De las plantas o del origen de nuestro mundo
Apenas las mencionamos, su nombre se nos escapa. La filosofía las ha desatendido desde siempre, más por desprecio que por distracción[i]. Son el ornamento cósmico, el accidente inesencial y colorido que reina en los márgenes del campo cognitivo. Las metrópolis contemporáneas las consideran bibelots superfluos de la decoración urbana. Fuera de los muros de la ciudad, son los huéspedes -las malas hierbas- o los objetos de producción en masa. Las plantas son la herida siempre abierta del esnobismo metafísico que define nuestra cultura. El retorno de los reprimido, del que es necesario liberarnos para considerarnos como diferentes: hombres, racionales, seres espirituales. Son el tumor cósmico del humanismo, los desechos que el espíritu absoluto no alcanza a eliminar. Las ciencias de la vida también las desatienden. “La biología actual, concebida sobre la base de lo que sabemos del animal, prácticamente no tiene en cuenta a las plantas”;[ii] “la literatura evolucionista estándar es zoocéntrica”. Y los manuales de biología abordan “las plantas de mala gana, como decoraciones sobre el árbol de la vida en lugar de formas que le han permitido a este árbol sobrevivir y crecer”.[iii]
No se trata simplemente de una insuficiencia epistemológica: “en tanto que animales, nos identificamos más inmediatamente con otros animales que con las plantas”[iv]. Así, los científicos, la ecología radical, la sociedad civil se comprometen luego de decenios con la liberación de los animales,[v] y la denuncia de la separación entre el hombre y el animal (la máquina antropológica de la que habla la filosofía[vi]) se ha convertido en un lugar común del mundo intelectual. Por el contrario, parece que nunca nadie ha querido poner en cuestión la superioridad de la vida animal sobre la vida vegetal, y el derecho de vida y de muerte de la primera sobre la segunda: vida sin personalidad y sin dignidad, ella no merece ninguna empatía benévola ni el ejercicio del moralismo que los vivientes superiores sí alcanzan a movilizar.[vii] Nuestro chauvinismo animalista[viii] se reúsa a superar “un lenguaje de animales que no es apropiado para la relación con una verdad vegetal”.[ix] Y en este sentido, el animalismo antiespecista no es más que un antropocentrismo en el darwinismo interiorizado: ha extendido el narcisismo humano al reino animal.
Ellas no son tocadas por esta negligencia prolongada: ostentan una indiferencia soberana hacia el mundo humano, la cultura de los pueblos, la alternancia de reinos y épocas. Las plantas parecen ausentes, como perdidas en un largo y sordo sueño químico. No tienen sentidos, pero están lejos de estar encerradas: ningún ser viviente se adhiere más que ellas al mundo que las rodea. No tienen ni los ojos ni las orejas que les permitirían distinguir las formas del mundo y multiplicar su imagen en la iridiscencia de los colores y sonidos que les acordamos.[x] Ellas participan del mundo en su totalidad en todo lo que encuentran. Las plantas no corren, no pueden volar: no son capaces de privilegiar un sitio específico por relación al resto del espacio; deben quedarse allí donde están. El espacio, para ellas, no se dispersa en un tablero heterogéneo de diferencias geográficas; el mundo se condensa en la parte de sol y cielo que ocupan. A diferencia de la mayoría de los animales superiores, no tienen ninguna relación selectiva con lo que las cerca: están, y no pueden más que estar, constantemente expuestas al mundo que las rodea. La vida vegetal es la vida en tanto que exposición integral, en continuidad absoluta y en comunión global con el medio. Es para adherirse lo más posible al mundo que ellas desarrollan un cuerpo que privilegia la superficie por sobre el volumen: “la ratio más elevada de la superficie sobre el volumen de las plantas es uno de sus rasgos más característicos. Es a través de esta vasta superficie, literalmente extendida en el medio, que las plantas absorben los recursos, diseminados por el espacio, necesarios para su crecimiento”[xi]. Su ausencia de movimiento no es más que el reverso de su adhesión integral a lo que les sucede y a su medio. No se puede separar -ni físicamente ni metafísicamente- la planta del mundo que la acoge. Ella es la forma más intensa, más radical y más paradigmática del estar-en-el-mundo. Interrogar las plantas es comprender lo que significa estar-en-el-mundo. La planta encarna el lazo más íntimo y elemental que la vida puede establecer con el mundo. Lo inverso también es verdadero: ella es el observatorio más puro para contemplar el mundo en su totalidad. Bajo el sol y las nubes, mezclándose con el agua y el viento, su vida es una interminable contemplación cósmica, sin disociar objetos ni sustancias; o, para decirlo de otro modo, aceptando todos los matices hasta medirse con el mundo, hasta coincidir con su sustancia. Jamás podremos comprender una planta sin haber comprendido lo que es el mundo.
