(Traducción Sara María Teresa de la Selva)
El héroe verdadero, el tema verdadero, el centro de La Ilíada es la fuerza. La fuerza empleada por el hombre, la fuerza que esclaviza al hombre, la fuerza ante la cual la carne humana se retrae. En esta obra se exhibe en todo momento al espíritu humano, en tanto que modificado por sus relaciones con la fuerza, en tanto que arrebatado, enceguecido por la misma fuerza que imaginó podía manejar, en tanto que deformado por el peso de la fuerza ante la que se somete. Para aquellos ilusos que consideran que la fuerza, gracias al progreso, pronto será cosa del pasado, La Ilíada puede aparecer tan sólo como un documento histórico; para otros, cuyas facultades de identificación son más agudas y que perciben a la fuerza, hoy como ayer, en el centro verdadero de la historia humana, La Ilíada es el más fiel y encantador de los espejos.
Para definir la fuerza —es esa x que transforma a todo el que se ve sujeto a ella en una cosa. Ejercida hasta el límite, convierte al ser humano en una cosa en el sentido más literal de la palabra: hace de él un cadáver. Alguien estaba aquí y al minuto siguiente aquí ya no hay nadie; este es un espectáculo que La Ilíada nunca se cansa de mostrarnos:
...los caballos arrastraron los carros vacíos a través de la filas de la batalla, anhelando a sus nobles aurigas. Pero ellos en el suelo yacían, más queridos por los buitres que por sus esposas.
El héroe se convierte en una cosa arrastrada en el polvo detrás de un carro:
La negra cabellera se esparcía por el suelo; en el polvo la cabeza entera se hundía, ésa una vez encantadora cabeza, ahora Zeus había dejado que sus enemigos la ultrajaran en su misma patria.
Se nos ofrece la amargura de tal espectáculo sin paliativo alguno. Ninguna ficción reconfortante interviene, ninguna perspectiva consoladora de inmortalidad, y ninguna aureola bañada en patriotismo desciende sobre la cabeza del héroe:
su alma huyendo de sus miembros pasó al Hades, lamentando su suerte, porque dejaba su juventud y su vigor.
Aún más punzante —tan doloroso es el contraste— es la repentina evocación, con igual rapidez borrada, de otro mundo: el lejano, precario y conmovedor mundo de la paz, de la familia, el mundo en el cual cada hombre cuenta más que cualquiera otra cosa para aquellos a su alrededor:
Ordenó ella en el palacio, a sus doncellas de lustrosa cabellera, poner al fuego un gran trípode, preparar un baño caliente para Héctor, de regreso de la batalla. ¡Tonta mujer! Lejos ya de los baños calientes yacía asesinado por la ojiverde Atena, quien guió el brazo de Aquiles.
En verdad el pobre hombre estaba lejos de los baños calientes. Y no sólo él; casi toda La Ilíada tiene lugar lejos de los baños calientes; casi toda la vida humana, entonces como ahora, tiene lugar lejos de los baños calientes.
Vemos aquí a la fuerza en su forma más brutal y sumaria —la fuerza que mata. Cuanto más variada en sus procesos y cuanto más sorprendente en sus efectos es esa otra fuerza, la fuerza que no mata, es decir, aquella que todavía no mata. Seguramente matará, posiblemente matará, o quizá tan sólo pende quieta y dispuesta sobre la cabeza de la criatura a quien puede matar, en cualquier momento, o lo que es lo mismo en todo momento. Bajo cualquier aspecto, su efecto es el mismo: transforma a un hombre en una piedra. De su primera propiedad (su capacidad de transformar a un ser humano en una cosa por el simple expediente de matarlo) fluye otra, bastante prodigiosa a su manera también, la capacidad de transformar a un ser humano en una cosa mientras está vivo todavía. Está vivo; tiene un alma; y, sin embargo, es una cosa. Extraordinaria entidad ésta —una cosa que tiene un alma. Y en cuanto al alma ¡en qué extraordinaria habitación se encuentra! ¿Quién puede decir lo que le cuesta, momento a momento, acomodarse a esta residencia? ¿Cuánta contorsión y dobleces, pliegues y quiebres se le piden? No fue hecha para vivir dentro de una cosa; si lo hace, bajo la presión de la necesidad, no hay un solo elemento de su naturaleza al que no se haga violencia.
Un hombre se encuentra desarmado y desnudo frente a un arma que le apunta; esta persona se transforma en un cadáver antes que nadie o nada lo toque. Hace un minuto apenas, pensaba, actuaba, esperaba:
Inmóvil reflexionaba. Y Licaón se le acercó. Aterrorizado, ansioso de tocar sus rodillas, esperando en su corazón escapar a la maligna muerte y al negro destino... Con una mano cogió suplicante sus rodillas, mientras que, con la otra, sujetaba la aguda lanza, sin soltarlo...
Pronto, sin embargo, capta el hecho de que el arma que le apunta no será desviada; y ahora, todavía respirando, es simplemente materia; todavía pensando, ya no puede pensar más:
Así habló, suplicante, el brillante hijo de Príamo. Pero fue amarga la respuesta que escuchó... Aquiles habló. Y a él le fallaron las rodillas y el corazón. Soltando su lanza, se arrodilló y extendió los brazos. Aquiles, sacando su filosa espada la encajó entre el cuello y la clavícula. La espada de dos filos se hundió hasta el puño. Él, boca abajo yacía quieto, y la sangre negra corría empapando el suelo.
Si un desconocido, imposibilitado completamente, desarmado, sin fuerzas, se arroja a la merced de un guerrero, no está, por este solo acto, condenado a muerte; pero un momento de impaciencia de parte del guerrero bastará para privarlo de su vida. En todo caso, su carne ha perdido esa muy importante propiedad que en el laboratorio distingue a la carne viva de la muerta —la respuesta galvánica. Si se aplica a la pierna de una rana una descarga eléctrica, se crispa. Si se confronta a un ser humano con el tacto o la vista de algo horrible o aterrorizante, este manojo de músculos, nervios y carne se crispa igualmente. Único entre todas las cosas vivientes, el suplicante que acabamos de describir ni se estremece ni tiembla. Ha perdido el derecho a ello. Sus labios, al avanzar para tocar aquel objeto que para él, de entre todas las cosas, es el más lleno de horror, no se retraen sobre sus dientes —no pueden:
Nadie vio entrar al gran Príamo. Se detuvo. Abrazó las rodillas de Aquiles, besó sus manos, esas terribles manos homicidas que habían dado muerte a tantos hijos suyos.
La visión de un ser humano empujado a tal extremo de sufrimiento nos congela como la visión de un cuerpo muerto:
Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera Aquiles se asombró al ver al divino Príamo... los otros se sorprendieron también y se miraron unos a otros.
Pero este sentimiento dura sólo un instante. Pronto la mera presencia de la criatura sufriente se olvida:
...Así habló. Aquiles recordando a su padre deseaba llorar, tomó al viejo del brazo y lo alejó de sí. Ambos lloraban afligidos por los recuerdos. Príamo pensando en Héctor, abatido a los pies de Aquiles matador de hombres; pero éste lloraba ahora por su padre, ahora por Patroclo, y los sollozos de ambos resonaron por toda la casa.
