Hoy estamos acá porque, hace dos años atrás, moría la Pepa Gaitán fusilada por lesbiana marimacha por el padrastro de su novia.
Odio que aniquila nuestras vidas.
Un día que se convirtió en emblema de lucha y no hizo más que coagular en una fecha las sistemáticas y mínimas batallas que día a día sostenemos tortilleras, maricas, travestis y trans, bisexuales, intersex.
Odio que socava nuestros cuerpos.
Es un día de estruendo y de agitación, de visibilidad y de denuncia, de encender la ira tortillera y atravesar la densidad del dolor por la vida de una torta machona de un barrio periférico.
Odio que se mete en las vísceras de nuestros deseos.
Se alzaron voces, se pintaron consignas, se estamparon murales, se abrieron discusiones, se entonaron cantos, se pintaron graffittis, se escribieron notas, se repartieron volantes, se hicieron charlas, se dictaron ordenanzas, se realizó el juicio.
Odio que estaquea nuestras voces.
Para el asesino, 14 años por homicidio y ninguna lesbofobia. Un juicio que fue escenario de los más arcaicos prejuicios, estereotipos y estigmas sobre las lesbianas masculinas. Un juicio que no tuvo el sostén político necesario de las grandes organizaciones LGTB para hacerlo modelo de crítica de la matriz heterosexual y de la ley binaria de género que sigue gobernando nuestras vidas. Porque la agenda federal del matrimonio no podía mancharse de sangre, y menos de sangre chonga.
Odio que modela nuestro silencio.
También hubo mudez, demasiada, de ciertas organizaciones feministas y lgtb, de derechos humanos y de mujeres. También se taparon murales pintados contra la lesbo-homo-transfobia aquí en Rosario, en La Plata y en Córdoba. También seguimos teniendo una ley antidiscriminatoria que no incluye entre las causales de agravante a las categorías de orientación sexual, identidad o expresión de género. También hubo mucha movilización de las pequeñas organizaciones activistas cuyo cuerpos no están ceñidos a algún sillón de funcionario-a.
Odio que cierra las escuchas.
Venir a hablar en nombre de un colectivo, de una cierta comunidad supone para mí un problema político, epistemológico y ético. En mi activismo no hago representación política, porque supone voces y cuerpos ausentes. No hablo en nombre de nadie más que de mí misma, lo que también es una ficción pero de singular invención.
Odio que nos oferta miedo y vergüenza.
Como expresión de la disidencia, hago política de la enunciación en primera persona, una poética de la localización como lesbiana masculina feminista cuir del interior, y una estética de la autorepresentación porque construyo mis propios relatos para contarme a mí misma en articulación con otras voces, otros cuerpos, otras identidades.
Odio que recorre las venas de cada institución.
Es preciso señalar una advertencia sobre toda política identitaria, que tiende a clausurar las narrativas de sí y a erigir modelos hegemónicos de representación sexual y política. Y también supone el riesgo y la potencialidad de asumir su práctica como plataforma de interpelación y celebración.
Odio que nos palmea la espalda.
Hace un tiempo se instaló un modo de hacer política lgtb, que convirtió al Estado en el único interlocutor legítimo de nuestras demandas.
Odio que ninguna ficción de igualdad puede desmontar.
Quienes proponemos y apostamos por la construcción de espacios de experimentación colectiva, la deconstrucción de las metáforas científicas, las prácticas moleculares o micropolíticas de intervención o interrupción de los flujos heteronormativos en la vida cotidiana, somos atrapadas por términos como extremistas, díscolas, nostálgicas.
Odio que se ofrece como caridad.
No obstante, en esa urdimbre apasionada de deseos se producen saberes críticos sobre nuestras vidas, se colectivizan experiencias, se modelan sensibilidades, se impulsa la creatividad erótica y afectiva, se disuelve la lógica de los estereotipos, se curan los dolores comunitarios, se sueñan proyectos e iniciativas.
Odio que intensifica la crueldad.
Así, sin la paranoia de la acción unitaria y totalizadora, hacemos política como inflexión e interrupción, dando consistencia a las situaciones en las que nos involucramos, ejercitando la capacidad para fabular por nuestra cuenta.
Odio que se arraiga con tenacidad en las infancias.
Uno de los insumos que vitaliza esa pulsión heurística de la disidencia sexo-genérica, para des-sujetarnos de las técnicas que gobiernan nuestras vidas, es la ira.
Odio que amansa el pensamiento.
Audre Lorde, una poeta lesbiana negra feminista, nos decía: “Cuando volvemos la espalda a la ira, también se la volvemos al conocimiento, pues con esa actitud vamos a aceptar las ideas ya conocidas, las ideas cómodas y mortíferamente familiares”.
Odio que nos arrebata las palabras.
Se trata de desfigurar las preguntas ya formuladas y precalentadas, que se procuran cerrar con respuestas históricas de lo ya pensado, neutralizando la interrogación crítica como espacio de problematización acerca de las modalidades contemporáneas que adquiere la regulación de las sexualidades y los cuerpos.
Odio que nos expropia los sueños.
“La ira compartida entre iguales genera cambios, no destrucción, y la incomodidad y el daño que a menudo causa no son señales mortíferas, sino de crecimiento”, continúa Lorde.
Odio que medicaliza sus efectos.
