Clínicas cimarronas del cuidado II
La hermana menor me llama desesperada. No se aguanta más esta situación. Tenés que venir a colocarle la medicación, me dice. Hacía varios días que venía así. Como cada año en octubre. Deambula sin rumbo. Desorbitado en su mirada. Apurado en sus modales. De noches eternas. Consume lo que venga. Hace robos que lo comprometen con sus vecinos. Se violenta con su abuela-madre. Las demasías apelan a la incomodidad lo mismo que a la exposición. No referencian límites de las normalidades. Tampoco intentan suavizar sus estrategias. Van al hueso, como diría un férreo marcador de punta amigo. Como si estuviera midiendo el tiempo y explotara en todo ese sufrimiento acumulado en 25 años, todos los años en el mes de octubre. El mes de su cumpleaños. El mismo mes del aniversario de la muerte de su madre. Cuando él nació, su madre murió.
Tremendo jugador de fútbol. Flaquito, desgarbado, rápido y fibroso. Hace unos años atrás lo vi jugar. Fue cuando había empezado a pensar que el fobal podía ser una salida más ¨honesta¨, decía él. El arranque furibundo y el freno justo, para después salir como escupido desairando al defensor, me sacaron una sonrisa esa tarde pegado al alambrado. Pude ver ahí la dignidad de un dotado aplicando toda su sabiduría y toda su potencia. Hace bastante que ya ni siquiera mira la pelota. Así, cruzando su casa, a apenas 50 metros se divisa un bunker, que a plena luz del día hace entrar y salir a sus amigos del barrio y a otros más burgueses con coches lujosos. Desde la puerta de su dormitorio lee todo el panorama. Sólo tiene que esperar el momento justo del día, y se cruza. Así de simple. Ese camino lo conoce de memoria, está marcado por un surco de dolor, impotencia, rabia, desplantes que recorre varias veces a la semana o cuando su abuela-madre cobra la jubilación.
Un barrio de casas bajitas, todas pegadas, de ventanas chiquitas, de calles angostas que acumulan desechos al mismo tiempo que varios pibitos chapotean en esa agua inmunda de pozo negro rebalsado. Un barrio olvidado por políticas que siempre miraron para otro lado, y que siempre fue el caballito de batalla de todas las campañas políticas de todos los candidatos.El barbijo acá es un objeto de lujo.
Llegue esa mañana tipo 11. Una de sus hermanas me cuenta que recién salió, y que no cree que vuelva. Me llego a la esquina para ver si lo veo, y nada. Me siento en una de las sillas playeras que tiene la familia en la vereda, y me pongo a pensar cómo íbamos a seguir. En eso la abuela-madre comienza el ritual de la cocina, allí en la vereda. Saca una mesa y debajo de una galería improvisada de lona, pela unas papas, abre una lata de tomates, pica bien chiquitita una cebolla enorme, y corta en trocitos pequeños dos pedazos de falda. Un olor salsero invade la cuadra, cada uno que pasa no puede no decir algo al respecto. Ese olor delicioso se mezcla con el olor a pozo negro del vecino, y con el olor a agua estancada de años en la cuneta, con el olor del lapacho en flor, y con ese olor que tiene la pobreza. Olor a entrega, a resignación, a cabeza gacha, a sudor mal pago.
Pensaba mientras intentaba hablar con su hermana y su abuela-madre. Hablábamos y no prestaba atención a lo que me decían. Intentaba pensar como seguir. Que hacer.Ya que en realidad no tenía ni idea. Cada encuentro con él era rápido, furtivo, de monosílabos, pero a su vez era cálido, tierno, de sonrisas devueltas, de respeto mutuo, de miradas profundas. Un día enfurecido me arrinconó en la cocina, y a la vez que me amedrentaba, me cuidaba de él mismo. Me decía andá, ahora no. Creo que haberlo escuchado me permitió su confianza. Si bien el miedo también me arrinconó en esa cocina mugrienta, con el tiempo entendí que hice muy bien en hacerle caso. En esto uno debe entender que no decide.
Y pensaba, y mientras pensaba. Lo veo, por arriba de mi barbijo, que venía directo a mí. Pasos largos y firmes lo iban acercando. La mirada fiera, el cuerpo estremecido, los puños cerrados. Apenas 20 metros nos separaban. Me acomodé en la silla, en el mismo momento que cruza la calle y me encara. La abuela-madre no lo había visto. Yo le avisé, pero me olvidé que era sorda y había que hablarle cerquita y fuerte. Y cuando se puso frente a mí, me incorporé. Hola, le digo. Vengo a colocarte la medicación. No sé si me había visto, tampoco sé si sabía en ese trayecto furibundo que era yo el que estaba sentado en su silla. La cosa es que, del mismo modo que apareció fieramente, su cara se transformó y con una sonrisa enorme me dice. Hola.Ya sabía que venías. Se metió en su casa. Fue al baño. A la salida se detiene en el comedor. Da vuelta una silla, apoya sus manos, y deja libre el glúteo derecho. Y siguiendo el hilo de la conversación, me dice. De parado nomás, y se ríe. Otro encuentro relámpago. Sale a la vereda y apoyando una de sus manos en la espalda de esa vieja encogida por los años. Corta un pedazo de pan y lo sopa en la salsa. Un gesto de aprobación descerraja una sonrisa tierna de su abuela-madre.
Pensé en quedarme un ratito más para hablar algo con él, pero no sabía de qué. Hay momentos en que la contención o el acompañamiento saturan el momento. Él, como anticipándose a eso, me da la mano. Me dice gracias. Y así como llegó se fue.
A veces los cuidados los recibe uno. A veces uno responde a las demandas de los familiares buscando no sé qué alivio. A veces uno queda atrapado en esos reclamos que piden tranquilizarlo, pero en realidad los tranquilizados terminan siendo otros.
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