La noción de gasto / Georges Bataille
- Revista Adynata
- 1 may 2024
- 25 Min. de lectura
1. Insuficiencia del principio clÔsico de utilidad
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Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra Ćŗtil, es decir, siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningĆŗn medio correcto, considerando el conjunto mĆ”s o menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es Ćŗtil a los hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo mĆ”s injustificable, a principios que se intentan situar mĆ”s allĆ” de lo Ćŗtil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinĆ”ndolos con el interĆ©s pecuniario y, sin hablar de Dios, el EspĆritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehĆŗsan aceptar un sistema coherente.
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Sin embargo, la prĆ”ctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia comĆŗn parece que, en una primera aproximación, no puede oponer mĆ”s que reservas verbales al principio clĆ”sico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente, Ć©sta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición (prĆ”cticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es aƱadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sĆ misma para poner de manifiesto el carĆ”cter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento exagerado del nĆŗmero de seres vivientes puede disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea vĆ”lido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel serĆa subsidiario. La parte mĆ”s importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva.
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Es verdad que la experiencia personal, tratÔndose de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el mÔs lúcido ignora el por qué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables, en catÔstrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiÔstico.
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La contradicción entre las concepciones sociales corrientes y las necesidades reales de la sociedad se asemeja, de un modo abrumador, a la estrechez de mente con que el padre trata de obstaculizar la satisfacción de las necesidades del hijo que tiene a su cargo. Esta estrechez es tal que le es imposible al hijo expresar su voluntad. La cuasi malvada protección de su padre cubre el alojamiento, la ropa, la alimentación, hasta algunas diversiones anodinas. Pero el hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le preocupa. EstÔ obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En este sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo menor de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente, pero excluye, en principio, el gasto improductivo.
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Es cierto que esta exclusión es superficial y que no modifica la actividad prÔctica, del mismo modo que las prohibiciones no limitan al hijo, el cual se entrega a diversiones inconfesables en cuanto deja de estar en presencia del padre. La humanidad puede hacer suyas unas concepciones tan estúpidas y miopes como las paternas. Pero, en la prÔctica se comporta de tal forma que satisface necesidades que son una barbaridad atroz e incluso no parece capaz de subsistir mÔs que al borde de lo excesivo.
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Por otra parte, a poco que un hombre sea capaz de aceptar plenamente las consideraciones oficiales, o que pueden llegar a serlo, a poco que tienda a someterse a la atracción de quien dedica su vida a la destrucción de la autoridad establecida, es difĆcil creer que la imagen de un mundo apacible y coherente con la razón pueda llegar a ser para Ć©l otra cosa que una cómoda ilusión.
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Las dificultades que pueden encontrarse en el desarrollo de una concepción que no siga el modelo despreciable de las relaciones del padre con su hijo no son, por lo tanto, insuperables. Se puede aƱadir la necesidad histórica de imĆ”genes vagas y engaƱosas para uso de la mayorĆa, que no actĆŗa sin un mĆnimo de error (del cual se sirve como si fuera una droga) y que, ademĆ”s, en cualquier circunstancia, rechaza reconocerse en el laberinto al que conducen las inconsecuencias humanas. Para los sectores incultos o poco cultivados de la sociedad, una simplificación extrema constituye la Ćŗnica posibilidad de evitar una disminución de la fuerza agresiva. Pero serĆa vergonzoso aceptar como un lĆmite al conocimiento las condiciones en las que se forman tales concepciones simplificadas. Y si una concepción menos arbitraria estĆ” condenada a permanecer de hecho como esotĆ©rica, si, como tal, tropieza, en las circunstancias actuales, con un rechazo insano, hay que decir que este rechazo es precisamente la deshonra de una generación en la que los rebeldes tienen miedo del clamor de sus propias palabras. No debemos, por tanto, prestarle atención.
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2. El principio de pƩrdida
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La actividad humana no es enteramente reducible a procesos de producción y conservación, y la consumición puede ser dividida en dos partes distintas. La primera, reducible, estĆ” representada por el uso de un mĆnimo necesario a los individuos de una sociedad dada la conservación de la vida y para la continuación de la actividad productiva. Se trata, pues, simplemente, de la condición fundamental de esta Ćŗltima. La segunda parte estĆ” representada por los llamados gastos improductivos: el lujo, los duelos, las guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectĆ”culos, las artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad genital), que representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen su fin en sĆ mismas. Por ello, es necesario reservar el nombre de gasto para estas formas improductivas, con exclusión de todos los modos de consumición que sirven como medio de producción. A pesar de que siempre resulte posible oponer unas a otras, las diversas formas enumeradas constituyen un conjunto caracterizado por el hecho de que, en cualquier caso, el Ć©nfasis se sitĆŗa en la pĆ©rdida, la cual debe ser lo mĆ”s grande posible para que adquiera su verdadero sentido.
