moviendo un telescopio a través de internet y haciendo descubrimientos más allá de este mundo, conectarse para colaborar en la organización de protestas en el mundo físico o virtual, como por ejemplo las revoluciones en Egipto o Túnez, o las manifestaciones de los Indignados a lo largo de España, o estudiar los cables revelados por WikiLeaks. Las mismas tecnologías que nos permiten trabajar juntos a pesar de la distancia están creando la expectativa de gobernarnos a nosotros mismos cada vez mejor.” Quien escribió estas líneas no es una “indignada”, y si lo es, se trata en todo caso de una que ha acampado durante largo tiempo en las oficinas de la Casa Blanca: Beth Noveck, quien dirigió la Open Government Initiative (Iniciativa para el Gobierno Abierto) de la administración de Obama. Esta iniciativa parte de la premisa según la cual la función gubernamental debería consistir en vincular a los ciudadanos y permitirles el acceso a la información que actualmente se encuentra capturada dentro de la maquinaria burocrática.
Las palabras de Noveck resuenan en los dictados de la alcaldía de Nueva York: “la estructura jerárquica basada en la noción de que el gobierno sabe lo que es bueno para ti es obsoleta. El nuevo modelo para este siglo depende de la cocreación y la colaboración”.
No nos sorprende saber que el concepto llamado Open Government Data (Datos Gubernamentales Abiertos) no fue formulado por políticos, sino por expertos informáticos: por fervientes defensores del desarrollo de software open source, claro está, que invocaron su convicción de que “cada ciudadano debe participar en el gobierno”, inculcada en ellos por los padres fundadores de la patria norteamericana. Según esta visión, el papel del gobierno se debería reducir al de facilitar y liderar proyectos y, en última instancia, al de ser “una plataforma para coordinar la acción ciudadana”. Los paralelismos con las redes sociales se asumen aquí plenamente. “¿Cómo puede la ciudad pensarse a sí misma en la forma que lo hace el ecosistema de desarrollo de Facebook o Twitter?” es la pregunta que resuena en las mentes del personal de la alcaldía de Nueva York. “Pensar de esta manera podría permitirnos producir una experiencia de gobierno más centrada en el usuario. No se tratará solamente de consumir, sino de coproducir los servicios gubernamentales y la democracia.” Y aun si estas declaraciones pueden verse como divagaciones alejadas de la realidad, o como productos de los cerebros más bien sobrecalentados de Silicon Valley, no por ello dejan de confirmar el hecho de que la práctica del gobierno se identifica cada vez menos con la soberanía del Estado. En la era de las redes, gobernar significa garantizar la interconexión entre personas, objetos y máquinas, así como la circulación libre (es decir, transparente y controlable) de la información que se genera de esta forma. Esta forma de gobierno es una práctica que ya está en curso, y ocurre, casi en su totalidad, fuera de los aparatos del Estado, aun cuando éstos intentan a toda costa mantenerla bajo control. Queda cada vez más claro que Facebook no es tanto el modelo de una nueva forma de gobierno, sino su realidad ya en operación. Sin embargo, el hecho de que algunos revolucionarios hayan empleado esa herramienta (y aún lo hacen) para vincularse masivamente en las calles solamente demuestra que es posible, en ciertos casos, usar Facebook en contra de sí mismo: en contra de su función esencial, que consiste en hacer de policía.
Cuando los ingenieros informáticos logran entrar a los palacios presidenciales y a las oficinas de los alcaldes de las mayores ciudades del mundo, tal como lo están haciendo ahora, no es para instalarse allí, sino más bien para explicar a los residentes las nuevas reglas del juego: ahora, las administraciones deberán competir con proveedores alternativos de los mismos servicios que, desafortunadamente para ellas, les llevan ya varios pasos de ventaja. Al presentar sus nubes como refugios que protegerán a los gobiernos de las revoluciones mediante servicios descentralizados tales como el registro de la propiedad, próximamente disponible como aplicación para smartphone, los autores de The New Digital Age informan que “en el futuro, las personas no solamente harán respaldos de sus datos: también harán respaldos de su gobierno.” Y en el caso de que no haya quedado claro quién manda ahora, concluyen: “los gobiernos pueden derrumbarse, las guerras pueden destruir las infraestructuras físicas, pero las instituciones virtuales sobrevivirán”. Podemos ver que aquello que se esconde detrás de la apariencia inocente de la interfaz de Google y su eficiente motor de búsqueda es un proyecto explícitamente político, ni más ni menos. Una empresa que mapea el planeta Tierra, enviando a sus equipos a todas las calles de todos los pueblos y ciudades no puede tener propósitos meramente comerciales. Uno nunca mapea un territorio del cual no pretende apropiarse.
“¡No seas malo!i”: entrégate.