La extensión del dominio de la vida
Viven a distancias siderales del mundo humano como la casi totalidad de los demás vivientes. Esta segregación no es una simple ilusión cultural sino que es de naturaleza más profunda. Su raíz se encuentra en el metabolismo.
La supervivencia de la casi totalidad de los seres vivientes presupone la existencia de otros vivientes: toda forma de vida exige que haya vida ya en el mundo. Los hombres tienen necesidad de la producida por los animales y las plantas. Y los animales superiores no sobrevivirían sin la vida que intercambian recíprocamente gracias al proceso de alimentación. Vivir es esencialmente vivir de la vida de otro: vivir en y a través de la vida que otros han sabido construir o inventar. Hay una suerte de parasitismo, de canibalismo universal, propio del dominio de lo viviente: se alimenta de sí mismo, no se contempla más que a sí mismo, lo necesita para otras formas y otros modos de existencia. Como si la vida en sus formas más complejas y articuladas no fuera más que una inmensa tautología cósmica: se presupone a sí misma, no se produce más que a sí misma. Es por esto que la vida parece explicarse solo a partir de ella misma. Las plantas representan la única grieta en la autoreferencialidad de lo viviente.
En este sentido, la vida superior parece no haber tenido relaciones inmediatas con el mundo sin vida: el primer medio de todo viviente es el de los individuos de su especie, incluso de otras especies. La vida parece deber ser medio de sí misma, lugar de sí misma. Solamente las plantas contravienen esta regla topológica de auto-inclusión. No tienen necesidad de la mediación de otros vivientes para sobrevivir. No la desean. No exigen más que el mundo, la realidad en sus componentes más elementales: las piedras, el agua, el aire, la luz. Ven el mundo antes de que sea habitado por las formas de vida superiores, ven lo real en sus formas más ancestrales. O, más bien, encuentran la vida allí donde ningún otro organismo la alcanza. Todo lo que tocan, lo transforman en vida; de la materia, del aire, de la luz solar hacen lo que para el resto de los vivientes será un espacio para habitar, lo que para el resto de los vivientes será un espacio para habitar, un mundo. La autotrofía -el nombre dado a este poder de Midas alimentario, aquel que permite transformar en alimento todo lo que toca y todo lo que es- no es simplemente una forma radical de autonomía alimentaria, es sobre todo la capacidad que tienen de transformar la energía solar dispersa en el cosmos en cuerpo viviente, la materia deforme y diversa del mundo en realidad coherente, ordenada y unitaria.
Si es a las plantas a las que es necesario preguntar qué es el mundo es porque ellas son las que “hacen mundo”. Es, para la gran mayoría de organismos, el producto de la vida vegetal, el producto de la colonización del planeta por las plantas, desde tiempos inmemoriales. No solamente “el organismo animal está enteramente constituido por sustancias orgánicas producidas por las plantas”,[xii] sino que también “las plantas superiores representan el 90% de la biomasa eucariota del planeta”.[xiii] El conjunto de objetos y utensilios que nos rodean vienen de las plantas (alimentos, muebles, vestimenta, combustible, medicamentos), pero sobre todo la totalidad de la vida animal superior (que tiene carácter aeróbico) se alimenta de los cambios orgánicos gaseosos de estos seres (oxígeno). Nuestro mundo es un hecho vegetal antes de ser un hecho animal.