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Este principio de pĆ©rdida, es decir, de gasto incondicional, por contrario que sea al principio económico de la contabilidad (el gasto regularmente compensado por la adquisición), sólo racional en el estricto sentido de la palabra, puede ponerse de manifiesto con la ayuda de un pequeƱo nĆŗmero de ejemplos extraĆdos de la experiencia corriente.
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1) No basta con que las joyas sean bellas y deslumbrantes, lo que permitirĆa que fueran sustituidas por otras falsas. El sacrificio de una fortuna, en lugar de la cual se ha preferido un collar de diamantes, es lo que constituye el carĆ”cter fascinante de dicho objeto. Este hecho debe ser relacionado con el valor simbólico de las joyas, que es general en psicoanĆ”lisis. Cuando un diamante tiene en un sueƱo una significación relacionada con los excrementos, no se trata solamente de una asociación por contraste ya que, en el subconsciente, las joyas, como los excrementos, son materias malditas que fluyen de una herida, partes de uno mismo destinadas a un sacrificio ostensible (sirven, de hecho, para hacer regalos fastuosos cargados de deseo sexual). El carĆ”cter funcional de las joyas exige su inmenso valor material y explica el poco caso hecho a las mĆ”s bellas imitaciones, que son casi inutilizables.
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2) Los cultos exigen una destrucción cruenta de hombres y de animales de sacrificio. El sacrificio no es otra cosa, en el sentido etimológico de la palabra, que la producción de cosas sagradas. Es fĆ”cil darse cuenta de que las cosas sagradas tienen su origen en una pĆ©rdida. En particular, el Ć©xito del cristianismo puede ser explicado por el valor del tema de la crucifixión del hijo de Dios, que provoca la angustia humana por equivaler a la pĆ©rdida y a la ruina sin lĆmites.
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3) En los diferentes deportes, la pĆ©rdida se produce, en general, en condiciones complejas. Cantidades de dinero considerables se gastan en mantenimiento de locales, de aparatos y de hombres. Las energĆas se prodigan, en lo posible, con la finalidad de provocar un sentimiento de estupefacción y, en todo caso, con una intensidad infinitamente mĆ”s grande que en las empresas de producción. El peligro de muerte no se evita, ya que constituye, por el contrario, el objeto de una fuerte atracción inconsciente. Por otra parte, las competiciones son, a veces, la ocasión para repartir riquezas de un modo ostensible. Muchedumbres inmensas asisten a ellas. Sus pasiones se desencadenan con gran frecuencia sin control alguno y la pĆ©rdida de ingentes cantidades de dinero queda comprometida en forma de apuestas. Es verdad que esta circulación de dinero beneficia a un pequeƱo nĆŗmero de profesionales de la apuesta, pero no por ello esta circulación puede ser menos considerada como una carga real de las pasiones desencadenadas por la competición, que ocasiona a un gran nĆŗmero de apostadores pĆ©rdidas desproporcionadas con sus medios. Estas pĆ©rdidas alcanzan frecuentemente una importancia tal que los apostadores no tienen otra salida que la prisión o la muerte. Por otra parte, formas diferentes de gasto improductivo pueden estar ligadas, segĆŗn las circunstancias, a los grandes espectĆ”culos de competición que, del mismo modo que los elementos animados por un movimiento propio, se sienten atraĆdos por una turbulencia mayor. AsĆ es como a las carreras de caballos se asocian procesos de clasificación social de carĆ”cter suntuario (basta mencionar la existencia de los Jockey Clubs) y la producción ostentosa de las lujosas novedades de la moda. Hay que hacer observar, ademĆ”s, que el conjunto de los gastos que tienen lugar actualmente en las carreras es insignificante comparado con las extravagancias de los bizantinos, que unen a las competiciones hĆpicas el conjunto de la actividad pĆŗblica.
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4) Desde el punto de vista del gasto, las producciones artĆsticas pueden ser divididas en dos grandes categorĆas, entre las cuales la primera estĆ” constituida por la arquitectura, la mĆŗsica y la danza. Esta categorĆa comporta gastos reales. No obstante, la escultura y la pintura, sin hacer referencia a la utilización de lugares concretos para ceremonias o espectĆ”culos, introducen en la arquitectura misma el principio de la segunda categorĆa, el del gasto simbólico. Por su parte, la mĆŗsica y la danza pueden estar fĆ”cilmente cargadas de significaciones exteriores.