No era insensibilidad la que hizo que Aquiles con un solo movimiento de la mano alejara de sí al viejo aferrado a sus rodillas; las palabras de Príamo, recordándole a su propio padre, lo habían conmovido hasta las lágrimas. Simplemente se trataba de sentirse libre en sus movimientos y actitudes, como si estorbando sus rodillas se encontrara no un suplicante sino un objeto inerte. Todo el que se encuentra en nuestra cercanía ejerce sobre nosotros cierto poder y un poder que sólo a él pertenece por el mero hecho de su presencia, esto es, el poder de detener, de reprimir, de modificar cada movimiento que nuestro cuerpo esboce. Si cedemos el paso a un transeúnte en el camino, no es lo mismo que hacerse a un lado para evitar un letrero; solos, en nuestra habitación, nos levantamos, caminamos y nos volvemos a sentar de modo muy diferente a como lo hacemos cuando tenemos una visita. Pero esta indefinible influencia que la presencia de otro ser humano tiene sobre nosotros, no la ejercen los hombres a quienes un momento de impaciencia puede privar de la vida, quienes pueden morir aun antes de que el pensamiento haya tenido oportunidad de sentenciarlos. En su presencia, la gente se mueve como si no estuvieran ahí; ellos, por su parte, bajo el riesgo de verse reducidos a la nada en un solo instante, imitan a la nada en sus propias personas. Empujados, caen. Caídos, yacen ahí mismo, a menos que el azar dé a algún otro la idea de levantarlos de nuevo. Pero suponiendo que por fin se les levante, se les honre con comentarios cordiales, no se aventuran aún a tomar en serio esta resurrección; no osan expresar un deseo, no sea que una voz irritada los reduzca de nuevo al silencio:
...Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato.
Si acaso se escucha el ruego de un suplicante, éste vuelve a ser otra vez un ser humano, como cualquier otro. Pero hay otras criaturas, más desafortunadas, quienes han sido convertidas en cosas por el resto de sus vidas. Sus días no contienen pasatiempos, ni espacios libres, ni lugar en ellos para ningún impulso propio. Y no es que sus vidas sean más duras que las de otros hombres, ni que ocupen un lugar más bajo en la jerarquía social; no, ellos son otra especie humana, un compromiso entre hombre y cadáver. La idea de que una persona sea una cosa es una contradicción lógica. Sin embargo, lo imposible en lógica se hace realidad en la vida y la contradicción, alojada dentro del alma la desgarra. Esta cosa está aspirando constantemente a ser un hombre o una mujer, sin lograrlo nunca —en esto, con seguridad está la muerte, pero una muerte prolongada a lo largo de toda la duración de la vida; aquí, con seguridad hay vida, pero una vida que la muerte ha congelado antes de abolir.
Este es el extraño destino que aguarda a la doncella, la hija del sacerdote:
...no la cederé; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho...
que aguarda a la joven esposa, a la joven madre, a la novia del príncipe:
Y quizás un día, en Argos, tejerás tela para otro, e irás, por más que te pese, por el agua Meseiana o Hiperiana, cediendo ante la dura necesidad...
que aguarda al infante, heredero del cetro real:
Pronto los llevarán en las cóncavas naves, yo con ellos. Y tú, hijo mío, irás conmigo a una tierra donde trabajarás en tareas miserables, laborando para un amo implacable...
A los ojos de la madre tal destino para su heredero es tan terrible como la muerte misma; el marido preferiría morir antes que ver a su esposa reducida a él; y un padre invoca todas las plagas del cielo contra el ejército que subyuga su hija a él. Sin embargo, las víctimas mismas se encuentran más allá de todo esto. Maldiciones, sentimientos de rebelión, ponderaciones, reflexiones sobre el futuro y el pasado han desaparecido de la mente del cautivo, y la memoria misma apenas si persiste. La fidelidad a su ciudad y a sus muertos no es un privilegio de esclavo.
¿Y qué se requiere para que el esclavo llore? El infortunio de su amo, de su opresor, de su despojador, de su saqueador, del hombre que asoló su aldea y mató a sus seres queridos ante sus propios ojos; este hombre sufre o muere y entonces surgen las lágrimas del esclavo. ¿Y en verdad, por qué no? Ésta es para él la única ocasión en que se permiten las lágrimas, más aún en la que son requeridas. Un esclavo llorará siempre que pueda hacerlo impunemente —su situación le reprime las lágrimas.
Ella habló llorando, y las mujeres gimieron, usando el pretexto de Patroclo para lamentar sus propios tormentos.
Puesto que el esclavo no tiene licencia para expresar nada, excepto lo que agrada a su amo, se sigue que la única emoción que puede conmoverlo o animarlo un poco, que puede alcanzarlo en la desolación de su vida, es la emoción de amor por su amo. No hay otro lugar a dónde dirigir el don del amor; todas las otras salidas están bloqueadas, justo como al caballo enjaezado, el freno, las varas, las riendas impiden todo camino, excepto uno. Y si por algún milagro nace una esperanza en el pecho de un esclavo, la esperanza de volver a ser, algún día, mediante la influencia de alguno, "alguien" otra vez, ¡cuán lejos no irán estos cautivos en la demostración de amor y agradecimiento, aun cuando tales emociones vayan dirigidas a los mismos hombres de quienes debieran, considerando el pasado muy reciente todavía, tener horror!
Vi a mi marido, a quien mi padre y respetada madre me entregaron, lo vi ante los muros de la ciudad clavado por el agudo bronce. Mis tres hermanos, hijos conmigo de una sola madre. ¡Tan queridos por mí! Todos encontraron su día fatal. Pero cuando el ágil Aquiles asesinó a mi marido y asoló la ciudad de Mines, no me dejaste llorar, prometiéndome que el divino Aquiles me tomaría por su legítima esposa, que me llevaría lejos en sus naves, a Ptía, donde nuestras bodas se celebrarían entre los mirmidones; ahora sin descanso te lloro, a ti que siempre fuiste gentil.
Perder más de lo que un esclavo pierde es imposible, porque pierde toda su vida interior. Todavía pudiera recuperar un fragmento de ella si ve la posibilidad de cambiar su destino, pero esta es su única esperanza. Tal es el imperio de la fuerza. Tan extenso como el de la naturaleza. La naturaleza también, cuando se trata de necesidades vitales, puede borrar la totalidad de la vida interior, aun el pesar de una madre:
Pero le vino la idea de comer cuando se cansó de las lágrimas.
La fuerza, en las manos de otro, ejerce sobre el alma la misma tiranía que el hambre extrema ejerce; porque posee, e in perpetuo, el poder de vida y muerte. Su norma, además, es tan fría y tan dura como la de la materia inerte. El hombre que se sabe más débil que otro está más solo en el corazón de una ciudad que un hombre perdido en el desierto.
Hay dos toneles en el umbral de Zeus que contienen los dones que dispensa, los malos en uno, los buenos en el otro... Al hombre al que dispensa dones engañosos, lo expone al ultraje; una espantosa necesidad lo impulsa a través de la divina tierra; es un vagabundo y no lo respetan ni los dioses ni los hombres.
La fuerza es tan implacable para el que la posee, o cree poseerla, como lo es para sus víctimas; a éstas las aplasta, a aquél lo intoxica. La verdad es que nadie en realidad la posee. En La Ilíada la estirpe humana no está dividida en personas conquistadas, esclavos, suplicantes por un lado y conquistadores y jefes por el otro. En este poema no hay un solo hombre que alguna vez u otra no haya tenido que doblar el cuello ante la fuerza. En La Ilíada el soldado común es libre y tiene derecho a portar armas; sin embargo, está sujeto a la indignidad de las órdenes y del abuso:
Pero cada vez que se encontraba con un soldado raso gritando, lo golpeaba con el cetro y le hablaba ásperamente: "¡Bueno para nada! Guarda silencio y escucha a tus superiores, eres débil y cobarde y no eres guerrero, no sirves para nada, ni en la batalla ni en el consejo".