Es el aristotelismo el que primero ha advertido la posición liminar de las plantas, describiéndolas como un principio de animación y de psiquismo universal. La vida vegetativa (psyché trophiké) no era simplemente, para el aristotelismo de la Antigüedad y de la Edad Media, una clase distinta de formas de vida específicas o una unidad taxonómica separada de otras, sino más bien un lugar compartido por los otros seres vivientes, indiferentemente de la distinción entre plantas, animales y hombres. Es un principio a través del cual “la vida pertenece a todos”.[xiv]
Por las plantas, desde el inicio la vida se define como una circulación de vivientes y, por esta causa, se constituye en la diseminación de formas, en la diferencia de especies, de reinos, de modos de vida. No obstante, no son intermediarias, ni agentes del umbral cósmico entre viviente y no-viviente, espíritu y materia. Su llegada a la tierra firme y su multiplicación han permitido producir la cantidad de materia y de masa orgánica de la que la vida superior se compone y se nutre. Pero también y sobre todo, ellas han formado para siempre el rostro de nuestro planeta: es por la fotosíntesis que nuestra atmósfera está masivamente constituida de oxígeno;[xv] incluso, es gracias a las plantas y a su vida que los organismo animales superiores pueden producir la energía necesaria para su supervivencia. Es por ellas y a través de ellas que nuestro planeta es una cosmogonía en acto, la génesis constante de nuestro cosmos. La botánica, en este sentido, debería encontrar un tono hesiódico y describir todas las formas de vida capaces de fotosíntesis como divinidades inhumanas y materiales, titanes domésticos que no tienen necesidad de violencia para fundar nuevos mundos.
Desde este punto de vista, las plantas echan a perder uno de los pilares de la biología y de las ciencias naturales de los últimos siglos: la prioridad del medio sobre el viviente, del mundo sobre la vida del espacio sobre el sujeto. Las plantas, su historia, su evolución, prueban que los vivientes producen el medio en el que viven en ves de estar obligados a adaptarse a él. Ellas han modificado para siempre la estructura metafísica del mundo. Estamos invitados a pensar el mundo físico como el conjunto de todos los objetos, el espacio que incluye la totalidad de todo lo que ha sido, es y será: el horizonte definitivo que ya no tolera ninguna exterioridad, el continente absoluto. Haciendo posible el mundo del que son parte y contenido, las plantas destruyen la jerarquía topológica que parece reinar en el cosmos. Demuestran que la vida es una ruptura de la asimetría entre continente y contenido. Cuando hay vida, el continente yace en el contenido (y es pues contenido por él) y viceversa. El paradigma de esta imbricación recíproca es lo que los Antiguos ya llamaban soplo (pneuma). Soplar, respirar, en efecto significa hacer esta experiencia: lo que nos contiene, el aire, se vuelve contenido en nosotros y, a la inversa, lo que estaba contenido en nosotros se vuelve lo que nos contiene. Respirar significa estar inmerso en un medio que nos penetra con la misma intensidad con la que lo penetramos. Las plantas han transformado el mundo en la realidad de un soplo; y es a partir de esta estructura topológica que la vida le ha dado al cosmos que, en este libro, intentaremos describir la noción de mundo.
De las plantas, o de la vida del espíritu
Ellas no tienen manos para manipular el mundo y por lo tanto sería difícil encontrar agentes más hábiles en la construcción de formas. Las plantas no son solamente los artesanos más finos de nuestro cosmos, también son las especies que han abierto en la vida el mundo de las formas, la forma de vida que ha hecho del mundo el lugar de la figurabilidad infinita. A través de las plantas superiores, la tierra firme se ha afirmado como el espacio y el laboratorio cósmico de invención de formas y de hechura de la materia.[xvi]
La ausencia de manos no es un signo de falta sino más bien la consecuencia de una inmersión si resto en la materia misma que ellas forman sin cesar. Las plantas coinciden con las formas que inventan: para ellas, todas las formas son declinaciones del ser y no del mero hacer y del actuar. Crear una forma significa atravesarla con todo su ser, como se atraviesan las edades o las etapas de la propia existencia. Haciendo abstracción de la creación y la técnica -que saben transformar las formas a condición de excluir al creador y al productor del proceso de transformación- la planta objeta la inmediatez de la metamorfosis: engendrar siempre significa transformarse. A las paradojas de la conciencia, que no sabe figurar formas más que a condición de distinguirlas de sí y de la realidad de la que son modelo, la planta opone la intimidad absoluta entre sujeto, materia e imaginación: imaginar es devenir o que se imagina.
No se trata exclusivamente de intimidad y de inmediatez: la génesis de las formas alcanza en las plantas una intensidad inaccesible a todo otro viviente. A diferencia de los animales superiores, cuyo desarrollo se detiene una vez que el individuo alcanza su madurez sexual, las plantas no cesan de desarrollarse y de multiplicarse, pero sobretodo de construir nuevos órganos y nuevas partes de su propio cuerpo (hojas, flores, parte del tronco, etc.) de las que han sido privadas o de las que se han liberado. Su cuerpo es una industria morfogenética que no conoce interrupción. La vida vegetativa no es más que el alambique cósmico de la metamorfosis universal, la potencia que permite a toda forma nacer (constituirse a partir de individuos que tienen una forma diferente), desarrollarse (modificar su propia forma en el tiempo), reproducirse diferenciándose (multiplicar lo existente a condición de modificarlo) y morir (abandonar lo diferente llevándolo a lo idéntico). La planta no es más que un transductor que transforma el hecho biológico del ser viviente en problema estético y hace de esos problemas una cuestión de vida y de muerte.