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En su forma superior, la literatura y el teatro, que constituyen la segunda categorĆa, provocan la angustia y el horror por medio de representaciones simbólicas de la pĆ©rdida trĆ”gica (decadencia o muerte). En su forma inferior provocan la risa por medio de representaciones cuya estructura es anĆ”loga, pero excluyen ciertos elementos de seducción. El tĆ©rmino poesĆa, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pĆ©rdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma mĆ”s precisa, creación por medio de la pĆ©rdida. Su sentido es equivalente a sacrificio. Es cierto que el nombre de poesĆa no puede ser aplicado de forma apropiada, mĆ”s que a una parte bastante poco conocida de lo que viene a designar vulgarmente y que, por falta de una decantación previa, pueden introducirse las peores confusiones. Sin embargo, en una primera exposición rĆ”pida, es imposible referirse a los lĆmites infinitamente variables que existen entre determinadas formaciones subsidiarias y el elemento residual de la poesĆa. Es mĆ”s fĆ”cil decir que, para los pocos seres humanos que estĆ”n enriquecidos por este elemento, el gasto poĆ©tico deja de ser simbólico en sus consecuencias. Por tanto, en cierta medida, la función creativa compromete la vida misma del que la asume, puesto que lo expone a las actividades mĆ”s decepcionantes, a la miseria, a la desesperanza, a la persecución de sombras fantasmales, que sólo pueden dar vĆ©rtigo, o a la rabia. Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras mĆ”s que para su propia perdición, que se vea obligado a elegir entre un destino que convierte a un hombre en un rĆ©probo, tan drĆ”sticamente aislado de la sociedad como lo estĆ”n los excrementos de la vida apariencial, y una renuncia cuyo precio es una actividad mediocre, subordinada a necesidades vulgares y superficiales.
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3. Producción, intercambio y gasto improductivo
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Una vez demostrada la existencia del gasto como función social, es necesario tomar en consideración las relaciones de esta función con las de producción y adquisición, que son opuestas. Estas relaciones se presentan inmediatamente como las de un fin con la utilidad. Y, si bien es verdad que la producción y la adquisición, cambiando de forma al desarrollarse, introducen una variable cuyo conocimiento es fundamental para la comprensión de los procesos históricos, ambas no son, sin embargo, mĆ”s que medios subordinados al gasto. A pesar de ser espantosa, la miseria humana no ha sido nunca una realidad digna de atención en las sociedades porque la preocupación por la conservación, que da a la producción la apariencia de un fin, se impone sobre el gasto improductivo. Para mantener esta preeminencia, como el poder estĆ” ejercido por las clases que gastan, la miseria ha sido excluida de toda actividad social. Y los miserables no tienen otro medio de entrar en el cĆrculo del poder que la destrucción revolucionaria de las clases que lo ocupan, es decir, a travĆ©s de un gasto social sangriento y absolutamente ilimitado.
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El carĆ”cter secundario de la producción y de la adquisición con respecto al gasto aparece de la forma mĆ”s clara en las instituciones económicas primitivas debido a que el intercambio es todavĆa tratado como una pĆ©rdida suntuaria de los objetos cedidos. El intercambio se presenta asĆ, en el fondo, como un proceso de gasto sobre el que se desarrolló un proceso de adquisición. La economĆa clĆ”sica creyó que el intercambio primitivo se producĆa bajo la forma de trueque, pues no tenĆa, en efecto, ninguna razón para suponer que un medio de adquisición como el intercambio hubiera podido tener como origen, no la necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de pĆ©rdida. La concepción tradicional de los orĆgenes de la economĆa no ha sido arruinada mĆ”s que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que en gran nĆŗmero de economistas sigue considerando arbitrariamente el trueque como el ancestro del comercio.
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Opuesta a la noción artificial de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlatch2 tomado de los indios del noroeste americano, que practican el tipo mÔs conocido. Instituciones anÔlogas al potlatch indio o rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia.
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El potlatchĀ de los tlingit, los haĆÆda, los tsimshian, los kwakiutl de la costa noroeste ha sido estudiado con precisión desde fines del siglo XIX (pero no fue comparado, entonces, con las formas arcaicas de intercambio de otros paĆses). Los pueblos americanos menos avanzados practican el potlatchĀ con ocasión de cambios en la situación de las personas -iniciaciones, matrimonios, funerales e incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca puede ser disociado de un fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque tenga lugar con ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en general, estĆ” constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carĆ”cter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafĆo, debe cumplir con la obligación contraĆda por Ć©l al aceptarlo respondiendo mĆ”s tarde con un don mĆ”s importante; es decir, que debe devolver con usura.
