Entre agosto y diciembre de 1973 tuvo lugar una nueva intervención colectiva que alude directamente a la masacre de Trelew (en su primer aniversario) y a los cruentos sucesos de Ezeiza (ocurridos dos meses antes), y se inscribe otra vez en la estrategia de apropiarse de aquellos espacios institucionales en los que se pudiera postular una intervención política. Se trata de la convocatoria a la cuarta edición del Salón Artistas con Acrílicopaolini, un premio privado que promovía los vínculos entre la nueva industria y el arte experimental proponiendo a los artistas la adopción del acrílico como material para sus obras. Por entonces ya había concluido la dictadura de Lanusse y también el intenso período conocido como primavera camporista, entre mayo y julio de ese año. Iniciada la tercera presidencia del general Perón, los enfrentamientos entre distintos sectores políticos dentro y fuera del peronismo se tornaron cada vez más virulentos.
La empresa Paolini S.A.I.C. –como parte de las políticas de modernización habituales desde la década anterior─ estimulaba a los artistas plásticos en la adopción de nuevos materiales para sus obras, en este caso, obviamente acrílico. El único requerimiento para participar en el premio (además de ser invitado al mismo) era utilizar acrílico en la obra, material que era entregado a los participantes gratuitamente o a muy bajo costo.
En la edición anterior del premio (llevada a cabo en el Museo de Arte Moderno, 1972), hubo indicios de la politización en los envíos de algunos artistas, aún como una decisión individual.[i] En esta nueva ocasión, un grupo de artistas, viendo que era factible lo que ellos mismos definen como un “copamiento del jurado” (en una nueva metáfora foquista), alentó la presentación colectiva en el premio con obras políticas. En el jurado del premio participaban Jorge Glusberg, Julio Le Parc y Osvaldo Svanascini. Los dos primeros tenían contactos fluidos con este núcleo de artistas y podían acompañar sus planteos, entre ellos que el monto del premio se dividiera en partes iguales entre todos los participantes.
Varios de los invitados optaron por presentar al premio obras individuales con fuerte anclaje político.[ii]Dos de los invitados al premio, Perla Benveniste y Juan Carlos Romero, convocaron a Eduardo Leonetti, Luis Pazos y Edgardo Vigo a participar de una presentación colectiva que titularon Proceso a nuestra realidad. Benveniste y Romero habían sido invitados al Premio en sus ediciones anteriores y aprovecharon la confianza que les tenían los organizadores para idear una irrupción de la calle en el museo. Los demás firmantes de la obra no habían sido convocados formalmente al premio sino que se sumaron a través de Romero con quien venían realizando intervenciones colectivas.[iii]
Los artistas subieron ladrillos por la escalera del Centro Cultural San Martín (ya que el ascensor no funcionaba) hasta el noveno piso que ocupaba el Museo de Arte Moderno, y montaron en medio de la sala ─a pocas horas de la inauguración─ un gran muro gris, de siete metros por dos aproximadamente. No pegaron los ladrillos, simplemente los apilaron. Un amigo, vinculado al PRT-ERP, les había facilitado los mismos afiches callejeros que la organización había impreso (sin firma) con el rostro de cada uno de los fusilados de Trelew y la consigna “Gloria a los héroes de Trelew. Castigo a los asesinos”. Pegaron esos afiches en uno de los lados del muro y, en el otro, un afiche del mismo estilo, diseñado por Romero, con el conocido y estremecedor fotograma tomado durante los incidentes en Ezeiza en el que se ve cómo un manifestante es alzado de los pelos violentamente desde el palco por alguien (posiblemente el militar retirado Jorge Osinde, cabecilla de las formaciones armadas de la derecha peronista). Junto a esa imagen, en el afiche se leía una consigna habitual en las pintadas callejeras de entonces: “Gloria a los héroes de Ezeiza. Castigo a los asesinos”.
El amigo militante escribió con pintura en aerosol otras dos consignas: de un lado del muro, “Ezeiza es Trelew”; del otro, “Apoyo a los leales. Amasijo a los traidores”. Eran también inscripciones que, como señala el crítico del diario La Opinión Hugo Monzón, “frecuentemente se encuentran en nuestros días en los muros de la ciudad”.[iv] Para incitar a que el público se apropie del espacio, los artistas colocaron algunos aerosoles de pintura en las cercanías del muro, dando cabida a nuevas pintadas e inscripciones.