Hoy en día disponemos de un amplio campo de derechos que se inscriben en leyes de corte progresista. Sin embargo y a pesar de que el Estado tiene un papel más activo, no deja de cumplir funciones meramente técnicas-administrativas. Las leyes se convierten en letra muerta porque no encuentran los resortes institucionales, los recursos materiales, e incluso, y fundamentalmente, la decisión política necesaria para garantizar su cumplimiento.
Odio que patologiza los placeres.
Estamos asistiendo a un doble proceso en el activismo, en que el cálculo de la economía mediática juega un protagonismo central. Por un lado, la visibilidad de modelos normalizados de identidades LGTB. Y a su vez, la dilución de las identidades bajo la recodificación institucional en términos de retóricas de diversidad, lo que implica el borramiento de las operaciones de poder del sistema heteronormativo, así como las especificidades que ese control asume sobre esas identidades y las divergentes respuestas a esa normatividad.
Odio que señala nuestra apariencia de machota como amenazante.
Las lesbianas nos situamos en el espacio de frontera que tejen la lesbofobia del movimiento feminista y la misoginia del movimiento gay.
Odio que disciplina a nuestras compañeras que se la creen.
Es imperioso que la amnesia no ocupe nuestro campo de visión. Sostener la memoria vibrante de la Pepa, de su vida y de su fusilamiento, tiene que convocarnos a la apertura de nuevos despliegues capaces de relanzar las preguntas políticas radicales.
Odio que nos encierra en estereotipos.
Si la lesbofobia es el pacto social de silencio acerca de la existencia lésbica y un marco para la impunidad y la discriminación sistemáticas ¿cómo intensificar las acciones políticas para destruir ese pacto, que es el lubricante de la maquinaria del odio?
Odio que puede leerse en gran parte del corpus académico.
Luchar contra la lesbofobia no es una tarea sólo de las lesbianas o del movimiento de la disidencia sexo-genérica, es un compromiso de todas aquellas personas convencidas de que la lucha por la autonomía corporal es constitutiva de las luchas anticapitalistas, antipatriarcales, antirracistas, antiimperialistas y antifascistas.
Odio que se cruza en el tráfico de miradas.
¿Cómo desarmar las condiciones institucionales que invitan al odio como política de la diferencia?
Odio que nos trata de exageradas.
Las lesbianas masculinas hacemos visible el deseo lésbico y nos encontramos en la paradoja de que el sistema heteronormativo nos construye como representación estereotipada para señalar visualmente lo que no se debe ser, y por otro, la ley binaria del género nos rotula como usurpadoras de la masculinidad, propiedad exclusiva de los varones. Por eso, el castigo a las lesbianas masculinas está social y culturalmente habilitado y aprobado.
Odio que se autoproclama sano e higiénico.
Tal vez podríamos dejar que nuestros sueños vagabundearan más cerca de nuestras comunidades y más lejos de los funcionarios, más cerca del agenciamiento colectivo y menos de las burocracias estatales, más cerca de la efervescencia callejera que de la prolijidad de las disciplinas, más cerca de nuestras fuerzas que de los técnicos del deseo.
Odio que se enseña con respeto en la escuela.
Foucault se preguntaba: “¿Cómo hacer para no convertirse en fascista incluso cuando (sobre todo cuando) se cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo hacer desaparecer de nuestro discurso y de nuestros actos, de nuestros corazones y placeres, ese mismo [fascismo]? ¿Cómo arrancar ese fascismo incrustado en nuestro comportamiento?”.
Odio que nos exige hablar su lengua del terror.
Podríamos reformular estos interrogantes en clave lésbica. ¿Cómo hacer para no convertirse en lesbofóbica incluso cuando se cree ser una activista?
Odio que nos normaliza. Odio que tortura corazones. Odio que nos torna prisioneros de un modo de sentir y percibir los cuerpos. Odio que nos vuelve ilegibles. Odio que nos tolera a la distancia. Odio que culpabiliza toda práctica sexual no reproductiva. Odio que sanciona con el aislamiento. Odio que se traduce en diagnósticos. Odio que se interna en nuestras lágrimas. Odio que nos atraganta con su injuria. Odio que se interpone entre los ojos. Odio que se exhibe en las pantallas. Odio que nos vuelve víctimas desvalidas. Odio que hace muecas en nuestra cara. Odio que dosifica nuestra paciencia. Odio que se clava hasta los huesos. Odio que incita a la confesión. Odio que nos reclama decencia y respetabilidad. Odio que castiga con la muerte. Odio que acumula cadáveres.
Es urgente construir una práctica perceptiva que nos sitúe más allá de las representaciones utilizadas por la lengua de la política convencional, que hagamos esfuerzos de sustracción de las dinámicas polarizantes, que recuperemos el horizonte de la invención colectiva y subjetiva, que nos rehusemos a disolvernos en el sentido común articulado por el lenguaje estatal.
De este modo podremos re-articular potentes consignas que desafían al poder que discrimina y margina. Pero sin encender y explorar nuestra ira tortillera no hay posibilidad de desarmar la maquinaria del odio que sostiene el régimen heterosexual. En esa afección se juega nuestra sobrevivencia.
Fuente: Texto escrito para el Panel-debate: “Políticas públicas para lesbianas, avances y desafíos”, organizado por Las Safinas y Área de Estudios de Género del Colegio de Psicólogxs –Rosario, en el marco de las actividades por el fusilamiento de la Pepa Gaitán y de lucha contra la lesbofobia. 7 marzo del 2012.-
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