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Pero el don no es la Ćŗnica forma del potlatch. Es igualmente posible desafiar rivales por medio de destrucciones espectaculares de riqueza. A travĆ©s de esta Ćŗltima forma es como el potlatchĀ incorpora el sacrificio religioso, siendo las destrucciones teóricamente ofrecidas a los ancestros mĆticos de los donatarios. En una Ć©poca relativamente reciente, podĆa acontecer que un jefe tlingit se presentara ante su rival para degollar en su presencia algunos de sus esclavos. Esta destrucción debĆa ser respondida, en un plazo determinado, con el degollamiento de un nĆŗmero de esclavos mayor. Los tchoukchi del extremo noroeste siberiano, que conocĆan instituciones anĆ”logas al potlatch, degollaban colleras de perros de un valor considerable para hostigar y humillar a otros grupo. En el noroeste americano, las destrucciones consisten incluso en incendios de aldeas y en el destrozo de pequeƱas flotas de canoas. Lingotes de cobre blasonados, una especie de moneda a la que se atribuĆa un valor convenido tal que representaban una inmensa fortuna, eran destrozadas o arrojadas al mar. El delirio propio de la fiesta se asocia lo mismo a las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención de maravillar y sobresalir.
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La usura, que interviene regularmente en estas operaciones bajo forma de plusvalor obligatorio en los potlatchĀ de revancha, ha permitido poder decir que el prĆ©stamo con interĆ©s deberĆa ocupar el lugar del trueque en la historia de los orĆgenes del intercambio. Hay que reconocer, en efecto, que la riqueza se multiplica en las civilizaciones con potlatchĀ de una forma que recuerda el hipercrecimiento del crĆ©dito en la civilización bancaria. Es decir, que serĆa imposible realizar a la vez todas las riquezas poseĆdas por el conjunto de los donadores en base a las obligaciones contraĆdas por el conjunto de los donatarios. Pero esta semejanza alude a una caracterĆstica secundaria del potlatch.
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El potlatchĀ es la constitución de una propiedad positiva de la pĆ©rdida -de la cual emanan la nobleza, el honor, el rango en la jerarquĆa- que da a esta institución su valor significativo. El don debe ser considerado como una pĆ©rdida y tambiĆ©n como una destrucción parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al donatario. En las formas inconscientes, tales como las que describe el psicoanĆ”lisis, el don simboliza la excreción, que estĆ” ligada a la muerte segĆŗn la conexión fundamental del erotismo anal y el sadismo. El simbolismo excremencial de los cobres blasonados, que constituyen en la costa noroeste objetos de don por excelencia, estĆ” basado en una mitologĆa muy rica. En Melanesia, el donador designa como su basura a los magnĆficos regalos que deposita a los pies del jefe rival.
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Las consecuencias en el orden de la adquisición no son mĆ”s que el resultado no querido -al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos- de un proceso dirigido en un sentido contrario. āEl ideal, indica Mauss, serĆa dar un potlatchĀ y que no fuera devueltoā. Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles. Por otra parte, cuando los frutos del potlatchĀ se encuentran, de alguna forma, unidos a la realización de un nuevo potlatch, el sentido arcaico de la riqueza se pone de manifiesto sin ninguno de los atenuantes que resultan de la avaricia desarrollada en estadios ulteriores. La riqueza aparece asĆ como una adquisición en tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza se dirige enteramente hacia la pĆ©rdida en el sentido en que tal poder sea entendido como poder de perder. Solamente por la pĆ©rdida estĆ”n unidos a la riqueza la gloria y el honor.
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En tanto que juego, el potlatchĀ es lo contrario de un principio de conservación. Pone fin a la estabilidad de las fortunas tal como existĆan en el interior de la economĆa totĆ©mica, donde la posesión era hereditaria. Una actividad de cambio excesivo ha colocado en el lugar de la herencia una especie de póker ritual, en forma delirante, como fuente de la posesión. Pero los jugadores nunca pueden retirarse una vez que han hecho la fortuna. Deben permanecer expuestos a la provocación. La fortuna no tiene, pues, en ningĆŗn caso, que situar al que la posee al abrigo de las necesidades. Por el contrario, queda funcional-mente, y con la fortuna el poseedor, expuesto a la necesidad de pĆ©rdida desmesurada que existe en estado endĆ©mico en un grupo social.
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La producción y el consumo no suntuario que condicionan la riqueza aparecen asà en tanto que utilidad relativa.
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Ā 4. El gasto funcional de las clases ricas
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La noción del potlatchĀ propiamente dicho debe quedar reservada a los gastos de tipo agonĆstico que se hacen por desafĆo, que entraƱan contrapartidas y, mĆ”s precisamente aĆŗn, a aquellas formas de gasto que las sociedades arcaicas no distinguen del intercambio.
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Es importante saber que el intercambio, en su origen, fue inmediatamente subordinado a un fin humano, aunque es evidente que su desarrollo ligado al progreso de los modos de producción no comenzó mĆ”s que en el estadio en el que esta subordinación dejó de ser inmediata. El principio mismo de la función de producción exige que los productos sean sustraĆdos a la pĆ©rdida, al menos provisionalmente.