Tersites paga caros los comentarios perfectamente razonables que hace; comentarios no del todo diferentes, por lo demás de los que hace Aquiles:
...con el cetro dióle un golpe en la espalda y los hombros. Se encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal aparecía en su espalda, debajo del áureo cetro. Sentóse turbado, y dolorido se enjugó las lágrimas. Los demás, aunque afligidos, rieron con gusto.
Aquiles mismo, el héroe orgulloso, el invencible, se nos muestra al inicio del poema llorando de humillación y con desvalido pesar —la mujer que quería para novia le ha sido arrebatada bajo sus narices y no ha osado oponerse:
Aquiles rompió en llanto, alejóse de los compañeros y sentóse a orillas del espumoso mar.
Lo que ha ocurrido es que Agamenón ha humillado deliberadamente a Aquiles, para mostrarle que él es el amo:
...para que sepas cuánto más poderoso soy yo y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.
Pero pasan unos cuantos días y el supremo comandante llora a su vez. Tiene que humillarse, tiene que rogar y, es más, sufrir la miseria adicional de que todo esto sea en vano.
De la misma manera, no se ahorra a uno solo de los combatientes la vergonzosa experiencia del miedo. Los héroes tiemblan como cualquier otro. Un reto de Héctor es suficiente para arrojar a toda la fuerza griega a la consternación, excepto a Aquiles y a sus hombres, porque no estaban presentes:
habló y todos callaron y se mantuvieron quietos, avergonzados de rehusar, temerosos de aceptar.
Pero una vez que Ayante se adelanta y se ofrece, el miedo cambia rápidamente de bando:
un escalofrío de terror recorrió a los troyanos, debilitando sus miembros; Héctor mismo sintió su corazón saltar en el pecho, pero ya no tenía derecho a temblar o a huir.
Dos días más tarde le toca a Ayante aterrorizarse:
Zeus, el padre altísimo, hace surgir el miedo en Ayante. Se detiene, abrumado, pone tras él su escudo hecho de siete cueros, tiembla, mira a la multitud a su alrededor como una bestia acorralada.
Hasta para Aquiles el momento llega; él también deberá temblar y tartamudear de miedo, aunque sea un río el que tiene este efecto sobre él, no un hombre. Pero, con excepción de Aquiles, todo hombre en La Ilíada prueba un momento de derrota en la batalla. La victoria es menos un asunto de valor que de destino ciego, éste se simboliza en el poema con la balanza dorada de Zeus:
Entonces, Zeus el padre tomó su dorada balanza, en ella puso los dos destinos de muerte que caen sobre todos los hombres, uno para los troyanos, domadores de caballos, otro para los aqueos de broncíneas corazas. Cogió la balanza por el centro; fue el platillo del día fatal de Grecia el que descendió.
Por su misma ceguera, el destino establece una clase de justicia. Ciega también es aquella que decreta para los guerreros el castigo en la misma moneda. El que toma la espada, perecerá por la espada. La Ilíada formuló el principio mucho antes que los Evangelios y casi en los mismos términos:
Ares es justo y mata a los que matan.
Quizá todos los hombres, por el mero hecho de haber nacido, están destinados a sufrir violencia; sin embargo, esta es una verdad a la que las circunstancias cierran los ojos de los hombres. Los fuertes de hecho nunca son absolutamente fuertes, ni son los débiles absolutamente débiles, pero ninguno se percata de esto. Tienen en común el rehusarse a creer que ambos pertenecen a la misma especie: el débil no ve relación alguna entre él y el fuerte y viceversa. El hombre que posee la fuerza parece caminar a través de un elemento sin resistencia; en la sustancia humana que lo rodea nada tiene el poder de interponer, entre el impulso y el acto, un mínimo intervalo de reflexión. En donde no hay lugar para la reflexión, tampoco lo hay para la justicia ni para la prudencia. De ahí que veamos a los hombres armados comportarse áspera y locamente, que veamos sus espadas enterrarse en el pecho de un enemigo desarmado, quien se encuentra en el acto mismo de implorar arrodillado. Que los veamos triunfar sobre un moribundo describiéndole los ultrajes que su cadáver soportará. Que veamos a Aquiles cortar las gargantas de doce muchachos troyanos sobre la pira funeraria de Patroclo, con tanta naturalidad como quien corta flores para una tumba. Los hombres que empuñan el poder no imaginan que las consecuencias de sus actos a la larga regresarán a ellos —a su vez, también inclinarán el cuello. Si puedes hacer que un anciano permanezca silencioso, tiemble, obedezca a una sola palabra tuya, ¿por qué se te habría de ocurrir que las maldiciones de este viejo, quien después de todo no es más que un sacerdote, tendrán su propia importancia a los ojos de los dioses? ¿Por qué refrenarte y no arrebatarle a Aquiles su muchacha, si sabes que ni él ni ella pueden hacer nada sino obedecerte? Aquiles se regocija ante la vista de los griegos huyendo en miseria y confusión. ¿Qué cosa hay que pudiera sugerirle que este camino será la causa de la muerte de su amigo y, para tal caso, de la suya propia? Así sucede que aquellos a quienes el destino ha concedido fuerza en préstamo se apoyan en ella demasiado y son destruidos.
Pero por el momento la propia destrucción les parece imposible. Porque no ven que la fuerza que poseen está limitada en cantidad; ni consideran sus relaciones con los demás seres humanos como una especie de balance entre cantidades desiguales de fuerza. Puesto que la demás gente no impone a sus movimientos ese alto, esa pausa de vacilación, en donde se encuentra toda nuestra consideración hacia nuestros hermanos en humanidad, concluyen que a ellos el destino les ha concedido una licencia total y ninguna a sus inferiores. Y en este punto exceden la medida de la fuerza que en realidad está a su disposición. Inevitablemente la exceden, puesto que no son conscientes de que es limitada. Y ahora los vemos de forma irremisible a merced del azar; repentinamente las cosas dejan de obedecerlos. Algunas veces el azar es amable con ellos, otras cruel. Pero en cualquier caso ahí están, expuestos, abiertos a la desgracia; ya sin la armadura de poder que inicialmente protegía sus almas desnudas, nada, ningún escudo los separa de las lágrimas.
Esta retribución de rigor geométrico, que actúa automáticamente para castigar el abuso de la fuerza, fue el tema principal del pensamiento griego. Es el alma de la épica. Bajo el nombre de Némesis funciona como la fuente clave de las tragedias de Esquilo. Para los pitagóricos, para Sócrates y Platón, fue el punto de despegue de la especulación sobre la naturaleza del hombre y del universo. En donde quiera que el helenismo penetró, hallamos que la idea de esto es familiar. En los países orientales empapados de budismo, es esta idea griega la que quizás ha vivido en ellos bajo el nombre de karma. El Occidente, sin embargo, la ha perdido y ya ni siquiera tiene una palabra para expresarla en ninguna de sus lenguas: los conceptos de límite, medida, equilibrio, que debieran determinar la conducta de la vida, están en Occidente restringidos a una función servil en el vocabulario de la técnica. Sólo somos geómetras de la materia; los griegos eran ante todo geómetras en su aprendizaje de la virtud.