Es un tanto preocupante notar que, bajo las tiendas de campaña que cubrieron el Zucotti Parkii y en las oficinas de planeación (situadas un poco más arriba en el horizonte neoyorquino), la respuesta al desastre se concibió en los mismos términos: conexión,
networking, autoorganización. Esta coincidencia indica que, al mismo tiempo que se implementaban las tecnologías de comunicación que no solamente cubrirían la Tierra con su red, sino que conformarían la textura misma del mundo en el que vivimos, una determinada manera de pensar y gobernar estaba en proceso de erigirse sobre las demás. Ahora bien, los principios básicos de esta ciencia del gobierno fueron formulados por los mismos ingenieros y científicos que inventaron los medios técnicos para su aplicación. La historia es la siguiente. En los años cuarenta, mientras concluía su trabajo en el ejército norteamericano, Norbert Wiener se propuso establecer tanto una nueva ciencia como una nueva definición del hombre, y de su relación con el mundo y consigo mismo. En el equipo estaba además Claude Shannon, un ingeniero en los laboratorios Bell y MIT, cuyas investigaciones teóricas acerca del sampleado contribuyeron al desarrollo de las telecomunicaciones. También participó el sorprendente Gregory Bateson, un antropólogo de Harvard quien, durante la Segunda Guerra Mundial, fue empleado por el servicio secreto norteamericano para trabajar en el sudeste asiático; fue además un sofisticado entusiasta del LSD y fundador de la escuela de Palo Altoiii. Estaba también el truculento John von Neumann, autor del First Draft of a Report on the EDVAC (Primer borrador de un reporte sobre la EDVAC), considerado como el texto fundacional de las ciencias computacionales ―inventor de la teoría de juegos, contribución decisiva al modelo económico neoliberal― promotor de un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética y, finalmente, fiel servidor del ejército norteamericano y la incipiente CIA tras haber determinado los puntos óptimos desde dónde arrojar la Bomba sobre Japón. Estas personas, que aportaron las contribuciones sustanciales al desarrollo de los medios de comunicación y el procesamiento de datos después de la Segunda Guerra Mundial, fueron las mismas que sentaron las bases de la “ciencia” a la que Wiener llamó cibernética. Un término que Ampère había tenido a bien definir un siglo antes como “la ciencia del gobierno”. Así, al hablar sobre la cibernética nos referimos a un arte de gobernar cuyos momentos formativos están ya casi olvidados, pero cuyos conceptos fueron abriéndose camino por debajo de la tierra y alimentando tanto el desarrollo de las tecnologías de la información, como la biología, la inteligencia artificial, la administración o las ciencias cognitivas, a la vez que se tendía una infinidad de cables a lo largo de la superficie del planeta.
No estamos atravesando, desde 2008, una “crisis económica” abrupta e inesperada: simple y sencillamente estamos atestiguando el lento colapso de la economía política como arte de gobernar. La economía nunca ha sido una realidad o una ciencia: desde su origen en el siglo XVII no ha sido más que un arte (con toda la artificialidad que la palabra implica) de gobernar a la población. Según la economía política, si se deseaban evitar los disturbios era necesario evitar la escasez ―de allí la importancia de los cereales― y se debía producir riqueza para incrementar el poder del soberano. “El camino más seguro para todo gobierno es el de confiar en los intereses de los hombres”, decía Hamiltoniv.
Una vez que se elucidaron las leyes “naturales” de la economía, gobernar significó permitir que sus mecanismos armoniosos operaran libremente, así como movilizar a los hombres mediante la manipulación de sus intereses. La armonía, los comportamientos predecibles y racionales de todos los actores, la promesa de un futuro radiante: todo ello implicaba, según la visión clásica, una cierta confianza: la capacidad de dar crédito. Hoy, son precisamente esos viejos principios de la práctica gubernamental los que quedan pulverizados gracias a la gestión política por medio de la crisis permanente. No estamos experimentando una crisis de confianza, sino el fin de la confianza, que se ha convertido ya en algo superfluo para el gobierno. Allí donde reinan el control y la transparencia, donde el comportamiento del sujeto es anticipado en tiempo real mediante el procesamiento algorítmico de una masa de datos siempre disponibles sobre él, deja de existir la necesidad de que confiemos en los que gobiernan, o de que ellos confíen en nosotros. El monitoreo intensivo será más que suficiente. Como dijo Lenin, “la confianza es buena, el control es mejor”.
La crisis que Occidente experimenta es la crisis de la confianza en sus propios fundamentos, en su conocimiento, su lengua, su racionalidad, su liberalismo, su sujeto y su mundo, y se remonta de hecho al siglo XIX cuando, a partir de la Primera Guerra
Mundial, fue abriéndose paso en todos los dominios. La cibernética se desarrolló precisamente sobre esa herida abierta de la modernidad. Se autoafirmó como remedio a la crisis existencial, y por lo tanto gubernamental, de Occidente. Así lo señaló Norbert
Wiener: “somos náufragos en un planeta condenado. Sin embargo, aun en medio de un naufragio, la decencia y los valores humanos no tienen por qué desaparecer, así que debemos aprovecharlos al máximo. Si habremos de hundirnos, que sea de una manera que esté a la altura de nuestra dignidad”. El gobierno cibernético es intrínsecamente apocalíptico. Su propósito es el de impedir localmente el movimiento espontáneamente entrópico y caótico del mundo, así como el de asegurar “enclaves de orden”, estabilidad y ―¿quién sabe?― la autorregulación perpetua de los sistemas por medio de la circulación irrestricta, transparente y controlable de la información. “La comunicación es el aglutinante de la sociedad, y aquellos cuyo trabajo consista en mantener abiertos sus canales serán de quienes dependa, en gran medida, la continuidad o caída de nuestra civilización”, declaró Wiener, creyendo que sabía lo que decía. Como en todo periodo de transición, el paso de la vieja gobernabilidad económica a la cibernética incluye una fase de inestabilidad: una apertura histórica en la que la propia gobernabilidad como tal puede ser puesta en jaque.
2. ¡Guerra contra todo lo smart!