La gota de sangre
¿Y el acrílico? Había quedado restringido a una escueta gota roja a la manera de un colgante ─que preparó Benveniste en su taller─ sujeta con un hilo a una tarjeta perforada ─realizada esta vez por Vigo─. En términos que pueden ser leídos como los de un sintético manifiesto, la tarjeta decía: “esta ‘gotadesangre’ denuncia que el pueblo no la derrama inútilmente”. En el reverso de la tarjeta se sintetizaba un programa: “Por un arte no elitista, no selectivo, no competitivo, no negociable, ni al servicio de intereses mercantilistas”. Esto en una instancia competitiva y selectiva –un premio–, promovida por una empresa con innegables intereses mercantilistas, que iba a adquirir la obra ganadora. ¿Qué hacían allí con ese programa? Insisto con la estrategia del “copamiento”: ocupar cualquier espacio en el que se pudiese provocar un incidente, generar una denuncia, exacerbar una contradicción, interpelar a otros artistas o al público.
El breve texto concluye: “Por un arte nacional y popular”, que puede leerse como un indicio de adhesión o simpatía hacia el peronismo, lo que también se evidenciaba en la foto elegida para representarse como grupo en el catálogo del Premio. En lugar de la consabida foto retrato y los antecedentes curriculares, el grupo elige presentarse con la imagen de una masiva movilización en la que se distingue claramente la pancarta de Montoneros, como si la firma de la obra estuviera dada por esa pancarta. Un círculo negro en el medio de la multitud parece indicar que ellos, los artistas, son parte de ese proceso de movilización social, y se ubican anónimamente cerca de esa bandera, o mejor entre los que la sostienen. Los datos biográficos se obvian para presentarse escuetamente como “Grupo realizador: participa activa y conscientemente en el proceso de liberación nacional y social que vive el país”. Eso los define, no un nombre ni una trayectoria artística. La puesta en cuestión de la autoría a partir del borramiento del nombre propio es otro rasgo que merece hacerse notar en el planteamiento del grupo.
Los autores llevaron al extremo los límites institucionales cuando convocaron a una reunión en la que hicieron circular un petitorio fechado el 3 de agosto de 1973 criticando el reglamento del Premio, entre los artistas participantes y los asistentes a la inauguración. Denunciaban una propuesta selectiva (la invitación), la dependencia económica y material respecto de la empresa patrocinadora, el espíritu competitivo de los premios y la existencia misma del jurado, “pues nuestra obra será válida en tanto ella represente la realidad social en que vivimos”. Y más adelante, “solamente la unidad y la organización de los artistas harán posible un arte que esté al servicio de los verdaderos intereses del pueblo”. Es llamativa la colocación subordinada del arte respecto de la política o de la clase (“al servicio del pueblo”), que contrasta con los intentos previos de preservar la especificidad artística a la hora de la intervención política.
Para evitar que la reacción institucional diera lugar a la suspensión o clausura del Premio antes de su inauguración, como ya había ocurrido en ocasión del II Certamen de Experiencias Visuales (véase cap. 5), los artistas manejaron con cuidado el factor sorpresa: por eso, el muro se montó a último momento.
Copamiento
El organizador del Premio ─y además miembro del jurado─ Osvaldo Svanascini, ante la evidencia del “copamiento”, definió mudarse a una galería con una selección de los participantes en el premio: aquellos que presentaron obras abstractas, ligadas al arte cinético y lumínico, en la línea de las que se habían presentado en las ediciones anteriores del premio, y allí llegó a otorgar tres premios. Resulta insólito que ante el “copamiento”, los que abandonaron el territorio y migraron a otra parte fuesen los propios organizadores.
Ezeiza es Trelew, el nombre con el que se recuerda esta intervención colectiva, es una consigna callejera que verbalizaba la analogía que construyen las dos caras del muro, a la vez que materializaba una interpretación política que estaba instalada en el sector más politizado de la opinión pública. “Un pedazo de calle en el medio del museo”, define Monzón en la reseña ya citada. Esa era la idea de los autores de la obra: disolver las fronteras entre la calle y el museo, que designaban respectivamente como “la realidad” y “el arte”. Esa intención se refuerza con la apropiación de gráfica política sin intervención alguna por parte de los artistas.