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En la economĆa mercantil, los procesos de intercambio tienen un sentido adquisitivo. Las fortunas no se ponen ya en una mesa de juego y se convierten en relativamente estables. Solamente en la medida en que la estabilidad queda asegurada, y cuando ni siquiera unas pĆ©rdidas considerables pueden ponerla en peligro, llegan a someterse al rĆ©gimen de gasto improductivo. Los componentes elementales del potlatchĀ se encuentran, en estas nuevas condiciones, bajo formas que ya no son tan directamente agonĆsticas 3. El gasto sigue siendo destinado a adquirir o mantener el rango, pero en principio no tiene por objeto, ya, hacĆ©rselo perder a otro.
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Cualesquiera que sean estas atenuaciones, el rango social estĆ” ligado a la posesión de una fortuna, pero aĆŗn con la condición de que la fortuna sea parcialmente sacrificada a los gastos sociales improductivos tales como las fiestas, los espectĆ”culos y los juegos. Remarquemos que, en las sociedades salvajes, en las que la explotación del hombre por el hombre es todavĆa dĆ©bil, los productos de la actividad humana no afluyen solamente hacia los ricos en razón de los servicios de protección o dirección sociales que, al parecer, prestan sino, tambiĆ©n, en razón de los gastos espectaculares de la colectividad a los que deben hacer frente. En las sociedades llamadas civilizadas, la obligación funcional de la riqueza no ha desaparecido mĆ”s que en una Ć©poca relativamente reciente. La decadencia del paganismo entrañó la de los juegos y los cultos a los que los romanos ricos debĆan obligatoriamente hacer frente. Por esto es por lo que se ha podido decir que el cristianismo individualizó la propiedad, dando a su poseedor una plena disposición de sus productos y aboliendo su función social. Al abolir esta función, al menos en tanto que obligatoria, el cristianismo sustituyó los gastos paganos exigidos por la costumbre por la limosna libre, bien bajo la forma de donaciones extremadamente importantes a las iglesias y, mĆ”s tarde, a los monasterios. Las iglesias y los monasterios asumieron precisamente en la Edad Media la mayor parte de la función espectacular.
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Hoy las formas sociales grandes y libres del gasto improductivo han desaparecido. Sin embargo, no debemos concluir por ello que el principio mismo del gasto improductivo haya dejado de ser el fin de la actividad económica.
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Semejante evolución de la riqueza, cuyos sĆntomas tienen el sentido de la enfermedad y el abatimiento, conduce a una vergüenza de sĆ mismo y, al mismo tiempo, a una mezquina hipocresĆa. Todo lo que era generoso, orgiĆ”stico y desmesurado ha desaparecido. Los actos de rivalidad, que continĆŗan condicionando la actividad individual, se desarrollan en la oscuridad y se asemejan a vergonzosos regüeldos. Los representantes de la burguesĆa muestran un comportamiento pudoroso; la exhibición de riquezas se hace ahora en privado, conforme a unas convenciones enojosas y deprimentes. De otra parte, los burgueses de la clase media, los empleados y los pequeƱos comerciantes, que cuentan con una fortuna mediocre o Ćnfima, han acabado de envilecer el gasto ostentatorio, que ha sufrido una especie de parcelación, y del que ya no queda mĆ”s que una multitud de esfuerzos vanidosos ligados a rencores fastidiantes.
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No obstante, tales simulacros se han convertido, con pocas excepciones, en la principal razón de vivir, de trabajar y de sufrir para todos aquellos que no tienen coraje para someter su herrumbrosa sociedad a una destrucción revolucionaria. Alrededor de los bancos modernos, como alrededor de los kwakiutl, el mismo deseo de deslumbrar anima a los individuos y los involucra en un sistema de pequeƱas vanidades que ciegan a unos contra otros como si estuvieran ante una luz muy fuerte. A algunos pasos del banco, las joyas, los vestidos, los coches esperan en los escaparates el dĆa que servirĆ”n para aumentar el esplendor de un siniestro industrial y de su vieja esposa, mĆ”s siniestra aĆŗn. En un grado inferior, pĆ©ndulos dorados, aparadores de comedor, flores artificiales prestarĆ”n servicios igualmente inconfesables a reatas de tenderos. La emulación del ser humano al ser humano se libera como entre los salvajes, con una brutalidad equivalente. Sólo la generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvĆan a los miserables.