En los años ochenta, Terry Winograd, mentor de Larry Pagev, y Fernando Flores, el entonces ministro de finanzas de Salvador Allende, propusieron que “el diseño ontológico” es el aspecto más importante en lo que al diseño de las tecnologías de la información se refiere. “Al surgir de nuestras formas ya existentes de estar en el mundo, y afectar profundamente las clases de seres que somos, [el diseño de las tecnologías de la información] constituye una intervención en el trasfondo de nuestro patrimonio... es necesariamente una tarea reflexiva y política.” Es posible decir lo mismo sobre la cibernética. Oficialmente, aún estamos siendo gobernados por el viejo paradigma dualista occidental según el cual existen el sujeto y el mundo, el individuo y la sociedad, la mente y el cuerpo, lo vivo y lo no-vivo. Generalmente, consideramos estas distinciones como válidas. Pero en realidad, el capitalismo bajo la influencia de la cibernética pone en práctica una ontología, y por lo tanto una antropología, cuyos elementos cruciales permanecen reservados para un selecto grupo de iniciados. El sujeto racional de Occidente, al aspirar a dominar el mundo y todo lo que en él puede ser gobernado, da lugar a la concepción cibernética de un ser sin entrañas, un yo sin yo, un ser emergente y climático constituido por su exterioridad y sus vínculos. Un ser que, bien armado con su Apple Watchvi, llega a entenderse satisfactoriamente a sí mismo solamente a partir de datos externos, es decir, las estadísticas que cada uno de sus comportamientos genera.
Es un Yo Cuantificado dispuesto a monitorear, medir y optimizar frenéticamente cada uno de sus gestos y sus afectos. Para la cibernética más avanzada ya no existe el hombre y su entorno, sino un sistema-ser que es, en sí mismo, parte de un ensamblaje complejo de sistemas de información y concentradores de procesos autónomos: un ser que puede entenderse mejor desde el camino medio del budismo indio que desde Descartes. “Para el hombre, estar vivo significa lo mismo que participar en un amplio sistema global de comunicación”, afirmó Wiener en 1948.
Así como la economía política produjo un homo economicus, manejable dentro del marco de los estados industrializados, la cibernética está produciendo su propia humanidad. Una humanidad transparente, vaciada por efecto de los propios flujos que la atraviesan, electrificada y conectada al mundo a través de la información y el creciente número de aparatos que la difunden. Se trata de una humanidad inseparable de su entorno tecnológico, puesto que éste la constituye y, por lo tanto, la maneja. Tal es el objeto actual del gobierno: ya no el hombre o sus intereses, sino su “entorno social”. Un entorno cuyo modelo es la smart city (ciudad inteligente). Smart ya que, mediante sus miles de sensores, produce información cuyo procesamiento en tiempo real hace posible la autogestión. Smart, en fin, puesto que produce y es producida por habitantes smart. La economía política solía reinar sobre las personas dejándolas libres para perseguir sus propios intereses; la cibernética, en cambio, las controla al otorgarles la libertad de comunicarse. “Necesitamos reinventar los sistemas sociales en un entorno controlado”, escribió en un artículo publicado en el 2011 el profesor del MIT Alex Pentland. La visión más petrificante y realista de la metrópoli por venir no se encuentra en los folletos que la compañía IBM reparte en las oficinas de los gobiernos de las grandes ciudades con el fin de vender software para administrar los flujos de agua, electricidad o transporte. Es más bien aquella que, en principio, se desarrolló “en contra” de una visión Orwelliana de la ciudad, y que prescribe ciudades “más inteligentes”, coproducidas por sus propios residentes (al menos por aquellos que se encuentren bien conectados). Otro profesor, también del MIT, se regodeaba al vislumbrar la capital de Cataluña como un espacio que se irá convirtiendo, poco a poco, en una ciudad fabvii: “sentado aquí en el corazón de Barcelona, veo una nueva ciudad siendo inventada: una donde todo el mundo tendrá acceso a las herramientas para hacerla completamente autónoma”. Así, los ciudadanos ya no serán subalternos, sino gente smart: “receptores y generadores de ideas, servicios y soluciones”, según un profesor más. Según esta visión, la metrópoli no se vuelve smart gracias a las decisiones o acciones de un gobierno central, sino que sus cualidades “inteligentes” emergen como un “orden espontáneo” cuando sus habitantes “encuentran nuevas formas de producir, conectar y dar sentido a sus propios datos”. Es así como surge la metrópoli resiliente, capaz de resistir cualquier desastre.
Tras la promesa futurista de un mundo lleno de personas y objetos totalmente conectados, en el que los coches, los refrigeradores, los relojes, las aspiradoras y los dildos estarían directamente conectados entre sí, y también a internet, hoy tenemos algo que ya es directamente observable: el funcionamiento del sensor más polivalente de todos: yo. Corrí, así que inmediatamente compartí mi ruta, mi tiempo, mi rendimiento y la evaluación de mi carrera. Siempre posteo fotos de mis vacaciones, mis veladas, mis revueltas, mis colegas; de lo que voy a comer y de a quién me voy a coger. En apariencia no hago gran cosa; sin embargo, produzco un torrente continuo de datos. Trabaje o no, mi vida cotidiana permanece igualmente valiosa: es un verdadero stock de información.