La “vuelta al museo” no fue pacífica, sino una irrupción violenta de los sucesos de la calle en el ámbito relativamente preservado del museo. En un sentido, quedaba trazado un camino inverso al del itinerario del ‘68 no solo por la dirección que asumió, sino porque su apelación a la violencia política ya no la encarna en el cuerpo del arte, del público y del artista, sino que la actúa, la presenta trasladándola desde la calle donde ya está instalada al museo.
La táctica del “copamiento” puede resultar llamativa si se entiende como una lucha en el interior de las instituciones, ya que se inscribe en una lógica opuesta a la desplegada en esa coyuntura por las organizaciones armadas, que no disputaban el poder en los espacios institucionales, sino que lo desafiaban por medio de un contrapoder enfrentando al ejército oficial con un ejército rebelde, fuese “revolucionario” o “popular” (no solo el PRT-ERP, sino también Montoneros, pues esta organización solo durante un breve lapso –el “camporismo”– pugnó por “copar el Estado”). Esta diferencia puede tomarse como un indicio preciso de que la táctica de aprovechar todo intersticio por parte de los artistas no respondía a las políticas oficiales de las organizaciones armadas, sino que era una decisión autónoma de los artistas.
Recorridos
Una vez concluido el premio Acrilicopaolini, la instalación mutó y se adaptó a nuevos espacios. A diferencia de Tucumán Arde, esa deriva no fue un proceso planificado previamente, sino que se fue construyendo sobre la marcha. Dos meses después, en octubre de 1973, en el hall de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, se montó la obra con una nueva disposición. Esta vez ya no hubo muro, los mismos ladrillos conformaron una suerte de monolito, con una cruz encima, empapelado con los afiches de los héroes de Trelew, y un nuevo afiche elaborado por los artistas, también referido a los fusilamientos, firmado como “Artistas Plásticos en Lucha”, nombre colectivo coyuntural que insiste en esta ocasión (fuera del ámbito específico) que se trata de una intervención artística. Sobre las letras ya difusas y desperdigadas en distintos ladrillos de las consignas pintadas en el Museo, se escribe ahora una nueva consigna también habitual en la calle: “la sangre derramada no será negociada”. Esta vez los sucesos de Ezeiza quedaron ausentes del montaje.
Unos días más tarde, un grupo de peronistas de derecha realizaba en la Facultad de Derecho un homenaje al dirigente sindical metalúrgico José Ignacio Rucci, asesinado poco antes por un comando montonero. Fue entonces que el monolito fue atacado y terminó destrozado a causa de un artefacto explosivo. Fuera del contexto del museo, la obra ya no es leída como “artística”, sino como un monumento en homenaje a la izquierda armada. Este violento episodio enfrenta a los artistas a los riesgos concretos de ubicar este tipo de intervención en un espacio de confrontación política ajeno al campo artístico.
La siguiente parada de Ezeiza es Trelew ocurrió en diciembre de 1973, cuando los registros fotográficos y las secuelas periodísticas de las sucesivas metamorfosis de la obra y de su destrucción fueron expuestos en la galería Arte Nuevo, ubicada en la calle Florida. Esta instancia final se tituló Investigación de la realidad nacional, y en ella se exacerban las alusiones foquistas y peronistas, así como los llamados a la acción política directa. Como señala Andrea Giunta, las obras expuestas constituyen un punto máximo de la “tematización de la violencia”, a pesar de lo cual fueron leídas por la prensa como “réplicas menores de una realidad que en su impacto excedía a aquel que producía la violencia representada”.[v]
El catálogo incluye la letra de un tema musical dedicado “a Sabino Navarro, mártir montonero”. Además del relevamiento documental, la muestra reunió trabajos individuales de los artistas e incluyó esta vez a Horacio Zabala. Perla Benveniste, que estaba cursando un embarazo y había quedado muy afectada por el atentado de la Facultad de Derecho, consideró que ya no tenía sentido seguir exponiendo. Mostró solo un escrito en el que cuestionaba el individualismo de los artistas que les impide encontrar “los caminos para una política cultural popular y nacional” y reivindicaba “un arte que esté al servicio de los verdaderos intereses del pueblo”.