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En tanto que clase poseedora de la riqueza, que ha recibido con ella la obligación del gasto funcional, la burguesĆa moderna se caracteriza por la negación de principio que opone a esta obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar mĆ”s que para sĆ, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus gastos, cuando es posible, a los ojos de otras clases. Esta forma particular es debida, en el origen, al desarrollo de su riqueza a la sombra de una clase noble mĆ”s potente que ella. A estas concepciones humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones racionalistas que la burguesĆa ha desarrollado a partir del siglo XVII y que no tienen otro sentido que una representación del mundo estrictamente económica, en sentido vulgar, en el sentido burguĆ©s de la palabra. La aversión al gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesĆa y, al mismo tiempo, de su hipocresĆa tremenda. Los burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un abuso fundamental y, despuĆ©s de apropiarse del poder, se han creĆdo, gracias a sus hĆ”bitos de disimulo, en situación de practicar una dominación aceptable por las clases pobres. Y es justo reconocer que el pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en la medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses les es imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su innoble rapacidad, tan horriblemente mezquina que la vida humana queda degradada sólo con su presencia.
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Frente a los burgueses, la conciencia popular se reduce a mantener profundamente el principio del gasto, representando la existencia burguesa como la vergüenza del hombre y como una siniestra anulación.
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5. La lucha de clases
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Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto, coherentemente con la razón propia del cÔlculo, la sociedad burguesa no ha conseguido mÔs que desarrollar la mezquindad universal. La vida humana no vuelve a encontrar la agitación, según las exigencias de necesidades irreductibles, mÔs que en el esfuerzo de quienes desorbitan las consecuencias de las concepciones racionalistas corrientes. Los modos de gasto tradicional se han atrofiado, y el suntuario tumulto viviente se ha refugiado en el desencadenamiento sorprendente de la lucha de clases.
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Los componentes de la lucha de clases estĆ”n presentes en la evolución del gasto desde el perĆodo arcaico. En el potlatch, el rico distribuye los productos que le entregan los miserables. Busca elevarse por encima de un rival rico como Ć©l, pero el Ćŗltimo peldaƱo de la elevación a la que aspira no tiene otro objetivo que alejarlo aĆŗn mĆ”s de la naturaleza de los miserables. De este modo, el gasto, aunque tiene una función social, empieza por ser un acto agonĆstico de separación, de apariencia antisocial. El rico consume lo que pierde el pobre creando para Ć©l una categorĆa de decadencia y de abyección que abre la vĆa a la esclavitud. Por tanto, es evidente que, de la herencia indefinidamente transmitida desde el suntuario mundo antiguo, el moderno ha recibido el legado de esta categorĆa, actualmente reservada a los proletarios. Sin duda, la sociedad burguesa, que pretende gobernarse siguiendo principios racionales, que tiende, ademĆ”s, por su propio movimiento, a conseguir una cierta homogeneidad humana, no acepta sin protesta una división que parece destructiva del hombre mismo, pero es incapaz de llevar la resistencia mĆ”s allĆ” de la negación teórica. Da a los obreros derechos iguales a los de los amos y anuncia esta igualdad inscribiendo ostensiblemente la palabra sobre los muros. Sin embargo, los amos, que actĆŗan como si ellos fueran la expresión de la sociedad misma, estĆ”n preocupados - mĆ”s gravemente que por cualquier otro problema- por dejar constancia de que no participan en nada de la abyección de los hombres a quienes dan empleo. El fin de la actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es producir para condenar a los productores obreros a una descomunal miseria. Pues no existe ninguna disyunción posible entre la cualificación buscada en los modos de gasto propios del patrón, que tiende a elevarse muy por encima de la bajeza humana y la bajeza misma, de la cual esta cualificación es función.
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Oponer a esta concepción del gasto social agonĆstico la representación de los numerosos esfuerzos burgueses tendientes a mejorar la suerte de los obreros no es mĆ”s que la expresión de la infamia de las modernas clases superiores, que no tienen el valor de reconocer sus destrucciones. Los gastos realizados por los capitalistas para socorrer a los proletarios y darles la oportunidad de elevarse en la escala humana no testimonian mĆ”s que la impotencia -por extenuación- para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez que tiene lugar la pĆ©rdida del pobre, el placer del rico se encuentra poco a poco vaciado de su contenido y neutralizado, colocĆ”ndolo ante una especie de indiferencia apĆ”tica. En estas condiciones, a fin de mantener, a pesar de elementos (sadismo, piedad) que tienden a perturbarlo, un estado neutro que la apatĆa misma hace relativamente agradable, puede ser Ćŗtil compensar una parte del gasto que engendra la abyección con un gasto nuevo tendiente a atenuar los resultados de la primera. El sentido polĆtico de los patronos, junto a ciertos desarrollos parciales de prosperidad, ha permitido dar a veces una amplitud notable a este proceso de compensación. AsĆ es como, en los paĆses anglosajones, en particular en los Estados Unidos de AmĆ©rica, el proceso primario no se produce mĆ”s que a expensas de una parte relativamente dĆ©bil de la población y como, en una cierta medida, la clase obrera misma ha sido llevada a participar en Ć©l (sobre todo cuando ello estaba facilitado por la existencia previa de una clase como la de los negros, tenida por abyecta de comĆŗn acuerdo). Pero estas escapatorias, cuya importancia estĆ”, por otra parte, estrictamente limitada, no modifican en nada la división fundamental de las clases de hombres en nobles e innobles. El juego cruel de la vida social no varĆa a travĆ©s de los diversos paĆses civilizados en los que el esplendor insultante de los ricos pierde y degrada la naturaleza humana de la clase inferior.