El progreso de la guerra en La Ilíada es simplemente un continuo vaivén. El vencedor del momento se siente invencible, aun cuando, sólo una pocas horas antes, haya experimentado la derrota; olvida considerar a la victoria como una cosa transitoria. Al final del primer día de combate descrito en La Ilíada los griegos victoriosos se hallaban en posición de obtener el objeto de todos sus esfuerzos, esto es, Helena y sus riquezas —suponiendo, desde luego, como lo hizo Homero, que los griegos tuvieran razón al creer que Helena estaba en Troya. En realidad los sacerdotes egipcios, quienes deben haber sabido, afirmaron después a Herodoto que a la sazón ella estaba en Egipto. En cualquier caso, aquella tarde los griegos ya no se interesaron más en ella ni en sus posesiones:
"...no aceptemos por el momento las riquezas de Paris, ni a Helena; todos ven, aun el más ignorante, que Troya se encuentra al borde de la ruina". Dijo, y todos los aqueos lo aclamaron.
Lo que quieren es, de hecho, todo. Todas las riquezas de Troya por botín; para sus hogueras todos los palacios, los templos, las casas; por esclavos todas las mujeres y los niños; por cadáveres todos los hombres. Olvidan un detalle, que no todo está en su poder, porque no están aún en Troya. Quizás estén mañana; quizá no. Héctor, el mismo día, comete el mismo error:
Lo sé en mis entrañas y en mi corazón, un día llegará cuando la santa Troya perezca, Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza. Pero pienso menos en el pesar que aguarda a los troyanos, a Hécuba misma, al rey Príamo, y a mis hermanos, tan numerosos y tan valerosos, quienes caerán en el polvo bajo los golpes del enemigo, que en ti ese día cuando un griego cubierto de bronce te arrastre lejos, llorosa, y te despoje de tu libertad. En cuanto a mí, ¡que haya muerto y me haya cubierto la tierra antes de que te oiga gritar y te vea llevar a rastras!
¿Qué no daría en este momento para evitar esos horrores que cree inevitables? Pero en este momento nada que él pudiera dar serviría de nada. En menos de un día, sin embargo, los griegos han huido miserablemente y Agamenón mismo está a favor de hacerse a la mar de nuevo. Y ahora Héctor, haciendo muy pocas concesiones, podría haber asegurado fácilmente la partida del enemigo; pero ahora está reacio a dejarlos ir con las manos vacías:
Encended fuegos por todas partes y dejad que su resplandor llegue a los cielos, no sea que durante la noche los aqueos de largas cabelleras, escapando, naveguen sobre el ancho dorso del océano... Que cada uno de ellos se lleve a su casa una herida que curar... así, otros temerán acarrear la luctuosa guerra a los teucros domadores de caballos.
Se le concede su deseo; los griegos se quedan; y al día siguiente reducen a Héctor y a sus hombres a una condición lamentable:
En cuanto a ellos —huyeron a través de la llanura como ganado al que el león caza ante él en la oscuridad de la noche... Así, el poderoso Agamenón Atrida los persiguió, matando a los rezagados; y en silencio huyeron.
En el transcurso de la tarde, Héctor recupera su ventaja, se retira de nuevo, luego pone en fuga a los griegos, más tarde es repelido por Patroclo, quien ha llegado con tropas frescas. Patroclo, forzando su ventaja, termina por verse él mismo expuesto, herido y sin armadura ante la espada de Héctor. Y finalmente esa tarde Héctor, victorioso, escucha el consejo prudente de Polidamante para rechazarlo cortantemente:
Y ahora que el hijo del artero Cronos me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y acorralar contra el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún troyano te obedecerá porque no lo permitiré... Así se expresó Héctor, y los teucros lo aclamaron...
Al día siguiente Héctor está perdido. Aquiles lo ha hostigado por todo el campo y está a punto de matarlo; de los dos siempre ha sido el más fuerte en el combate; ¿cuanto más ahora, después de varias semanas de descanso, deseoso de venganza y de victoria, contra un enemigo agotado? Y Héctor permanece solo al pie de las murallas de Troya, absolutamente solo, solo en espera de la muerte y para serenar su alma frente a ella:
¡Ay de mí si traspongo las puertas y la muralla! El primero en dirigirme reproches será Polidamante... Y ahora que por mi osadía he destruido a mi ejército, temo a los troyanos y a las troyanas de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: "Héctor, fiado en su pujanza perdió las tropas"... ¿Y si ahora, dejando en el suelo mi repujado escudo y mi fuerte casco y apoyando mi pica contra la muralla, saliera al encuentro de Aquiles?... Pero, ¿por qué tejer estas fantasías? ¿Por qué tales sueños? No, no iré a suplicarle, que ni tendrá piedad de mí, ni me respetará. Me mataría como a una mujer, si me presentara así desnudo...
Ni una iota del dolor y de la ignominia que se abaten sobre el desafortunado se le ahorra a Héctor. Solo, despojado del prestigio de la fuerza, descubre que el valor que le ha impedido buscar refugio en las murallas no es suficiente para salvarlo de la fuga:
Viéndolo, Héctor comenzó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. La contienda no es por una oveja ni por una piel de buey, no por las recompensas usuales de una carrera; es por la vida de Héctor, domador de caballos.
Herido de muerte, realza el triunfo de su vencedor con vanas súplicas:
Te imploro, por tu alma, por tus rodillas, por tus padres...
Pero el auditorio de La Ilíada sabía que la muerte de Héctor no sería sino una dicha breve para Aquiles, y la muerte de Aquiles no sería sino una dicha breve para los troyanos, y la destrucción de Troya no sería sino una dicha breve para los aqueos.
Así, pues, la violencia acaba con todo aquel que siente su toque. Llega a parecer tan externa al que la emplea como a su víctima. De aquí surge la idea de un destino ante el cual el verdugo y la víctima son igualmente inocentes, ante el cual conquistado y conquistador son hermanos en una misma congoja. El conquistado trae desdicha al conquistador y viceversa:
Un hijo único le había nacido... de corta edad abandonado por mí, crece —porque lejos de mi hogar acampo ante Troya, dañándote a ti y a tus hijos.
Un uso moderado de la fuerza, el que sólo permitiera al hombre evitar enredarse en su maquinaria, requeriría una virtud sobrehumana, que es tan rara como la dignidad en la debilidad. Aunque tampoco la moderación misma carece de peligros, ya que el prestigio, del que la fuerza obtiene por lo menos tres cuartas partes de su intensidad, descansa principalmente sobre esa increíble indiferencia que el fuerte siente hacia el débil, una indiferencia tan contagiosa que infecta a la misma gente que es su objeto. Más bien se suele llegar al exceso sin pasar por la prudencia o las consideraciones políticas. El hombre se lanza a él como a una irresistible tentación. Ocasionalmente se oye la voz de la razón en boca de los personajes de La Ilíada. Los discursos de Tersites son razonables en alto grado; como lo son los de Aquiles enojado:
Nada vale mi vida, ni todos los bienes que dicen que la bien construida Ilión contiene... Un hombre puede capturar novillos y gordas ovejas, pero, una vez muerto, no puede recuperar su alma.