“Gracias a una extensa red de sensores, podremos vernos a nosotros mismos con los ojos de Dios. Por primera vez podremos mapear con precisión el comportamiento cotidiano de grandes masas de personas”, dice con entusiasmo uno más de los brillantes profesores. Los enormes y refrigerados edificios donde se almacenan nuestros datos son las verdaderas oficinas del gobierno de hoy en día. Al hurgar entre las bases de datos producidas y actualizadas continuamente por las vidas cotidianas de las personas conectadas, el gobierno busca correlaciones útiles. No para establecer leyes universales, ni siquiera para encontrar “porqués”, sino más bien “cuándos” y “dóndes” que permitan hacer predicciones únicas y localizadas: las bases de datos como oráculos contemporáneos. De esta manera, se revela la ambición explícita de la cibernética, que es la de gestionar lo impredecible y gobernar lo ingobernable en vez de intentar destruirlo. La cuestión del gobierno cibernético no es solamente la de anticipar los hechos para crear planes de acción, como ya ocurría en la era de la economía política, sino también la de actuar directamente sobre lo virtual, es decir, la de estructurar las probabilidades.
Pongamos un ejemplo: hace algunos años, la policía de Los Ángeles compró un nuevo software llamado PredPol. Basándose en un cúmulo de datos estadísticos, este software calculaba, barrio por barrio, calle por calle, la probabilidad de que se cometiera algún crimen específico. A partir del resultado, cuyo cálculo se actualizaban en tiempo real, el propio programa organizaba el patrullaje de la policía a lo largo y ancho de la ciudad. En 1948, uno de los fundadores de la cibernética escribió en Le Monde: “ahora podemos soñar un tiempo en el que la máquina de gobernar (la machine à gouverner) compensará ―para bien o para mal, ¿quién sabe?― las obvias carencias de los líderes y de los aparatos tradicionales de la política”. Cada época sueña con la siguiente, aun cuando el sueño de una puede convertirse en la pesadilla cotidiana de la otra.
El objeto de las grandes cosechas de información personal no es el rastreo individualizado de cada miembro de la población. Si, al insinuarse, los vigilantes se infiltran en las vidas íntimas de todas y cada una de las personas, no es tanto para construir archivos individuales sino para ensamblar enormes bases de datos cuyo sentido es esencialmente numérico. Resulta más eficiente encontrar correlaciones entre características comunes compartidas por individuos entre una multitud de perfiles, y derivar de ellas todo tipo de implicaciones posibles. Al gobierno cibernético ya no le interesa lo individual, lo presente o lo entero, sino exclusivamente aquello que hace posible determinar las líneas de fuga potenciales de sus gobernados. Así, la ventaja de aplicar este tipo de vigilancia a perfiles, eventos y virtualidades es que las entidades vigiladas, cuya esencia es meramente estadística, no la encuentran ofensiva. Esto hace creer a los individuos que no están siendo monitoreados, o al menos no personalmente.
Mientras que la gobernabilidad cibernética ya está operando según los términos de una lógica completamente nueva, los sujetos gobernados siguen pensando en sí mismos de acuerdo con el paradigma anterior. Creemos que nuestros datos “personales” nos pertenecen, como nuestro coche y nuestros zapatos, y que al permitir a Google, Facebook, Apple o Amazon o la policía tener acceso a ellos estamos ejerciendo inocentemente nuestra “libertad individual”, sin darnos cuenta de que hacerlo tiene efectos inmediatos sobre quienes se rehúsan, y que por ello podrán ser tratados sucesivamente como sospechosos, como subversivos en potencia. “Con toda seguridad”, predice The New Digital Age, “habrá personas que se resistirán a adoptar y a usar la tecnología.
Personas que no querrán tener nada que ver con perfiles virtuales, sistemas de datos en línea o smartphones. Sin embargo, el gobierno podrá sospechar que quienes se rehúsan completamente a entrar en la esfera tecnológica tienen algo que esconder y, por lo tanto, ser más proclives a cometer delitos. En consecuencia, y como medida antiterrorista, el gobierno seguramente construirá un registro de personas ocultas: si no has registrado tu perfil en cualquiera de las redes sociales o servicios móviles, y las referencias a tu persona son especialmente difíciles de encontrar en internet, podrás ser considerado como candidato a ser incluido en el registro. Además, podrías ser sujeto a un estricto conjunto de reglamentos especiales, que incluirán la revisión rigurosa en los aeropuertos, y hasta la restricción de tus desplazamientos.”
3. La pobreza de la cibernética
Así que los servicios de seguridad están empezando a otorgar más credibilidad a un perfil de Facebook que a la persona que supuestamente se esconde detrás de él. Ésta no es más que una señal de la porosidad que existe entre aquello que aún llamamos virtual y lo real. La datificación acelerada del mundo provoca que nuestras ideas sobre la separación entre el mundo real y el mundo online, entre la realidad y el ciberespacio, sean cada vez menos sostenibles. “Mira lo que hacen Android, Gmail, Google Maps, Google Search. Es lo mismo que hacemos nosotros: creamos productos sin los cuales las personas no pueden vivir”, dicen en Mountain Viewviii. Sin embargo, en los últimos años, la omnipresencia de dispositivos conectados en todo rincón de la vida ha disparado ciertos reflejos de supervivencia. Algunos dueños de bares, por ejemplo, han decidido prohibir el uso de los lentes Google Glass en sus establecimientos ―que, como resultado de la prohibición, se volvieron verdaderamente hip, hay que decirlo―. Están floreciendo más iniciativas como ésta, que animan a la gente a desconectarse ocasionalmente (un día a la semana, durante un fin de semana o un mes) para que tomen nota de su dependencia de los artefactos tecnológicos y vuelvan a experimentar el contacto auténtico con la realidad.
