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Foto del escritorRevista Adynata

La ciudad en la que te amo / Li-Young Lee

Me levanto, voy por la ciudad,

por sus calles y mercados,

buscando al amor de mi vida.

Cantar de los Cantares 3:2


Y cuando, en la ciudad en la que te amo,

incluso mi mejor canción

permanezca sin respuesta,

y monte las calles costrosas,

los largos gritos de las avenidas,

y me hunda en la noche buscándote…


Que negocie niebla, bituminosa

lluvia repicando como dientes en la lata del mendigo,

o dos hombres robando a un tercero en algún callejón

extrañamente iluminado por un sofá en llamas, que yo

arrastre mi extinción buscándote.


Más allá de los patios de colegio custodiados,

de las iglesias tapiadas,

de las sinagogas con esvásticas,

de los lugares de culto defendidos,

más allá de las ventanas de las casas de la periferia

tapiadas con periódicos,

entre los quebrantados, los ciudadanos perseguidos,

a lo largo y ancho de esta ciudad llena de historia,

apuntalada, hurgada, vigilada,

a la que llamo hogar,

en la que soy un invitado...


moretón, azul

en el músculo, vos

te clavás en mí.

Como el hueso abraza el dolor a casa, así

me aflige amarte, tu cuerpo


la forma de los retornos, tu pelo un torso

de luz, tu calor

que debo tener, tu abertura


comería, a cada instante

de ese fruta de aletas cartilaginosas

fuente invertida en la que no me veo.


Mi lengua recuerda tu sabor herido.

La vena en mi cuello

te adora. Una espada

se alza entre mis caderas;

mi vello oculto envía su aroma

de aceite humano.


Las sombras bajo mis brazos,

lo prometo, serán tiernas, las sombras

bajo mi cara. No lo calcules,

vení, suave otra, ruda hermana.

Pero cómo me reconocerás


entre los cautivos, con mi pelo crecido,

mi sangre mezclada, mis caminos transgredidos?

En el alboroto, la confusión

de acentos e inflexiones,

¿cómo me oirás cuando abra la boca?


Buscame entre la población anodina

bajo edificios fisurados, artificios

fracturados. Hacé que mis diversos nombres revoloteen,

yo te seguiré.

Guiame hacia tu belleza.


Apilá en mí el fuego inexplicable

acercame la hoja de hierro, pero tiernamente.

Doblada cien veces y

arrugada, no me voy a resquebrajar.

Trillado hasta la excelencia, te alcanzaré.


Pero en la ciudad

en la que te amo

nadie viene, nadie

me encuentra en las hendiduras de ladrillo

en la oscuridad encajonada,


ningún dedo me toca en secreto, ninguna boca

saborea mi sal impecable

nadie despierta la miel en las células, ni encuentra el zumbido

en las costillas, el rico negocio en los recovecos;

cascos obstruidos, sigo cargado, traducido


por el cansancio y el apetito del tiempo, mi dormir abandonado

en las estaciones de autobuses y en los umbrales de las tiendas

mi insomnio erigido bajo un cielo

cruzado por cables, ramas

y negros vuelos de lluvia. Cuerpo lascivo de viento


me apretuja en los pasadizos, las puertas se cierran de golpe

como pistolas que se disparan, una pistola que se dispara, un plato de tarta

pasa girando, zumbando su delgado trémolo,

una bolsa de plástico, llena de viento, pasa y golpea

una valla metálica, la envuelve como piel pegada.


En los lugares excavados,

te esperé, y no grité.

En las habitaciones abandonadas, mi cuerpo te necesitaba,


y había tal vuelo en mi pecho.

Durante los asaltos diarios, te llamé,

y mi voz te persiguió,

incluso hacia atrás

a aquella otra ciudad

en la que vi a una mujer

acuclillada en la calle

junto a un cadáver,

espantando con un pañuelo las moscas de su cara.

Esa mujer

no era yo. Y

el cadáver


tumbado ahí, tumbado ahí

tan quieto que parecía con gran esfuerzo, como si

todo su ser se concentrara en el agujero

en su frente, tan quieto


que yo esperaba que pudiera sentarse en cualquier momento y reírse ruidosamente:


ese hombre no era yo;

su herida era suya, su muerte no era la mía.

Y el soldado,

que había disparado el tiro y luego encendido un cigarrillo

no era yo.


Y los que no veo

en ciudades de todo el mundo,

los que están sentados, parados, acostados,

los que están presos jugando a las Damas con sus dientes fuera de combate:

no son yo. Algunos tienen


mi edad, incluso mi talla y mi peso;

ninguno de ellos soy yo.

La mujer que es abofeteada, el hombre que es pateado

los que no sobrevivieron,

cuyos nombres desconozco


no son yo para siempre,

los que ya no viven

en las ciudades en las

que no estás,

las ciudades en las que te busqué.


El único sonido ahora es un aleteo lejano.

Sobre el Banco Nacional, la bandera de una u otra república

galopa como el agua o el fuego para desgarrarse.

Tu otredad me agota,

todo es castigado por tu ausencia.


¿Dónde estás

en las ciudades en las que

te amo, las ciudades

que se despiertan cada día para el trabajo y el dinero,

para las magníficas millas y las costas doradas?


La mañana llega a esta ciudad vacía de vos.

Las páginas y las ventanas se iluminan, y vos no estás.

Alguien barre su porción de vereda,

despierta al borracho, desplomado como ropa para lavar,

y vos ya no estás.


No estás en el viento

que alguien anota en los márgenes de un libro.

No estás en las pequeñas hogueras de los solares abandonados

donde se apiñan las figuras humanas

cada una aspirando su propio fantasma.


Entre paredes de ladrillo, en un espacio no más ancho que mi cara,

un árbol joven sin hojas se yergue en el barro.

En sus ramas, un nido de bocas crudas

boquiabiertas y chillonas, fuegos escuálidos que deben alimentarse.

Mi hambre de vos no es menor que el suyo.


Como el mar, me recomienda mi orfandad.

Ruidoso con telegramas no recibidos,

pendenciero con alias,

intrincado con viajes equivocados,

por mis expulsiones he llegado a amarte.


Directo de la ira de mi padre

y largo del útero de mi madre,

a finales de este siglo y en una mañana de miércoles,

llevando la marca de quien no ha experimentado

ni el cielo ni el infierno,


mi lugar de nacimiento desaparecido, mi ciudadanía ganada,

en alianza con las piedras de la Tierra, yo

entro, sin retirada ni ayuda de la Historia,

a los días de ningún día, mi tierra

de ninguna tierra, vuelvo a entrar


a la ciudad en la que te amo.

Y nunca creí que la multitud

de sueños y tantas palabras fueran vanas.



Fuente: "The City In Which I Love You", BOA Editions, New York, 1990. Traducción Franco Ingrassia.


Ed Templeton / Deanna Templeton Sin título. Un grafiti de Lily 2004 Impresión en gelatina de plata 15.2 x 22.8 cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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