Sin embargo, las palabras razonables caen en el vacío. Si provienen de un inferior, se le castiga y se calla; si de un jefe, sus actos lo desmienten. Y fallando todo lo demás, siempre hay a la mano un dios para aconsejarle ser irrazonable. Al final la idea misma de querer escapar al papel que el destino le ha asignado a uno —el asunto de matar y morir— desaparece de la mente:
Nosotros a quienes Zeus ha destinado al sufrimiento desde la juventud hasta la vejez, sufrimiento en guerras gravosas, hasta que perezcamos hasta el último hombre.
Ya estos guerreros, como los de Craonne mucho más tarde, se sienten "hombres condenados".
Fue la más simple de las trampas la que los puso en esta situación. Al principio, al embarcarse, sus corazones están ligeros, como siempre están los corazones cuando tienes una gran fuerza a tu lado y nada sino el espacio se te opone. Tienen las armas en las manos; el enemigo está ausente. A menos que tu espíritu haya sido vencido por adelantado por la reputación del enemigo, siempre te sientes mucho más fuerte que cualquiera que no esté ahí. Un hombre ausente no impone el yugo de la necesidad. Ninguna necesidad se presenta todavía a los espíritus de los que se embarcan; en consecuencia se van como a un juego, como a una vacación del confinamiento de la vida diaria.
¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con la que decíais presuntuosamente en Lemnos, hartándonos con la carne de las cornudas reses, bebiendo de las crateras desbordantes de vino, que cada uno haría frente a cien, o doscientos troyanos en la batalla? Ahora, uno es demasiado para nosotros.
Pero el primer contacto de guerra no destruye de inmediato la ilusión de que la guerra es un juego. La necesidad en la guerra es terrible, de una clase totalmente diferente de la necesidad en la paz. Tan terrible es que el espíritu humano no se somete a ella mientras le sea posible escapar; y siempre que escapa toma refugio en largos días carentes de necesidad, días de juego, de ensoñación, días arbitrarios e irreales. El peligro entonces se convierte en una abstracción; las vidas que destruyes son como los juguetes que un niño rompe y, al igual que él, incapaz de sentimiento; el heroísmo no es sino un gesto teatral y manchado de alarde. Esto se hace doblemente verdadero si un acceso momentáneo de vitalidad viene a reforzar la mano divina que protege de la derrota y de la muerte. Entonces se ama la guerra burda, fácil y bajamente.
Pero, en la mayoría de los combatientes, este estado de mente no persiste. Pronto llega el día cuando el miedo, la derrota o la muerte de los camaradas bien amados, toca el espíritu del guerrero y éste se deshace en las manos de la necesidad. En ese momento la guerra deja de ser un juego o un sueño; ahora, al final, el guerrero ya no puede dudar de la realidad de su existencia. Y esta realidad que percibe es dura, demasiado dura de llevar pues envuelve a la muerte. Una vez que reconoces que la muerte es una posibilidad real, el pensamiento de ella se hace insoportable, excepto por instantes. Es verdad, todos los hombres están destinados a morir; también es verdad, un soldado puede envejecer en batallas; sin embargo, para aquellos cuyo espíritu ha sido doblegado por el yugo de la guerra, la relación entre la muerte y el futuro es diferente de como es para los otros hombres. Para los otros hombres la muerte aparece como un límite puesto por adelantado en el futuro; para el soldado la muerte es el futuro, el futuro que su profesión le asigna. Y sin embargo, la idea de que el hombre tenga a la muerte por futuro es repugnante a la naturaleza. Una vez que la experiencia de la guerra hace visible la posibilidad de la muerte que se encuentra encerrada en cada momento, nuestros pensamientos no pueden viajar de un día al siguiente sin encontrar la cara de la muerte. La mente se tensa entonces hasta un grado sólo soportable por un corto tiempo; cada nueva alba reintroduce la misma necesidad; y los días se apilan sobre días para formar años. En cada uno de estos días el alma sufre violencia. Como el pensamiento no puede viajar a través del tiempo sin encontrar a la muerte en el camino, cada mañana, regularmente, el alma se castra en sus aspiraciones. Así, la guerra borra toda concepción de propósito o meta, incluyendo sus propias "metas de guerra". Borra hasta la noción misma de la posibilidad de terminar la guerra. Si se está fuera de una situación tan violenta como ésta se piensa inconcebible; si se está dentro se es incapaz de concebir su fin. Consecuentemente, nadie hace nada para acarrear tal fin. En presencia de un enemigo armado, ¿qué mano puede soltar el arma? La mente debiera encontrar una salida, pero la mente ha perdido toda capacidad que le permita ni siquiera mirar hacia afuera. La mente está completamente absorta en hacer ella misma violencia. Siempre en la vida humana, cuando se trata de guerra o esclavitud, se siguen intolerables sufrimientos, por así decir, por su intrínseca gravedad específica, con lo que aparecen al no involucrado en ellas como si fueran fáciles de soportar; en realidad, continúan porque han despojado al que los sufre de los recursos que pudieran servirle para zafarse.
Sin embargo, el alma esclavizada a la guerra clama por su liberación, pero la liberación se le aparece bajo un aspecto extremo y trágico, el aspecto de la destrucción. Cualquiera otra solución, más moderada, de carácter más razonable, expondría la mente a un sufrimiento tan crudo, tan violento que no podría ser soportado, ni siquiera como recuerdo. Terror, pesar, agotamiento, matanza, aniquilación de los camaradas — ¿es creíble que estas cosas no habrían de desgarrar continuamente el alma, si la intoxicación de la fuerza no hubiera intervenido para ahogarlas? La idea de que un esfuerzo ilimitado haya de acarrear sólo un provecho limitado o ninguno es terriblemente dolorosa.
¿Qué? ¿Dejar a Príamo y a los troyanos jactarse de la argiva Helena, ella por quien tantos griegos murieron ante Troya, lejos de su tierra nativa?... ¿Qué? ¿Quieres que dejemos la ciudad, la Troya de anchas calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas?
Pero, en realidad, ¿qué es Helena para Ulises? ¿Qué es, en verdad, Troya, llena de riquezas que no lo compensarán por la ruina de Ítaca? Para los griegos, Troya y Helena son en realidad meras fuentes de sangre y lágrimas; dominarlas es dominar espantosos recuerdos. Si la existencia de un enemigo ha hecho al alma destruir en sí misma la cosa que la naturaleza puso ahí, entonces el único remedio que el alma puede imaginar es la destrucción del enemigo. Al mismo tiempo, la muerte de los muy amados camaradas levanta un espíritu de sombría emulación, una rivalidad en la muerte:
¡Muera yo, pues, al momento! Ya que el destino no me ha permitido proteger a mi querido amigo, quien lejos del hogar pereció anhelando que yo lo defendiera de la muerte. Así, ahora busco al asesino de mi amigo, a Héctor. Y encontraré la muerte en el momento que Zeus lo disponga —Zeus y los otros inmortales.
La desesperación que lo impulsa hacia la muerte por un lado es la misma que lo impulsa a la matanza por el otro:
Lo sé bien, mi destino es perecer aquí, lejos del padre y de la muy querida madre; pero mientras tanto, no me detendré hasta que los troyanos no se hayan hartado de la guerra.
El hombre presa de esta doble necesidad de morir y matar pertenece, mientras no se haya convertido en algo distinto, a una raza diferente de la raza de los vivos.