Eduardo Leonetti presentó una selección de distintas páginas de la prensa escrita en los que remarcaba avisos llamativos o sorprendentes. En el catálogo, por ejemplo, bajo el paródico título La oferta y la demanda II. (El curso de la revolución), señalaba un aviso clasificado aparecido en la sección Educación del diario La Opinión (1° de abril de 1973), que promocionaba un curso de “Peronismo y revolución” que, en doce clases y mediante grupos operativos, ofrecía un “análisis crítico de la ideología”.
Por su parte, Juan Carlos Romero fusionó dos frases (una de Juan Perón y otra de Eva Duarte) llamando a la lucha contra “la raza maldita de los explotadores” sobre la misma foto de la pancarta de Montoneros que usaron en el catálogo del Premio Acrílicopaolini.
La obra de Luis Pazos se tituló Los basurales de José León Suárez y consistió en una montaña de desechos entre los que se podía adivinar la forma de un cuerpo inerte y, en la pared inmediata, una sábana con un texto manuscrito que afirma que los obreros fusilados y enterrados como basura riegan con su sangre “la tierra fértil donde crece día a día el árbol de la liberación”. Se trata de un homenaje a un acontecimiento clave de la Resistencia peronista, cuando un grupo de civiles es fusilado ilegalmente en 1956, tras la derrota del levantamiento del general Valle, hechos que el escritor Rodolfo Walsh investiga y reconstruye en su libro Operación Masacre. Para el catálogo, Pazos recuperó una de las fotos de la serie “Transformaciones de las masas en vivo”, que había sido exhibida en el CAYC en el marco de la exposición “Arte en cambio”, del Grupo de los Trece, y también ese mismo año había circulado autónomamente como postal -dentro de una serie editada por el CAYC. En ella, un grupo de alumnos y alumnas de quinto año del Colegio Nacional “Rafael Hernández” de La Plata, alumnos de arte de Vigo, acostados en el patio del colegio, formaron con sus cuerpos –entre otra serie de formas- una enorme sigla VP. El título de esta escultura viviente era Perón Vence, consigna que -dado el contexto político de inminencia electoral- actualizó la consabida fórmula “Perón Vuelve”.[vi]
Edgardo Vigo realizó, por su parte, un doble llamado a la acción. Por un lado, montó una suerte de altar popular en el que colgaban una ametralladora y un ramillete de flores de plástico. Debajo, una placa recordaba al presidente chileno Salvador Allende, derrocado y muerto ese mismo año, y al poeta Pablo Neruda, también recientemente fallecido. Hasta allí, la obra podría haber pasado por un homenaje más a los mártires revolucionarios. Pero un cartel alertaba contra el riesgo y la inutilidad de los homenajes póstumos, llamando a practicar la militancia en vida. En la página del catálogo referida al aporte de Vigo, la imagen de una botella con el pico calado reza: “El propio militante/compañero debe llenar con su sangre esta botella/bomba. Su activación constante hará desaparecer el objeto para convertir su circulación sanguínea en detonante”. La asimilación entre el cóctel de la botella molotov y el flujo sanguíneo del militante refuerza la dimensión sacrificial insistente en la ética militante setentista.
En un sentido próximo, Horacio Zabala presenta 25 botellas vacías y tres usos posibles,[vii] una serie de fotos de tres botellas de vidrio, iguales y alineadas en orden aleatorio, una con vino, otra con agua y una flor, y la otra con nafta. Debajo de cada una, un letrero aclara sintéticamente su contenido (“Botella con flor”, “Botella con nafta”, “Botella con vino”). La alusión al modo de construir botellas molotov con nafta queda ubicada en el centro. El artista explica:
La botella con vino era (o significaba) la posibilidad de “cambiar” el mundo exterior a partir del alcohol, o sea, del mundo interior. La botella con la flor hablaba de la posible belleza del mundo exterior a partir de una armonía con mi mundo interior. La botella con nafta hablaba de la posibilidad de cambiar por la violencia el mundo exterior.[viii]
La obra señala tres usos (utilitarios y simbólicos) del objeto, asignadas a posteriori, lo que contradice de alguna manera la doctrina funcionalista-racionalista del diseño y la arquitectura (que piensa la forma como un derivado de la función). El mismo objeto puede asumir funciones diferentes que dependen del contexto histórico y de la voluntad del portador.