Pero está claro que esos intentos suelen ser inútiles. Ese placentero fin de semana a orillas del mar, con la familia y sin smartphone, se vive como una experiencia de desconexión, es decir, como algo que desde el primer momento se pospone hasta un futuro momento de reconexión en el que la experiencia será compartida en internet.
Eventualmente, y a pesar de la creciente objetificación de la relación abstracta del hombre occidental con el mundo, debida al enorme complejo de aparatos y al universo de reproducciones virtuales que lo inunda, se reabre paradójicamente el camino hacia la presencia. Siguiendo este camino, que nos ha llevado a distanciarnos de todo, acabaremos por distanciarnos también de nuestro propio desapego. Y así la avalancha tecnológica terminará por restaurar nuestra capacidad de emocionarnos ante la existencia desnuda y sin pixeles de una madreselva. Habremos de requerir toda clase de pantallas interponiéndose entre la realidad y nosotros antes de poder reclamar nuestra comunidad con el brillo singular del mundo sensible, nuestra capacidad de asombro ante lo que está allí. Harán falta cientos de “amigos” con los cuales nada tendremos que ver, y que a la primera oportunidad nos pondrán likes en Facebook sólo para dejarnos en ridículo más adelante, para ser finalmente capaces de redescubrir el antiguo sabor de la amistad.
Después de haber fracasado en la creación de computadoras capaces de igualar a los seres humanos, ellos mismos se han propuesto empobrecer la experiencia humana hasta un punto en el que la vida puede confundirse con su modelo digital. ¿Somos capaces de visualizar el desierto humano que tuvieron que crear para hacer que la existencia en las redes sociales apareciera como algo deseable? Sucedió de la misma manera en que el viajero fue reemplazado por el turista, con el fin de hacer posible que éste pagara por ir a cualquier parte del mundo en forma de holograma mientras permanecía en su habitación.
Pero aun la experiencia real más sutil hará pedazos la maldad que hay detrás de estas ilusiones. Será justamente esa pobreza de la cibernética lo que acabará derribándola al final. Para una generación hiperindividualista cuya principal forma de socialización ha tenido lugar a través de las redes sociales, la huelga de estudiantes de 2012 en Quebec fue, en primer lugar, una impresionante revelación del poder insurreccional que posee el mero hecho de estar y moverse juntos. Resultó evidente que ese encuentro no tenía precedente cuando aquellas amistades insurgentes comenzaron a atacar las formaciones de la policía. Las trampas y los controles fueron inútiles contra esos ataques; de hecho, se convirtieron en simples medios a través de los cuales los insurgentes podían probar la fuerza de su unión. “El final del Yo será la génesis de la presencia”, vaticinó Giorgio Cesarano en su Survival Manual (Manual de Supervivencia).
La virtud de los hackers ha sido la de basar su práctica en la materialidad del mundo supuestamente virtual. En palabras de un miembro de Telecomix, un grupo de hackers conocidos por haber ayudado a los ciudadanos sirios a esquivar la censura estatal de las comunicaciones en internet, si un hacker se adelanta a su tiempo es porque “no ha pensado en su herramienta como un mundo virtual separado, sino como una extensión de la realidad física”. Esta afirmación resulta aún más evidente ahora que el movimiento hacker se ha extendido más allá de las pantallas y ha abierto espacios (hackerspaces) en los que las personas pueden analizar, jugar y ensamblar software digital y artefactos tecnológicos. La expansión reticular del Do It Yourself (Hazlo Tú Mismo) ha generado toda una gama de posibilidades basadas en el libre jugueteo con las cosas, las calles, las ciudades, las sociedades, la vida misma. Algunos progresistas patológicos se han apresurado al ver en este fenómeno el inicio de una nueva economía, incluso una nueva civilización, esta vez enfocada en “crear” y “compartir”. Pero a ellos no parece importarles que la economía capitalista actual también valora la “creatividad”, y han sido sus empresarios quienes la han llevado más allá de las viejas restricciones industriales. Se incita a los gerentes a facilitar la libre iniciativa de sus empleados, a alentar los proyectos innovadores, la creatividad, el genio, incluso la rebeldía ―“la empresa del futuro deberá proteger a los rebeldes, puesto que ellos serán los innovadores capaces de crear racionalidad en medio de lo desconocido”, se dice―. Hoy en día, el valor no se busca en las nuevas características de un producto, ni siquiera en su sentido o en su capacidad para crear deseo, sino en la experiencia que éste ofrece al consumidor. Así que, ¿por qué no ofrecerle la experiencia definitiva, la de desplazarse hasta el otro extremo del proceso creativo? Desde esta perspectiva, los hackerspaces o fablabs (Término con el cual suelen nombrarse los espacios equipados para la fabricación de objetos usando impresoras 3D)se convierten en espacios donde los proyectos de los consumidores-innovadores pueden hacerse realidad, y desde donde pueden llegar a emerger nuevos mercados. Como muestra, la compañía TechShop de San Francisco desarrolla un nuevo tipo de “gimnasio” al que, por una cuota anual de membresía, “uno puede ir a crear cosas y desarrollar sus propios proyectos”.