¿Qué eco pueden las tímidas esperanzas de vida despertar en un corazón así? ¿Cómo podrá oír la derrotada súplica por ver una vez más la luz del día? La vida amenazada ya ha sido despojada de toda relevancia por una sola y simple diferencia: ahora está desarmada y su adversario posee un arma. A más de esto, ¿cómo puede un hombre que ha arrancado de sí mismo la noción de que es dulce de mirar la luz del día, respetar tal noción cuando aparece en algún fútil y humilde lamento?
Abrazo tus rodillas, Aquiles. Piensa, ten piedad de mí. Aquí estoy, ¡oh hijo de Zeus!, suplicante, para ser respetado. En tu casa fue donde probé por vez primera el pan de Deméter, ese día me atrapaste en mi bien podada viña y me vendiste enviándome lejos de mi padre y amigos, a la santa Lemnos; cien bueyes fue mi precio. Ahora te pagaré trescientos por mi rescate. Después de tantos pesares este amanecer es para mí mi doceavo día en Ilión; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Zeus ciertamente debe odiarme cuando nuevamente me entrega a ti. ¡Ay Laótoe, pobre madre mía, hija del viejo Altes —hijo de vida corta diste a luz!
¡Qué recibimiento obtiene esta débil esperanza!
...muere amigo tú también. ¿Por qué tanto escándalo? Murió Patroclo, que tanto te aventajaba. ¿Me ves cuán gallardo y poderoso soy yo, a quien engendró un padre ilustre y dio a luz una diosa? Pues también yo como tú deberé encontrar mi hado cruel. Llegará en una mañana, en una tarde o en un mediodía la hora en que un guerrero armado me quite la vida.
Respetar la vida en otro cuando has tenido que castrarte de todo anhelo por ella demanda de la generosidad un esfuerzo que verdaderamente rompe el corazón. Es imposible imaginar a ninguno de los guerreros de Homero capaz de tal esfuerzo, a menos que sea ese guerrero que habita de forma peculiar el centro del poema —quiero decir Patroclo, quien "sabía ser dulce con todo el mundo", y quien en toda La Ilíada no comete ningún acto cruel ni brutal. Pero, ¿cuántos hombres conocemos en los varios miles de años de historia humana que hayan mostrado una generosidad tan divina? ¿Dos, tres? Aun esto es dudoso. Careciendo de esta generosidad, el conquistador es como un azote de la naturaleza. Poseído por la guerra, él, como el esclavo, se convierte en cosa, aunque su transformación es diferente —sobre él también las palabras son impotentes como sobre la materia misma. Ambos, al contacto de la fuerza, experimentan sus efectos inevitables: se vuelven sordos y mudos.
Tal es la naturaleza de la fuerza. Es doble en su capacidad de convertir a un hombre en una cosa, y en su aplicación es de doble filo. Aquellos que la usan y aquellos que la sufren se convierten en piedra en el mismo grado, aunque de modos diferentes. Esta propiedad de la fuerza alcanza su máxima eficiencia durante el choque armado, en la batalla, cuando la marea del día ha cambiado y todo se precipita hacia una decisión. No es el designio del hombre, no es la estrategia, no es la acción subsecuente a la resolución tomada, lo que gana o pierde una batalla; las batallas se dan y se deciden por hombres desprovistos de estas facultades, hombres que han sufrido una transformación, que han caído ya sea al nivel de la materia inerte, que es pasividad pura, o al nivel de la fuerza ciega, que es impulso puro. Aquí es donde se encuentra el último secreto de la guerra, un secreto revelado por La Ilíada en sus símiles, que comparan a los guerreros ya sea con el fuego, la inundación, el viento, las bestias salvajes, o sabe Dios cuál causa ciega de desastre; o si no, con animales asustados, árboles, agua, arena o cualquier cosa en la naturaleza puesta en movimiento por la violencia de fuerzas externas. Aqueos y teucros, de un día para el siguiente, en ocasiones hasta de una hora a la siguiente, experimentan, de ida y vuelta, una u otra de estas transformaciones:
Como cuando un león, asesino, salta sobre el ganado que por miles pasta en una vasta llanura...Y sus flancos se alzan con terror; del mismo modo, los aqueos en pánico dispersados ante Héctor y Zeus el magnífico padre.
Como al estallar un voraz incendio en la espesura del monte, el viento esparce las chispas y lo propaga por todas partes, y los árboles, las raíces y las ramas arden en llamas, así Agamenón Atrida rugiendo entre las filas de los troyanos en fuga...
El arte de la guerra es simplemente el arte de producir tales transformaciones, y su equipo y sus procedimientos, aun las bajas que se inflingen al enemigo, son sólo medios dirigidos a este fin —su objetivo verdadero es el alma del guerrero. Y, sin embargo, estas transformaciones siempre son un misterio; los dioses son sus autores, ellos quienes inflaman la imaginación de los hombres. Pero como quiera que se causen, esta cualidad petrificadora de la fuerza, siempre en ambos sentidos, es esencial a su naturaleza; y un alma que ha entrado al dominio de la fuerza no escapará a esto, excepto por un milagro. Tales milagros son raros y de breve duración.
La perversidad del conquistador, que no conoce el respeto por ninguna criatura o cosa que se encuentre a su merced o se imagine que lo está, la desesperación que impulsa al soldado a la destrucción, la extinción del esclavo o del conquistado, el matadero al mayoreo, son todos elementos que se combinan en La Ilíada para armar un cuadro de uniforme horror, en el cual la fuerza es el héroe único. Resultaría de una monotonía desoladora si no fuera por esos pocos momentos luminosos, dispersados aquí y allá por todo el poema, esos breves, celestiales momentos en que el hombre es dueño de su alma. El alma que despierta, entonces, para vivir por un solo instante y perderse casi al momento en el vasto reino de la fuerza, despierta pura e íntegra, sin ambigüedades, nada complicado o turbio hay en ella; no tiene lugar para nada sino es para el valor y el amor. Algunas veces el hombre encuentra su alma en el curso de deliberaciones internas: la encuentra, como Héctor ante Troya, mientras trata de enfrentar al destino en sus propios términos sin ayuda de dioses o de hombres. En otras ocasiones, es en un momento de amor cuando los hombres descubren sus almas —y difícilmente hay ninguna forma de amor puro conocido por la humanidad que La Ilíada no trate. La tradición de la hospitalidad persiste, aun a través de varias generaciones, para disipar la ceguera del combate:
Así soy para ti un amado huésped en el regazo de Argos... desviemos nuestras lanzas uno del otro, aun en batalla.
Continuamente se describe el amor del hijo por sus padres, del padre por el hijo, de la madre por el hijo, de una manera tan conmovedora como breve:
Respondióle Tetis derramando lágrimas: "¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado si en hora aciaga te di a luz?... ¡ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración!"
También el amor fraternal:
Mis tres hermanos a quienes llevó mi madre antes que a mí, tan queridos...
El amor conyugal, condenado al pesar, es de asombrosa pureza. Imaginando las humillaciones de la esclavitud que esperan a la esposa amada, el marido sufre la indignidad que aun anticipadamente mancharía su ternura. ¿Qué puede ser más verdadero que las palabras dichas por su esposa al hombre a punto de morir?
...más me valiera, al perderte, que la tierra me tragara. Ningún consuelo habrá para mí cuando hayas encontrado tu destino cargado de muerte, sólo habrá pesar, sólo habrá dolor para mí...
