Al pan, pan.
La desmaterialización de las condiciones de la existencia conforma el teatro de los conflictos en los tiempos que corren. ¿Qué tiempos corren? ¿Por qué la necesidad creciente de fechar en la actualidad más inmediata los dichos esbozados? Con las palabras sucede como con tantas otras categorías en las que buscamos ya como hábito de reciente configuración los tres puntos, a la derecha y arriba, que permitirán acceder a las posibles variaciones en parámetros, determinaciones y diseños. Así sucede con “guerra” y con “pan”. La primera está siendo frecuentemente sustituida por un término banal: “disputa”. Todo se disputa. Como en las imágenes que nos impregnan la mente de muchedumbres hambrientas que se lanzan sobre unos mendrugos que se les arrojen. La pretensión de otorgar dignidad sociológica banal a las “disputas” es una sublimación del estado de indigencia que nos embarga. Podría verse también como un residuo del laicismo declinante en el que todavía creemos desenvolvernos frente a los giros fideístas que surgen como géiseres desde capas tectónicas que se suponían extinguidas. Hemos agotado las nociones antagonistas sobre conflicto, lucha, polémica; de nuevo: disputa. La existencia social capitalista como constante lanzarse sobre minucias para apropiárselas. No porque solo se nos arrojen minucias sino porque la lucha por el valor todo lo devalúa y nos impele siempre en una dirección de supuesto progreso, una escala continua llamada “crecimiento”. En nuestro país nos mortifican los oídos hasta la consunción, ya que de pan hablamos, con el crecimiento que podría haber existido y no fue posible debido a que las riquezas producidas se distribuyeron antes de seguir acumulándolas. Distribuir riqueza es un crimen. Es robo y corrupción. Justicia social es atentar contra el sacrificio masivo que el progreso demanda como una divinidad depredadora impuesta por el destino.
En fin, que la cuestión en los días que corren no es la de una riqueza representable, tangible, susceptible de una conversación realizable. La riqueza consuma su abstracción en una enumeración, un ranking de los más ricos del mundo, medida por la proporción de la mayor posesión en manos del menor número. Distribuir ha alcanzado tal dislocación respecto de lo que los grandes poderes poseen, los llamamos “concentrados”, que en las nociones comunes circulantes se nos hace habitual el odio masivo hacia cualquier achatamiento de las pirámides de bienes poseídos. En las luchas por el prestigio y el reconocimiento ganan quienes más acumulen.
Somos seres respiradores. No acumulamos el aire, lo inhalamos y lo exhalamos. En cada ciclo renovamos la noción del límite de la existencia. De nada nos servirían incontables tanques de oxígeno si no los pudiéramos respirar, o capas geológicas de comida que no pudiéramos comer o dosis de vacunas que no necesitáramos para la población de nuestro país.
La posesión de riquezas más allá de cierto límite es solo un acto de idolatría cruel hacia el resto del mundo viviente porque no puede ser ejercida sin un performativo desprecio hacia todo lo que no es autopercibido como propio.
¿Por qué semejantes creencias erróneas prevalecen? Desde que se instaló el talante que llamamos moderno, un vórtice transformador irresistible de novedades prometedoras conformó un velo que nos subyuga a la espera del siguiente escalón de la felicidad. El hambre entonces no es hambre sino inseguridad alimentaria o inequidad dietética. La desposesión de competencia letrada no es cultura popular sino primero analfabetismo y luego brecha digital. La calamidad pandémica no es una desgracia sino una curva que espera que la achatemos. La democracia no es teatro de voces libres sino sujeción a leyes basadas en el intangible derecho a la propiedad. El movimientismo comunitarista que sonríe al habitar no es un populismo plausible sino un freno decadente, pretexto de promoción oportunista de la pobreza.
Aun no sabemos cómo hacer frente a tal estado de cosas más allá del día a día.
FUENTE: Revista Kamchätka, Nro 18, julio-agosto 2021.
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