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Hay que añadir que la atenuación de la brutalidad de los amos que, por otra parte, no descansa tanto sobre la destrucción como sobre las tendencias psicológicas a la destrucción - corresponde a la atrofia general de los antiguos procesos suntuarios que caracteriza a la época moderna.
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La lucha de clases se convierte, por el contrario, en la forma mƔs grandiosas de gasto social, en la medida que es retomada y desarrollada, esta vez por cuenta de los obreros, con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos.
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6. El cristianismo y la revolución
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Al margen de la revuelta, a los atosigados miserables les ha sido posible rehusar la participación moral en el sistema de opresión de unos hombres por otros. En ciertas circunstancias históricas rehusaron, en particular por medio de sĆmbolos mĆ”s contundentes aĆŗn que la realidad, rebajar la ānaturaleza humanaā entera hasta una ignominia tan horrible que el placer de los ricos en provocar la miseria de los demĆ”s se hacĆa, de golpe, demasiado agudo para ser soportado sin vĆ©rtigo. Se ha instituido asĆ, independientemente de las formas rituales, un intercambio de desafĆos exasperados, sobre todo del lado de los pobres, un potlatchĀ en el que la escoria real y la inmundicia moral descubiertas han rivalizado de un modo espectacular con todo lo que el mundo contiene de riqueza, de pureza o de esplendor. Con esta clase de convulsiones espasmódicas se ha abierto una salida excepcional por la desesperanza religiosa que habĆa en la explotación sin reserva.
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Con el cristianismo, la alternancia de exaltación y de angustia, de suplicios y de orgĆas que constituyen la vĆa religiosa, se plantea un contexto mĆ”s trĆ”gico, confundiĆ©ndose con una estructura social enferma, desgarrĆ”ndose ella misma con la crueldad mĆ”s sórdida. El canto de triunfo de los cristianos magnifica a Dios porque ha entrado en el juego cruento de la guerra social, porque āha despeƱado a los poderosos de lo alto de su grandeza y exaltado a los miserables.
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Los mĆsticos asocian la ignominia social, la ruina cadavĆ©rica del crucificado con el esplendor divino. AsĆ es como el culto asume la función de total oposición de fuerzas de sentido contrario, repartidas de tal modo entre ricos y pobres que los unos llevan a los otros a la pĆ©rdida. El culto se une estrechamente a la desesperanza terrestre, no siendo el mismo mĆ”s que un epifenómeno del odio sin medida que divide a los hombres, pero un epifenómeno que tiende a suplantar el conjunto de procesos divergentes que resume. SegĆŗn las palabras atribuidas a Cristo, que decĆa que Ć©l habĆa venido a dividir, no a reinar, la religión no busca, pues, en absoluto, hacer desaparecer lo que otros consideran como la calamidad humana. En su forma inmediata, en la medida en que su movimiento ha quedado libre, la religión se encenaga, por el contrario, en una inmundicia indispensable a sus tormentos extĆ”ticos.
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El sentido del cristianismo viene dado por el desenvolvimiento de las consecuencias delirantes del gasto de clases, por una orgĆa agonĆstica mental practicada a expensas de la lucha real.
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Sin embargo, cualquiera que sea la importancia que la lucha tenga en la actividad humana, la humillación cristiana no es mĆ”s que un episodio en la lucha histórica de los innobles contra los nobles, de los impuros contra los puros. Como si la sociedad, consciente de su desquiciamiento intolerable, hubiera estado por un tiempo ebria, a fin de gozarlo sĆ”dicamente. Pero la ebriedad mĆ”s pesada no ha podido borrar las consecuencias de la miseria humana y, aunque las clases explotadas se opongan a las clases superiores con una lucidez creciente, ningĆŗn lĆmite concebible puede ponerse al odio. En la agitación histórica, sólo la palabra Revolución domina la confusión reinante y comporta promesas que responden a las exigencias ilimitadas de las masas. Una simple ley de reciprocidad social exige que a los amos, a los explotadores, cuya función social consiste en crear formas despreciables, excluyentes de la naturaleza humana -tal como esta naturaleza existe en el lĆmite de la tierra, es decir, del barro- se les entregue al miedo, al gran atardecer en el que sus bellas frases quedarĆ”n cubiertas por los gritos de muerte de los amotinados. Es la esperanza sangrienta que se confunde cada dĆa con la existencia popular y que resume el contenido insobornable de la lucha de clases.