No menos conmovedoras son las palabras dirigidas a un marido muerto:
Querido esposo, moriste joven y me dejas viuda en el palacio, sumida en triste duelo. Y nuestro hijo es aún infante, el hijo que tú y yo, unidos por el destino, engendramos.
Pienso que nunca llegará a la juventud... Porque no moriste en tu cama, sosteniendo mi mano y diciéndome prudentes palabras que noche y día, para siempre, cuando llore, puedan vivir en mi memoria.
La más hermosa amistad de todas, la amistad entre los compañeros de armas, es el tema final de La Épica:
...pero Aquiles lloraba pensando en el amado camarada; el sueño que todo lo vence no le llegaba; daba de vueltas una y otra vez.
Pero el más puro triunfo del amor, la corona de gracia de la guerra, es la amistad que fluye de los corazones de enemigos mortales. Ante ella, un hijo asesinado o un amigo asesinado ya no clama más venganza. Ante ella —aún más milagrosamente— la distancia entre benefactor y suplicante, entre vencedor y vencido, se reduce a nada:
y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquiles, pues el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida, observando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado con la contemplación uno del otro...
Estos momentos de gracia son raros en La Ilíada, pero son suficientes para hacernos sentir con agudo pesar que es lo que la violencia ha matado y matará de nuevo.
Tal apilamiento de actos violentos tendría un efecto frígido, de no ser por la nota de incurable amargura que continuamente se hace oír, aunque a menudo sólo una única palabra, un mero acento del verso, o una línea inconclusa marque su presencia. Es en esto en lo que La Ilíada es absolutamente única, en esta amargura que proviene de la ternura y que se extiende a toda la raza humana, imparcial como la luz del sol. Nunca pierde el tono su colorido de amargura; pero nunca cae la amargura en lamentación. Justicia y amor, que difícilmente tienen lugar en este estudio de actos extremos y de actos injustos de violencia, bañan, sin embargo, la obra en su luz, sin hacerse notorios por sí mismos, excepto por una especie de acento. No se desprecia nada precioso, sea o no la muerte su destino; la desdicha de cada uno se muestra desnuda, sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por arriba o por abajo de la condición común a todos los hombres; todo lo que se destruye se lamenta. Vencedores y vencidos nos son presentados con igual cercanía; a igual título se ve a ambos como contrapartes del poeta y del que escucha. Si hay alguna diferencia, ésta es que las desgracias del enemigo son quizá más agudamente sentidas.
Así cayó ahí, a dormir el sueño de bronce, ¡desdichado!, lejos de su esposa, defendiendo a su pueblo...
¡Y qué acentos hacen eco al destino del muchacho que Aquiles vendió en Lemnos!
...estuvo celebrando con sus amigos durante once días su regreso de Lemnos; mas al duodécimo, un dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, quien debía mandarlo al Hades sin que él lo deseara.
Y el destino de Euforbo, quien vio un solo día de guerra.
...se empaparon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Gracias.
Cuando se llora a Héctor:
Guardián de castas esposas y de niños pequeños.
En estas cuantas palabras aparecen la castidad manchada por la fuerza y la niñez entregada a la espada. La fuente a las puertas de Troya se convierte en objeto de punzante nostalgia cuando Héctor corre a su lado buscando eludir su condena:
...cerca hay unos grandes y hermosos lavaderos de piedra, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempos de paz, antes de que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, perseguido y perseguidor.
Toda La Ilíada se encuentra bajo la sombra de la más grande calamidad que la raza humana pueda experimentar —la destrucción de una ciudad. Esta calamidad no podría desgarrar más el corazón del poeta de haber nacido en Troya. Pero el tono no es diferente cuando los aqueos mueren, lejos de su hogar.
En cuanto a esta otra vida, la vida de los vivos, aparece calma y plena, las breves evocaciones del mundo de la paz se sienten como un dolor:
Rompía el alba y se levantaba el día, y ya en ambos lados volaban las flechas y caían los hombres.
A la misma hora en que el leñador prepara su almuerzo en los valles montañosos, cuando sus brazos están hartos de cortar los grandes árboles, y el disgusto surge en su corazón, y el deseo por el dulce alimento se apodera de sus entrañas, a esa hora, por su valor los dánaos rompieron las falanges teucras.
La Ilíada envuelve en poesía todo lo que no es la guerra, todo lo que la guerra destruye o amenaza; las realidades de la guerra, nunca. Ninguna reticencia vela el paso de la vida a la muerte:
entonces le salieron volando los dientes; de los dos lados la sangre le llegó a los ojos; la sangre que de los labios y la nariz iba derramando, con la boca abierta; la muerte lo envolvió como una negra nube.
La fría brutalidad de los hechos de guerra se deja sin disfraz; no se hace mofa ni del vencedor ni del vencido y no son ni admirados, ni odiados. Casi siempre el destino y los dioses deciden el cambio de la suerte en la batalla. Dentro de los límites fijados por el destino, los dioses determinan con soberana autoridad la victoria y la derrota. Son ellos siempre quienes provocan esos ataques de locura, esas perfidias que están constantemente bloqueando la paz; la guerra es su verdadero negocio; sus únicos motivos, el capricho y la malicia. En cuanto a los guerreros, vencedores o vencidos, esas comparaciones que los asemejan a bestias o cosas no pueden inspirar ni admiración ni desprecio, sino sólo pesar de que esos hombres sean capaces de ser transformados así.
Es posible que haya, ignoradas por nosotros, otras expresiones del extraordinario sentido de la equidad que respira a través de La Ilíada; pero ciertamente no ha sido imitado. Apenas se da uno cuenta que el poeta es un griego y no un troyano. El tono del poema proporciona una clave directa al origen de sus partes más antiguas; la historia quizá nunca será capaz de decirnos más. Si uno cree con Tucídides que ochenta años después de la caída de Troya los aqueos a su vez fueron conquistados, uno se puede preguntar si estos cantos, con sus pocas referencias al hierro, no son los cantos de un pueblo conquistado, del cual algunos fueron al exilio. Obligados a vivir y a morir, "muy lejos de la patria" como los griegos que cayeron ante Troya, habiendo perdido sus ciudades como los troyanos, veían su propia imagen tanto en los conquistadores, quienes habían sido sus padres, como en los conquistados, cuya miseria era como la propia. Todavía podían ver la guerra de Troya después de ese breve lapso de años a su verdadera luz, no glosada aún ni por el orgullo ni por la vergüenza. Podían mirarla simultáneamente como conquistados y como conquistadores, y así percibir lo que ni conquistador ni conquistado nunca vio, porque ambos estaban cegados. Desde luego que esto es una mera imaginación; sólo se pueden ver tiempos tan distantes con la luz de la imaginación.
En todo caso, este poema es un milagro. Su amargura es la única amargura justificable, porque brota del avasallamiento del espíritu humano por la fuerza, esto es, en último análisis, por la materia. Este avasallamiento es la suerte común, aunque cada espíritu lo soporta de manera diferente, en proporción a su propia virtud. A nadie en La Ilíada se le ahorra, al igual que a nadie sobre la tierra. Ninguno que sucumbe a él es por este hecho mirado con desprecio. Quienquiera que en el interior de su propia alma y en las relaciones humanas escapa al dominio de la fuerza es amado, pero amado pesarosamente por la amenaza de destrucción que constantemente pende sobre él.