Y, de nuevo, la concreción del programa poético-político sintetizado en la consigna “un máximo de posibilidades con un mínimo de recursos”: un material habitual empleado en usos cotidianos devino en un llamado a la acción: en el piso, una hilera de veinticinco botellas vacías –semejantes a las usadas en las fotos–[ix] disponibles para que el público se las llevase y las emplease con distintos contenidos, por tanto, surtiendo distintos usos y efectos. En obvia incitación a (o instrucción para) la construcción casera de una bomba molotov, el arte se reclamaba instrumento para otro fin, herramienta didáctica de la violencia insurgente. “Que no tenga valor en sí, sino a través de sí”,[x] como reclamaba Zabala un año antes.
El artista acompaña la serie de botellas con un texto en el que proclama que “la práctica artística consiste en integrar un lenguaje poético de investigación y una ideología política clara y concreta. […] El producto artístico será entonces la realización de las relaciones que comúnmente se representan en las conciencias”.
Finalmente, en 1974 hubo un intento fallido de reeditar esta exposición bajo el título Investigación de la realidad nacional / 2 en el Club Universitario de La Plata. Participaban Luis Pazos, Edgardo Vigo, Horacio Zabala, Horacio D’Alessandro y Héctor Puppo. Pero pocas horas después de su inauguración, las autoridades exigieron a los artistas retirar la obra de Pazos Forma anónima (una instalación con una vaga silueta de un cadáver, lograda con un maniquí cubierto por una sábana en el piso) a causa de sus “connotaciones políticas”. La decisión de los organizadores fue negarse a esa censura parcial y la exposición se clausuró. Allí “Zabala expuso sus Anteproyectos de arquitecturas carcelarias –que un año antes había exhibido en el CAYC– y una instalación titulada Situación lúdica, con tableros de ajedrez y un texto”.[xi]
El arte es una cárcel
Si la galería o el museo habían sido imaginados como ámbito preservado, resguardado ante un afuera atravesado por una confrontación cada vez más violenta, las incursiones callejeras o en espacios “no artísticos” (en la Plaza Roberto Arlt y en el hall de la Facultad de Derecho, entre otras) dejaron muy en evidencia los riesgos extremos y muy concretos que allí se corrían. Sin embargo, la paradoja de incitar a la acción política desde dentro de una galería de arte no pasó desapercibida. El texto de presentación escrito en el catálogo de Arte Nuevo por Horacio Safons, crítico de la revista Primera Plana, cuestionó esa vuelta a la galería:
(La muestra) Abastecerá, con las mejores intenciones, todo aquello que desean combatir. En cambio, esta propuesta en el corazón de las villas implicaría un choque fructífero entre el decantado lenguaje del arte institucionalizado y las constantes expresivas de una mayoría que no interpreta la realidad, sino que la vive. Razón de más para darle voz y voto, aunque resulte adverso.
“Este papel es una cárcel”, había proclamado en 1972 Horacio Zabala en una foto-manifiesto, en un gesto que evidencia su propio desgarro o contradicción ante el canal al que seguía recurriendo o en el que continuaba “entrampado”. El arte, la escritura, los oficios intelectuales, se percibían como encierro o límite a trasponer a la hora de transitar hacia la imperiosa y urgente acción política. Los esfuerzos –de Zabala y muchos otros artistas como Edgardo Vigo, Juan Carlos Romero y el uruguayo Clemente Padín- por constituir y fortalecer una red alternativa como la del arte-correo pueden comprenderse también como una apuesta por desbordar los límites físicos, geográficos y elitistas de la institución arte. Mediante la ocupación táctica de los canales y modos de circulación institucionales de los correos oficiales, las redes de arte correo operaron como potentes y abarcativas plataformas de intercambio alternativas para la socialización de recursos y proyectos entre artistas situados en puntos del globo muy distantes, apuntando a movilizar formas de acción poética y política a contramano de los circuitos hegemónicos y los canales habituales de las instituciones artísticas. Los envíos que Zabala canalizó en esos años por el activo circuito arte-correísta fueron en muchos casos postales con sellos de inscripciones tales como “revisado”, “censurado”, “revolución”. En medio de la reivindicación foquista de la violencia, que llevó a muchos integrantes de la vanguardia sesentista a la impugnación de -o la renuncia a- la actividad específica del artista, otra vez el arte se reclamaba como fuerza disruptiva, capaz de trastocar el orden normativo vigente.