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La lucha de clases no tiene mĆ”s que un fin posible: la pĆ©rdida de quienes han trabajado por perder a la ānaturaleza humanaā.
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Cualquiera que sea la forma de desarrollo elegida, sea Ć©sta revolucionaria o servil, las convulsiones generales constituidas durante dieciocho siglos por el Ć©xtasis religioso cristiano y, en nuestros dĆas, por el movimiento obrero, deben ser consideradas igualmente como una impulsión decisiva que constriƱe a la sociedad a utilizar la exclusión de unas clases por otras para realizar un modo de gasto tan trĆ”gico y tan libre como sea posible, al mismo tiempo que a introducir formas sagradas tan humanas que las formas tradicionales lleguen a ser comparativamente despreciables. Es el carĆ”cter cambiante de estos movimientos lo que atestigua el valor humano total de la Revolución obrera, susceptible de actuar por sĆ misma con una fuerza tan constrictiva como la que dirige a los organismos elementales hacia el sol.
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7. La insubordinación de los hechos materiales
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La vida humana, distinta de su existencia jurĆdica, y tal como tiene lugar, de hecho, sobre un globo aislado en el espacio celeste, en cualquier momento y lugar, no puede quedar, en ningĆŗn caso, limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones racionales. El inmenso trabajo de abandono, de desbordamiento y de tempestad que la constituye podrĆa ser expresado diciendo que la vida humana no comienza mĆ”s que con la quiebra de tales sistemas. Al menos, lo que ella admite de orden y de ponderación no tiene sentido mĆ”s que a partir del momento en el que las fuerzas ordenadas y ponderadas se liberan y se pierden en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre lo que sea posible hacer cĆ”lculos. Sólo por una insubordinación semejante, incluso, aunque sea miserable, puede la especie humana dejar de estarĀ Ā aislada en el esplendor incondicional de las cosas materiales.
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De hecho, de la forma mĆ”s universal, aisladamente o en grupo los hombres se encuentran constantemente comprometidos en procesos de gasto. La variación de las formas no entraƱa alteración alguna de los caracteres fundamentales de estos procesos cuyo principio es la pĆ©rdida. Una cierta excitación, cuya intensidad se mantiene en el curso de las alternativas en un estiaje sensiblemente constante, anima las colectividades y las personas. En su forma acentuada, los estados de excitación, que son asimilables a estados tóxicos, pueden ser definidos como impulsiones ilógicas e irresistibles al rechazo de bienes materiales o morales, que habrĆa sido posible utilizar racionalmente (segĆŗn el principio de la contabilidad). A las pĆ©rdidas asĆ realizadas se encuentra unida -tanto en el caso de la āhija perdidaā como en el del gasto militar- la creación de valores improductivos, de los cuales el mĆ”s absurdo y al mismo tiempo el que provoca mĆ”s avidez es la gloria. Junto con la ruina, la gloria, bajo formas siniestras o deslumbrantes, no ha dejado de dominar la existencia social y hace imposible emprender nada sin ella, a pesar de que estĆ” condicionada por la prĆ”ctica ciega de la pĆ©rdida personal o social.
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Y asĆ es como la inmensa quiebra de la actividad arrastra a las intenciones humanas -incluidas las que se asocian con las actividades económicas- hacia el juego cualificador de la materia universal: la materia, en efecto, no puede ser definida mĆ”s que por la diferencia no lógica, que representa con relación a la economĆa del universo lo que el crimen con relación a la ley. La gloria, que resume o simboliza (sin agotarlo) el objeto del gasto libre, como nunca puede excluir el crimen, no se diferencia de la cualificación, sobre todo si se considera la Ćŗnica cualificación que tiene un valor comparable al de la materia de la cualificación insubordinada, lo cual no es la condición de ninguna otra.
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Si se considera, por otra parte, el interés, coincidente tanto con la gloria (como con la ruina), que la colectividad humana pone necesariamente en el cambio cualitativo realizado constantemente por el movimiento de la historia, si se considera, en fin, que este movimiento no puede contener ni conducir a un objetivo limitado, es posible, una vez abandonada toda reserva, asignar a la utilidad un valor relativo. Los hombres aseguran su subsistencia o evitan el sufrimiento no porque estas funciones impliquen por sà mismas un resultado suficiente, sino para acceder a la función insubordinada del gasto libre.
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ExtraĆdo de āLa parte malditaā, pĆ”gs. 25-43, Ed. Icaria, Barcelona, 1987. Originalmente publicado en el NĀŗ 7 de āLa critique socialeā, enero de 1933.