El hecho de que el ejército norteamericano financie espacios como el de San Francisco bajo el programa Cyber Fast Track de la agencia DARPA (Defense Advanced Research Project Agency, Agencia de Proyectos Avanzados de Defensa) no desacredita a los hackerspaces como tales. En todo caso, no lo hace más que la propia condena de estos espacios a participar en una restructuración más del proceso de producción capitalista, algo que suele suceder desde el momento en que son absorbidos por el movimiento makerix y convertidos en sitios de producción colaborativa donde es posible construir y reparar objetos industrializados, o desviarlos de sus usos originales. Pero los juegos para construir aldeas, como el que propone el proyecto Open Source Ecologyx y sus 50 máquinas modulares ―tractores, molinos, mezcladoras de cemento, etc.― o los módulos de vivienda Do It Yourself también podrían tener destinos distintos a los de fundar “pequeñas civilizaciones con todas las comodidades modernas”, o crear “nuevas economías” o “sistemas financieros” o “nuevas formas de gobernanza” desde cero, tal como fantasea el gurú de turno. La agricultura urbana que se practica sobre las azoteas de edificios o en terrenos industriales vacíos, como las 1 300 huertas comunitarias de Detroit, podría tener otras ambiciones, distintas a la de participar en la recuperación económica o fortalecer la “resiliencia en zonas de desastre.” Los ataques en contra de bancos y empresas multinacionales de seguridad o telecomunicaciones, como los que han orquestado Anonymous/LulzSec, bien podrían ir más allá del ciberespacio. Como dijo un hacker ucraniano, “cuando tienes que preocuparte por tu supervivencia, dejas de imprimir cosas en 3D más bien rápidamente. Es entonces cuando encuentras un plan diferente”.
4. Técnicas contra la tecnología
Entra aquí la famosa “cuestión de la tecnología”, que sigue siendo un punto ciego dentro de los movimientos revolucionarios. Un sabihondo cuyo nombre podemos omitir describió la tragedia francesa de la siguiente manera: “un país mayoritariamente tecnofóbico dominado por una élite mayoritariamente tecnofílica”. Quizá esta observación no pueda aplicarse al país entero, pero sí a sus ambientes más radicales. La mayoría de marxistas y post-marxistas complementan su inclinación atávica por la hegemonía con un apego definitivo por la tecnología-que-emancipa-al-hombre, mientras que un gran porcentaje de anarquistas y post-anarquistas se sienten cómodos siendo una minoría y adoptando posturas generalmente hostiles hacia “la tecnología”. Cada tendencia cuenta incluso con su caricatura: por un lado están los seguidores de Antonio Negri, devotos del cyborg y de la revolución electrónica emprendida por las multitudes conectadas; y del otro los antiindustriales, que han convertido la crítica al progreso y el “desastre de la civilización tecnológica” en un género literario bastante provechoso, así como en una ideología marginal en la que uno puede, al menos, mantenerse a salvo después de no haber sido capaz de vislumbrar posibilidad revolucionaria alguna. La tecnofilia y la tecnofobia forman una pareja diabólica unida por una falsedad central: la que afirma que “lo técnico” existe.
Aparentemente, dentro de la esfera de la existencia humana, es posible dividir entre lo que es técnico y lo que no lo es. Pero, de hecho, no es así. Uno solamente debe observar el estado incompleto en el que nacen los humanos, el tiempo que les toma lograr
desplazarse por el mundo o hablar, para darse cuenta de que su relación con el mundo no viene dada en lo más mínimo, sino que es más bien el resultado de todo un proceso de elaboración. Puesto que no se debe a una compatibilidad natural, la relación del hombre con el mundo es esencialmente artificial, o técnica, si preferimos hablar en griego. Cada mundo humano es una particular configuración de técnicas culinarias, arquitectónicas, musicales, espirituales, lingüísticas, agrícolas, eróticas, marciales, etc. Y precisamente por esto podemos decir que no existe una esencia humana genérica: solamente existen técnicas específicas. También porque cada técnica configura un mundo, materializando así una cierta relación con él, una cierta forma de vida. Entonces, uno no “construye” una forma de vida: uno simplemente incorpora técnicas a partir del ejemplo, del ejercicio o el aprendizaje. He aquí la razón por la que el mundo que nos es familiar rara vez nos parece “técnico”: porque el conjunto de artificios que le dan su estructura ya forma parte de nosotros. Más bien son aquellos quienes no nos son familiares los que parecen poseer una extraña artificialidad. Podemos deducir de esto que el carácter técnico de nuestro mundo solamente se revela en dos circunstancias: la invención y la avería. Solamente cuando presenciamos un descubrimiento, o cuando falta, se descompone o se rompe algún elemento familiar, la ilusión de que vivimos en un mundo natural cede ante la evidencia de lo opuesto.
Las técnicas no pueden reducirse a una colección de instrumentos equivalentes entre los cuales el Hombre, ese ser genérico, puede elegir y utilizar uno cualquiera sin que su esencia se vea afectada. Toda herramienta configura y encarna una relación particular con el mundo, y los mundos formados de esta manera no son equivalentes, o al menos no lo son más que los humanos que los habitan. Y según este mismo indicio, vemos que dichos mundos tampoco pueden ser ordenados jerárquicamente. Nada puede calificar a cualquiera de estos mundos como “más avanzado” que los demás. Son sencillamente distintos, cada uno con su propio potencial y su propia historia. Para poder jerarquizar los mundos es necesario introducir un criterio implícito que haga posible la clasificación de las diferentes técnicas. En el caso del progreso, este criterio reside en la simple productividad cuantificable de las técnicas, considerada independientemente de las implicaciones éticas de cada una de ellas, o del mundo sensible que éstas generan. Por este motivo, no existe más progreso que el progreso capitalista, y esto a su vez explica por qué el capitalismo consiste en la destrucción ininterrumpida de lo existente. Además, el hecho de que las técnicas producen mundos y formas de vida no significa que la esencia del hombre es la producción, tal como creyó Marx. Y he aquí lo que tanto tecnófilos como tecnófobos pasan por alto: la naturaleza ética de toda técnica.