Zabala denunció el arte como cárcel pero tal certeza no implicó el abandono de la institución, sino la persistencia de un trabajo crítico en el que el dispositivo disciplinario que es la institución constituye, paradojalmente, su condición de posibilidad. La politicidad del arte en este contexto histórico convulsionado radica, entonces, en denunciar su límite, ponerlo en evidencia, y seguir actuando (también) desde ese territorio propio, para activar fisuras, desplazamientos, operar en sus intersticios, transponer sus límites. Allí radica la mayor paradoja o dilema (y buena parte de la potencia crítica) de los planteos que atravesaron a la intelectualidad de izquierdas en este período: la tensión irresuelta entre el abandono del arte para pasar a la política (a secas) y la convicción de que el arte puede inventarse como intensa arma de activación.
*capítulo del libro Vanguardia y revolución Arte e izquierdas en la Argentina de los sesenta-setenta, Buenos Aires, Ariel, 2014.
[i] Entre ellos, Juan Carlos Romero presentó “La violencia se compone de cuatro cosas: peso, fuerza, movimiento y golpe...”, en base a un manuscrito de Leonardo da Vinci, Ricardo Roux obras tituladas “Marcha 1”y “Marcha 2”, Pazos y Leonetti una obra en común, compuesta por diez siluetas humanas de acrílico transparente tamaño natural, llamadas “Presencia”, César Fioravanti una serie de “censuras” (“Autocensura”, “Censura gástrica”, “Censura gráfica”... etc.). [ii] Por ejemplo, César Fioravanti presentó “Gráfico de una estrategia imperialista”, “Retrato de un compañero inocente” y “Restos de un proyecto para un monumento a la magnificiencia del sistema industrial capitalista”; Alfredo Portillos, “Urna funeraria de los Caídos por la Liberación Latinoamericana” II; Horacio Zabala, “Proceso Latinoamericano”/ “Tierra de Buenos Aires”. Eduardo Rodríguez presentó dos obras cinético-lumínicas. Una proyectaba sobre una pared blanca un juego de luces en el que aparecían cada pocos segundos los nombres de los fusilados en Trelew, junto a “usted”, “yo”, etc. La segunda proyectaba fotos tomadas de la prensa de los hechos de Ezeiza. [iii] Como en ocasión de la Plaza Roberto Arlt. Véase el capítulo 6. [iv] Diario La Opinión, Buenos Aires, 10 de agosto de 1973. [v] Andrea Giunta, “Destrucción-creación en la vanguardia argentina del sesenta: entre 'Arte destructivo' y 'Ezeiza es Trelew'”, en Arturo Pascual Soto (ed.), Arte y Violencia, México, UNAM, 1995. p. 80. [vi] Fernando Davis, Luis Pazos. El “fabricante de modos de vida”, Buenos Aires, Document Art, 2014, p. 103 [vii] Una primera versión de esta obra se realizó en 1972 con el título Forma y función, únicamente compuesta con tres botellas. Luego de la exhibición en Arte Nuevo, la obra volvió a mostrarse en la exposición Art Systems in Latin America, que realizó el CAYC en el Institute of Contemporary Arts (ICA) de Londres en 1974. [viii] Horacio Zabala, carta a la autora, Ginebra, 19 de marzo de 1997. [ix] Se trataba de las botellas de vidrio verde usuales para contener vino tinto. Zabala recuerda (en una entrevista inédita realizada por Fernando Davis) que en una de las reediciones de esta instalación, siempre convocado por el CAYC, colocó entre esas botellas una de Coca-Cola, lo que puede leerse como un guiño u homenaje a la obra del brasileño Cildo Meireles, Inserciones en circuitos ideológicos, desarrollada desde 1970. En el caso de Zabala, el sentido no apunta a provocar una alteración semántica y política en la circulación masiva de la botella –como sí en Meireles–, sino que afecta el uso o la función de la forma-botella. En cambio, sí comparte con Meireles el hecho de que esa botella fuertemente connotada como símbolo del imperialismo yanqui puede ser apropiada como un artefacto político y volverse explosivamente contra dicha política imperialista. Dos gestos desafiantes de contrapoder. [x] Horacio Zabala, ficha del catálogo Arte e ideología, CAYC al aire libre, op. cit. [xi] Fernando Davis, Luis Pazos. El "fabricante de modos de vida", op. cit.