También por esto es que, ante la modernidad cartesiana que ha reducido el espíritu a su sombra antropomórfica, las plantas han sido consideradas durante siglos como la forma paradigmática de la existencia de la razón. De un espíritu que se ejercita en la formación de sí. La medida de esta coincidencia era la semilla. En efecto, en la semilla la vida vegetativa demuestra toda su racionalidad: la producción de una determinada realidad tiene lugar a partir de un modelo formal y sin ningún error.[xvii] Se trata de una racionalidad análoga a la de la praxis o de la producción. Pero más profunda y radical, porque a ella concierne el cosmos en su totalidad y no exclusivamente a un individuo viviente: es la racionalidad que compromete al mundo en el devenir de un viviente singular. En otros términos, en la semilla, la racionalidad no es una simple función del psiquismo (sea animal o humano) o el atributo de un solo ente, sino un hecho cósmico. Es el modo de ser y la realidad material del cosmos. Para existir, la planta debe confundirse con el mundo, y no puede hacerlo sino en la forma de la semilla: el espacio en el que el acto de la razón cohabita con el devenir de la materia.
Esta idea estoica, a través de las mediaciones de Plotino y de Agustín, se volvió uno de los pilares de la filosofía de la naturaleza en el Renacimiento. “El intelecto -escribía Giordano Bruno- colma todo, ilumina el universo y consecuentemente dirige la naturaleza en la producción de las especies; y es a la producción de cosas naturales lo que nuestro espíritu es a la producción ordenada de especies racionales […] Los Magos lo llaman fecundo en semillas, o bien sembrador, porque él es quien impregna la materia de todas las formas, y que, siguiendo su destino o su condición, las configura, las forma, las combina en planes tan admirables que no pueden atribuirse ni al azar ni a cualquier otro principio que no sepa diferenciar y ordenar […] Plotino lo llama padre y progenitor, porque dispersa las semillas en el campo de la naturaleza y es el más cercano dispensador de formas. Para nosotros, es el artista interno, porque forma la materia y la configura desde adentro, así como desde dentro de la semilla o raíz hace surgir y desarrolla el tronco, del tronco las primeras ramas, de las ramas principales las secundarias, de estas los botones; desde dentro forma, configura e inerva, de algún modo, las hojas, las flores, los frutos; y desde dentro, en ciertas épocas, desde las hojas y los frutos; y desde dentro, en ciertas épocas, desde las hojas y los frutos; y desde dentro, en ciertas épocas, desde las hojas y los frutos reenvía sus humores a las ramas secundarias, de las ramas secundarias a las ramas principales, de estas al tronco, del tronco a la raíz”.[xviii]
No es suficiente reconocer, como lo ha hecho la tradición aristotélica, que la razón es el lugar de las formas (locus formarum), el depósito de todas las que el mundo pueda acoger. También es la causa formal y suficiente. Si existe una razón es la que define la génesis de cada una de las formas de las que el mundo se compone. A la inversa, una semilla es el opuesto exacto de la simple existencia virtual con la que se la confunde frecuentemente. El grano es el espacio metafísico donde la forma no define una pura apariencia o el objeto de la visión, ni el simple accidente de una sustancia, sino un destino: el horizonte específico -pero integral y absoluto- de la existencia de tal o cual individuo, y a la vez también lo que permite comprender su existencia y todos los acontecimientos de los que se compone como hechos cósmicos y no puramente subjetivos. Imaginar no significa poner una imagen inerte e inmaterial ante los ojos, sino contemplar la fuerza que permite transformar el mundo y una porción de su materia de una vida singular. Imaginando, la semilla hace necesaria una vida, deja que su cuerpo se empareje con el curso del mundo. La semilla es el lugar donde la forma no es un contenido del mundo sino el ser del mundo, su forma de vida. La razón es una semilla pues a diferencia de lo que la modernidad se ha obstinado en pensar, no es el espacio de la contemplación estéril, no es el espacio de existencia intencional de las formas, sino la fuerza que hace existir una imagen como destino específico de tal o cual individuo u objeto. La razón es lo que permite a una imagen ser un destino, espacio de vida total, horizonte espacial y temporal. Ella es necesidad cósmica y no capricho individual.