Hay que añadir que la pesadilla de esta época no tiene que ver con el hecho de que nos encontremos en la “era de la técnica”, sino en la “era de la tecnología”. La tecnología no es la consumación del desarrollo técnico sino, por el contrario, la expropiación de las distintas técnicas constitutivas de lo humano. La tecnología es la sistematización de las técnicas más efectivas y, por lo tanto, el aplanamiento y empobrecimiento de los mundos y relaciones con el mundo que todos deberíamos poder desplegar. La tecnología es el discurso acerca de las técnicas que se proyecta constantemente sobre la realidad material. Así como la ideología de la fiesta significa la muerte de la verdadera fiesta, o la ideología del encuentro significa la imposibilidad real de encontrarse, la tecnología es la neutralización de todas las técnicas particulares. En este sentido, el capitalismo es esencialmente tecnológico: es la organización provechosa de las técnicas más productivas en forma de sistemas. Su figura cardinal no es la del economista, sino la del ingeniero. El ingeniero es un especialista en técnicas, y por lo tanto su principal expropiador: uno que no se deja afectar por ellas, y que expande su propia ausencia del mundo hacia todos los puntos posibles. Es una figura triste y servil. La solidaridad entre el socialismo y el capitalismo se confirma allí: en el culto al ingeniero. Fueron ingenieros quienes trazaron los modelos de la economía neoclásica como si fueran módulos de una aplicación de software contemporánea. No olvidemos que aquello que lanzó a Brezhnev a la fama fue justamente su antecedente como ingeniero en la industria metalúrgica ucraniana.
La figura del hacker contrasta punto por punto con la del ingeniero, a pesar de los esfuerzos artísticos, policiales o empresariales por neutralizarla. Mientras que el ingeniero captura todo lo que funciona para hacerlo funcionar aún mejor y servir así al sistema, el hacker se pregunta “¿cómo funciona esto?” con el fin de encontrar los puntos débiles del artefacto en cuestión, pero también para inventarle usos alternativos y experimentar con él. En este caso, experimentar significa explorar las implicaciones éticas de tal o cual técnica. El hacker extrae técnicas del interior del sistema tecnológico para liberarlas. Si somos esclavos de la tecnología, se debe precisamente a que en nuestras vidas cotidianas existe un conjunto de artefactos que consideramos como “técnicos”, a los que siempre veremos como cajas negras mientras no nos veamos a nosotros mismos como algo más que inocentes usuarios. El uso de computadoras para atacar a la CIA da un claro testimonio de que la cibernética es la ciencia de las computadoras tanto como la astronomía es la ciencia de los telescopios. Entender cómo funcionan los dispositivos que nos rodean puede aportarnos un nuevo poder inmediato, al darnos la ventaja sobre algo que dejará de aparecer como entorno para hacerlo, entonces, como un mundo dispuesto de una forma determinada que, no obstante, podremos reensamblar. Ésta es la perspectiva hacker del mundo.
En años recientes, los círculos hackers han ganado en sofisticación política, al lograr discernir cada vez más claramente entre amigos y enemigos. Sin embargo, existen varios obstáculos en el devenir-revolucionario de este movimiento. En 1986, el “Doctor Crash” escribió: “Lo sepas o no, si eres un hacker eres un revolucionario. Y no te preocupes: estás del lado correcto”. Hay que poner en duda la posibilidad actual de esta clase de inocencia. En el entorno hacker persiste la ilusión originaria según la cual la “libertad de la información”, la “libertad de internet” y la “libertad del individuo” pueden oponerse a aquellos que se proponen controlarlas. Éste es un malentendido grave. La libertad y la vigilancia, la libertad y el panóptico, pertenecen al mismo paradigma de gobierno.
Históricamente, la infinita expansión de los procedimientos de control no ha sido más que el corolario de una forma de poder que se realiza a través de la libertad individual. Un gobierno liberal no es aquel que se ejerce directamente sobre los cuerpos de sus sujetos, ni aquel que espera de ellos una obediencia filial. Es un poder ambiental, en segundo plano, que prefiere administrar los espacios y mandar sobre los intereses, en vez de gobernar los cuerpos. Un poder que supervisa, monitorea y actúa de forma mínima, interviniendo solamente allí donde su estructura se ve amenazada, en contra de aquello que va demasiado lejos. Solamente los sujetos libres, considerados como una sola masa, pueden ser gobernados. La libertad individual no es algo que pueda esgrimirse contra el gobierno, puesto que ésta conforma, precisamente, el mecanismo del cual el gobierno depende: aquel al que éste regula lo más detalladamente posible con el propósito de obtener, a partir de la amalgama de todas las libertades, el anticipado efecto masivo. Ordo ab chaos (Orden del caos). El gobierno es ese orden al que se obedece “como cuando uno come al encontrarse hambriento, o se cubre al tener frío”, esa servidumbre que yo ayudo a producir mientras persigo mi felicidad y ejerzo mi “libertad de expresión”. “El libre mercado requiere de políticas activas y extremadamente vigilantes”, explicaba uno de los creadores del neoliberalismo. Para el individuo, la libertad supervisada es la única libertad que hay. Esto es lo que los libertarios, en su infantilismo, jamás serán capaces de comprender, y es precisamente esa incomprensión lo que convierte a la idiotez libertaria en algo atractivo para ciertos hackers. A un ser genuinamente libre ni siquiera se le llama libre. Simplemente es, existe, y despliega sus poderes de acuerdo a su existencia.