Tal es el espíritu de la única verdadera épica que el Occidente posee. La Odisea parece tan sólo una buena imitación, a veces de La Ilíada, a veces de poemas orientales; La Eneida es una imitación que por brillante que sea está desfigurada por la frigidez, la ostentación y el mal gusto. Las canciones de gesta, careciendo del sentido de la equidad, no podrían alcanzar la grandeza: en la Chanson de Roland la muerte de un enemigo no duele ni al autor ni al lector de la misma manera que la muerte de Rolando.
La tragedia ática, o en cualquier caso la tragedia de Esquilo y de Sófocles, es la verdadera continuación de la épica. La concepción de la justicia la ilumina sin intervenir directamente en ella; aquí, la fuerza aparece en su frialdad y dureza, siempre acompañada de los efectos de cuya fatalidad no escapan ni los que la usan ni los que la padecen; aquí, la vergüenza del espíritu coercido ni se disimula, ni se envuelve en fácil piedad, ni se exhibe a nuestro desprecio; aquí, más de un espíritu herido y degradado por la desgracia se ofrece a nuestra admiración. Los Evangelios son la última maravillosa expresión del genio griego, así como La Ilíada es la primera: en ellos el espíritu griego se revela no sólo en el mandato dado a la humanidad de buscar el amor por encima de todos los bienes, "el reino y la justicia de nuestro Padre Celestial", sino también en el hecho de que el sufrimiento humano se expone desnudo, y lo vemos en un ser quien es a la vez divino y humano. El relato de la Pasión muestra que un espíritu divino, encarnado, es cambiado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en las profundidades de su agonía, separado de los hombres y de Dios. El sentido del infortunio humano da a los Evangelios ese acento de simplicidad que es la marca del genio griego, y que dota a la tragedia griega y a La Ilíada de todo su valor. Ciertas frases tienen un raro eco evocador de la épica y es el muchacho troyano despachado al Hades, aunque no quiere ir, quien viene a la mente cuando Cristo dice a Pedro: "Otro te ceñirá y te llevará a donde tú no querías". Este acento no se puede separar de la idea que inspira los Evangelios, porque el sentido de la miseria humana es una precondición de la justicia y del amor. Aquel que no se da cuenta hasta qué grado la cambiante fortuna y la necesidad mantienen en subyugación a todo espíritu humano, no puede mirar como semejantes ni amar como se ama a sí mismo a aquellos a quienes el azar separó de él por un abismo. La diversidad de coerciones que apremian al ser humano da lugar a la ilusión de varias distintas especies que no pueden comunicarse. Sólo aquel que ha medido el dominio de la fuerza, y sabe cómo no respetarla, es capaz de amor y justicia.
Las relaciones entre la fatalidad y el alma humana, el grado hasta el cual cada alma crea su propio destino, la cuestión de cuáles elementos en el alma sufren transformación por la implacable necesidad a medida que se ajusta el alma a los requerimientos del cambiante hado, y por otro lado, cuáles elementos son los que se pueden preservar a través del ejercicio de la virtud y por efecto de la gracia, toda esta cuestión está cargada de tentaciones de falsedad, tentaciones positivamente reforzadas por la soberbia, la vergüenza, el odio, el desprecio, la indiferencia, por la voluntad de olvidar o por la ignorancia. Aún más, nada es tan poco frecuente como ver la desventura retratada con equidad; la tendencia es tratar al desventurado como si la catástrofe fuera su vocación natural, o ignorar los efectos de la desgracia en el alma, esto es, suponer que el alma puede sufrir y no quedar marcada por ello, que puede, de hecho, no permitir ser modificada a imagen de la desgracia. Los griegos, generalmente hablando, estaban dotados con una fuerza espiritual que les permitía evitar el autoengaño. La recompensa de esto fue grande; descubrieron cómo lograr en todos sus actos la máxima lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que fue transmitido de La Ilíada a los Evangelios vía los poetas trágicos, nunca saltó las fronteras de la civilización griega; una vez destruida Grecia, nada quedó de su espíritu, excepto pálidos reflejos.
Ambos, los romanos y los hebreos, se creían exentos de la miseria que es la suerte humana común. Los romanos veían a su nación como la escogida para ser la señora del mundo; con los hebreos, era su Dios quien los exaltaba, y retenían su posición superior en tanto Lo obedecieran. Extranjeros, enemigos, pueblos conquistados, súbditos, esclavos, eran objeto de desprecio para los romanos; y los romanos no tuvieron épica, ni tragedias. En Roma la lucha gladiatoria tomó el lugar de la tragedia. Con los hebreos, la desgracia era un indicación segura de pecado y, por tanto, objeto legítimo de desprecio; para ellos, un enemigo era aborrecible a Dios mismo y condenado a expiar toda clase de delitos —este es un punto de vista que hace permisible la crueldad y en realidad indispensable. Ningún texto del Antiguo Testamento da una nota comparable a la nota que se oye en la épica griega, a no ser ciertas partes del libro de Job. A lo largo de veinte siglos de cristianismo, los romanos y los hebreos han sido admirados, leídos, imitados, en palabra y en obra; sus obras maestras han proporcionado la cita pertinente cada vez que alguien quiere justificar un crimen.
Aún más, el espíritu de los Evangelios no ha pasado en estado puro de una generación cristiana a la siguiente. Soportar el sufrimiento y la muerte alegremente se consideró desde el comienzo mismo como señal de la gracia en los mártires cristianos —como si la gracia pudiera hacer más por un ser humano de lo que pudo hacer por Cristo. Aquellos que creen que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no pudo enfrentar la aspereza del destino sin un largo estremecimiento de angustia, debieran haber comprendido que el único pueblo que puede dar la impresión de haber accedido a un plano superior, que parece superior a la miseria humana ordinaria, es el pueblo que apela a las ayudas de la ilusión, la exaltación, el fanatismo, para ocultar a sus propios ojos la aspereza del destino. El hombre que no usa la armadura de la mentira no puede experimentar la fuerza sin ser alcanzado por ella hasta el alma. La gracia puede impedir que este toque lo corrompa, pero no le puede ahorrar la herida. Habiéndolo olvidado demasiado bien, la tradición cristiana puede sólo en raras ocasiones recuperar esa simplicidad que hace tan dolorosa cada frase de la historia de la Pasión. Además, la práctica de imponer la conversión por la fuerza arrojó un velo sobre los efectos de la fuerza en las almas de aquellos que la realizaron.
Pese a la breve intoxicación provocada en la época del Renacimiento por el descubrimiento de la literatura griega, no ha habido, en el transcurso de veinte siglos, reaparición del genio griego. Algo de ello se ve en Villon, en Shakespeare, Cervantes, Molière y —sólo una vez— en Racine. Los huesos del sufrimiento humano se exponen en L'école des femmes y en Phèdre, en el contexto del amor —extraño siglo en verdad, que tomó el punto de vista opuesto al del periodo épico, y sólo reconoce el sufrimiento humano en el contexto del amor, mientras insiste en cubrir de gloria los efectos de la fuerza en la guerra y en la política. A la lista de escritores dada arriba, unos cuantos nombres más se podrían añadir. Pero nada que los pueblos de Europa hayan producido vale el primer poema conocido que apareció entre ellos. Quizá todavía descubran el genio épico, cuando hayan aprendido que no hay refugio que proteja del destino, aprendido a no admirar la fuerza, a no odiar al enemigo, a no burlarse del desafortunado. Qué tan pronto ocurra esto, es otro asunto.
Fuente: http://www.uam.mx/difusion/revista/feb2001/selva.html
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