Fuente: Coccia, E. (2017) “Prólogo” en La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura. Miño Dávila ed. Bs. As.
[i] En la modernidad, la única excepción es la obra maestra de Gustav Fechner, Nanna oder über das Seelenleben der Pflanzen, Leipzig, L. Voss. 1848. Ante este silencio,, comienza a elevarse la voz de un pequeño número de investigadores e intelectuales al punto de que algunos hablan de un plant turn. Elaine P. Miller, The Vegetative Soul: From Philosophy of Nature tu Subjectivity in the Feminine, New York, State University of New York Press, 2022; Matthew Hall, Plants as persons: A Philosophical Botany, New York, State University of New York Pres, 2011; Eduardo Kohn, How forests think: toward an Anthropology beyond the huma, Berkeley, California University Press, 2013; Michael Marder, Plant thinking: A philosophy of Vegetal life, New York, Columbia University Press, 2013; Id. The philosopher´s Plant: An intelectual herbarium, New York, Columbia University Press, 2014; Jeffrey Nealon, Plant theory: Biopower and Vegetable Life, New York, Columbia University Press, 2015. Con raras excepciones, esta literatura se obstina en buscar en la literatura puramente filosófica o antropológica una verdad sobre las plantas, sin ponerse en comunicación con la reflexión botánica contemporánea que, por el contrario, ha producido inmensas obras maestras de filosofía de la naturaleza. Por solo mencionar las que más me marcaron: Agnes Arber, The Natural Philosophy of Plant form, Cambridge, Cambridge University Press, 1950; David Beerling, The emerald planet. How plants changed earth´s history, Oxford, Oxford University Press, 2007; Daniel Chamovitz, What a Plant knows: A field guide to the senses, New york, Scientific American/Farrar, Straus & Giroux, 2012; E.J.H. Corner, The life of plants, Cleveland, Ohio, World, 1964; Karl J. Niklas, Plant evolution. An introduction to the History of life, Chicago, The university of Chicago Press, 2016; Sergio Stefano Tonzig, Letture di biología vegetale, Milan, Mondadori, 1975; Francois Hallé, Éloge de la plante. Pour une nouvelle biologie, París, Seuil, 1999; Stefano Mancuso y Alessandra Viola, Verde brillante. Sensibilitá e intelligenza nel mondo vegetale, Florence, Giunti, 2013. El interés por las plantas también es central en la antropología americana contemporánea, a partir de la fulminante obra maestra (en verdad, centrada sobre una seta) de Anna Lowenhaupt Tsing, The mushroom at the end of the world: On the possibility of life in capitalist ruins, Princeton University Press, Princeton, 2015 y del trabajo de Natasha Myers, que igualmente prepara un libro sobre el tema. Cf. Natasha Myers (with Carla Hustak) ‹‹Involutionary Momentum: Affective Ecologies and the Sciences of Plant/Insect encounters››, Differences: a journal of feminist cultural studies 23 (3) 2012, pp. 74-117. [ii] Francois Hallé, Éloge de la plante, op. Cit., p. 321. Con Karl J. Niklas, Francois Hallé es el botánico que más se ha esforzado por hacer de la contemplación de la vida de las plantas un objeto propiamente metafísico. [iii] Karl J. Niklas, Plant evolution: An introduction to the history of life, op. Cit., p. viii. [iv] W. Marshall Darley, ‹‹The essence of “Plantness”››, The American Biology teacher, vol. 52, n°6, sept. 19990, p. 356: ‹‹as anmals we identify much more immediately with other animals tan with plants›› [v] Entre las más célebres, ver Peter Singer, La libération animale, París, Payot, coll. ‹‹Petite Bibliotéque Payot››, 2012 y Jonathan Safran Foer, Faut-il manger les animaux?, Paris, L´Olivier, 2011. Sin embargo, el debate es muy antiguo: ver las dos grandes obras de la Antigüedad, la de Plutarco Manger la chair, Paris, Rivages, coll. ‹‹Petit Bibliotéque Rivages››, 2002; y la de Porfirio, De l´abstinence, 3 vol. Paris, Les belles letres, 1977-1975. Sobre la historia del debate, ver Renan Larue, Le Végétarisme et ses ennemis, Vingt-cinq siécles de débats, Paris, PUF, 2015. El debate animalista, que está fuertemente impregnado de un moralismo extremadamente superficial, parece olvidar que la heterotopía presupone la muerte provocada de otros vivientes como una dimensión natural y necesaria de todo ser viviente. [vi] Giorgio Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal. Adriana Hidalgo. 