Decimos de un animal que “está en libertad”, que está vagando libremente, solamente cuando vive en un entorno que ya está totalmente bajo control, cercado y civilizado: en el parque donde hay reglas humanas, en donde uno goza yendo de safari.
Friend (amigo) y free (libre) en inglés, y Freund (amigo) y frei (libre) en alemán vienen de la misma raíz indoeuropea que sugiere la idea de una potencia que crece al ser compartida. Ser libre y tener vínculos con otras personas era la misma cosa. Soy libre puesto que estoy vinculado, puesto que estoy unido a una realidad más grande que yo.
En la Roma antigua, a los hijos de los ciudadanos se les llamaba liberi, y gracias a ellos Roma crecía. Esto revela qué tan ridícula y engañosa puede ser una noción de libertad individual fundada en que “yo hago lo que yo quiero”. Si de verdad quieren luchar en
contra del gobierno, los hackers deberán desechar este fetiche. La libertad individual, defendida como una causa, es precisamente lo que les impide formar grupos fuertes que sean capaces de establecer verdaderas estrategias más allá de los ataques aislados. La defensa que hacen los hackers de esta causa explica además su incapacidad para formar vínculos más allá de sus pequeños círculos, y su incapacidad de convertirse en una potencia histórica. Un miembro de Telecomix alerta de esta forma a sus compañeros: “lo que está claro es que el territorio en el que vives está siendo defendido por personas que harías bien en conocer. Porque están cambiando el mundo y no te van a esperar”.
En cada nuevo encuentro del Chaos Computer Clubxi queda al descubierto uno más de los retos que enfrenta el movimiento hacker: el de trazar una línea clara entre sus filas que divida a aquellos que trabajan por un mejor gobierno, o incluso para el gobierno, de aquellos que trabajan por su destitución. Ha llegado el momento de tomar partido. Esta cuestión básica se le escapa a Julian Assange cuando afirma que “nosotros, los que trabajamos con alta tecnología, somos una clase, y ya es hora de que nos reconozcamos como tal”. Francia ya ha explotado esta inconsistencia, hasta el punto de abrir una universidad para moldear a “hackers éticos.” Bajo la supervisión del DCRIxii, la institución entrenará a personas para luchar contra los verdaderos hackers, es decir, aquellos que aún no han abandonado la ética hacker.
Estos problemas se hicieron evidentes en un caso reciente que nos afectó de manera directa. Después de numerosos ataques, que muchos de nosotros aplaudimos en su momento, los hackers de Anonymous/LulzSec se encontraron, al igual que Jeremy Hammondxiii, prácticamente solos ante la represión y los arrestos. En la navidad del 2011, LulzSec hackeó el sitio web de Stratfor, una multinacional dedicada a la “inteligencia privada”. Donde anteriormente aparecía la página de inicio, se podía leer el texto en inglés de La insurrección que viene [escrito por el Comité Invisible], a la vez que 700 000 dólares estaban siendo transferidos de las cuentas de los clientes de Stratfor a un grupo de asociaciones caritativas: un regalito de Navidad. Y no pudimos hacer nada, ni antes ni después de los arrestos que siguieron a este ataque. Está claro que es más seguro actuar solo o en pequeños grupos ―aunque hacerlo no garantiza que no se cuelen infiltrados― cuando uno va tras objetivos como Stratfor, pero resulta desastroso en el caso de ataques tan cargados políticamente, tan claramente dentro de la esfera de las acciones globales de nuestro grupo, ya que el acto corre un gran riesgo de ser reducido por la policía a un crimen privado, susceptible de ser castigado con décadas en prisión o usado como chantaje para presionar a cualquier “pirata de internet” con tal de convertirlo en un soplón
del gobierno.
i Traducción del conocido slogan de Google, “Don't be evil!”
ii Nombre del parque neoyorquino en el que se instalaron durante varias semanas los activistas de Occupy Wall Street.
iii Ciudad californiana famosa por ser sede de grandes empresas de alta tecnología.
iv Alexander Hamilton, padre fundador de los Estados Unidos de Norteamérica, además de fundador del sistema financiero de ese país.
v Larry Page es uno de los fundadores de Google.
vi Apple Watch es el nuevo reloj “inteligente” de la compañía Apple: https://www.apple.com/watch/
vii Fab, de “fabricación”, tiene la connotación de fabricación a través de técnicas descentralizadas, autónomas y accesibles, como la impresión en 3D.
viii La ciudad de Mountain View, California, es la sede de varias empresas de alta tecnología, incluyendo a Google, Mozilla o Symantec.
ix El movimiento maker es una “cultura contemporánea” que representa una extensión del movimiento Do It Yourself, basada en el uso intensivo de tecnologías digitales.
x http://opensourceecology.org/
xi El Chaos Computer Club es la mayor asociación europea de hackers.
xii La DCRI, recientemente renombrada como Dirección General de Seguridad Interna, es una agencia de inteligencia francesa que reporta directamente al Ministerio de Asuntos Internos.
xiii Jeremy Hammond es un activista y hacker de Chicago. En noviembre de 2013 fue sentenciado por un juzgado norteamericano a 10 años en prisión por sus actividades de hackeo.
Fuente: Fuck Off Google. Comité invisible. Editor Bloom0101, 2014.
También publicado en A nuestros amigos. Ed. Pepitas de Calabaza. España, 2015 y Ed. Hekht Libros, Buenos Aires, 2015.
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