2006 [vii] El debate sobre los derechos de las plantas existe de manera muy minoritaria, al menos desde el célebre capítulo XXVII de Samuel Butler, Erewhon ou De l´autre coté des montagnes, Paris, Gallimard, 1981 (Titulado The views of an erewhonian prophet concerning the rights of vegetables) y hasta el clásico artículo de Christopher D. Stone, ‹‹Should Trees have standing? Toward legal rights for natural objects››, Southern California Law Review, 45, 1972, pp. 450-501. Sobre estas cuestiones, ver el útil resumen de los debates filosóficos en Michael Marder, Plant-thinking, op. Cit., y la posición de Matthew Hall, plants as persons, op.cit. [viii] W. Marshall Darley, ‹‹The Essence of “Plantness”››, art. Cit., p. 356. Ver también J.L. Arbor, ‹‹Animal chauvinism, plant-regarding ethics and the torture of tres››, Australian journal of philosophy, vol 64, n°3, sept. 1986, p. 335-369. [ix] Francois Hallé, Eloge de la plante, op. Cit., p 325 [x] Sobre la cuestión de los sentidos de las plantas, ver Daniel Chamovitz, What a plant knows, op.cit; Richard Karban, plant sensing and communication, Chicago, The university of Chicago Press, 2015. No obstante, el límite de estas investigaciones reside en la obstinación por querer “encontrar” órganos “análogos” a lo que hacen posible la percepción en los animales, sin esforzarse en imaginar, a partir de las plantas y de su morfología, otra forma posible de existencia de la percepción, otra manera de pensar la relación entre sensación y cuerpo. [xi] W. Marshall Darley, ‹‹The essence of “plantness”›› , art.cit, p 354. La cuestión de la superficie y de la exposición al mundo es central en Gustav Fechner, Nanna oder über das seelenleben der pflanzen; y en Francois Hallé, Éloge de la plante, op.cit. Sobre la cuestión de la relación con el mundo, verl el bello libro de Michael Marder, Plant-thinking, op.cit., que representa la obra filosófica más profunda sobre la naturaleza de la vida vegetal. [xii] Julius Sachs, Vorlesungen über Pflanzen-Physiologie, Leipzig, Verlag Wilhelm Engelmann, 1882, p 733. [xiii] Anthony Trewavas, ‹‹Aspects of Plant Intelligence››, Annals of botany, 92 (1), 2003, pp 1-20, p.16, para la presente cita. Ver también su obra maestra, Plant Behaviour and Intelligence, Oxford, Oxford University Press, 2014. [xiv] Aristóteles, De anima 414a 25. [xv] T.M. Lenton, T.W. Dahl, S.J. Daines, B.J. W. Mills, K. Ozaki, M.R. Saltzman y P. Porada, ‹‹Earliest land plants created modern levels of atmospheric oxygen››, Proceedings of the National Academy of Sciences, 113 (35), 2016, pp. 9704-9709. [xvi] ES la razón por la que las plantas son una fuente de inspiración importante para el dibujo. Ver el libro de Renato Bruni, Erba volant. Imparare l’innovazione dalle plante, Turin, Codice Edizioni, 2015. Sobre la ingeniería y la física vegetal, cf. Las obras fundamentales de Karl J. Niklas, Plant Biomechanics. An engineering approach to plant form and function, Chicago, The university of chicago Press, 1994; Karl J. Niklas and Hanns-Christof Spatz, Plant physics, Chicago, The university of Chicago Press, 2012. [xvii] Sobre la noción de semilla en la filosofía de la naturaleza de la modernidad, ver el excelente libro de Hiro Hirai, Le concept de semence dans les théories de la matiére á la Renaissance. De Marsile Ficin á Pierre Gassendi, Turnout, Brepols, 2005. [xviii] Giordano Bruno, De la causa, principio et uno, Giovanni Aquilecchia (ed.), Turin, Einaudi, 1973, pp. 67-68; tr. Fr. Giordano Bruno, Cause, príncipe et unité, traduit par Émile Namer, Paris, PUF, 1982, pp 89-91.