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Foto del escritorRevista Adynata

La voz de Vicente / Tomás Baquero Cano

“La vergüenza

el bochorno

de no tener excusas

porque esto esto

maldita sea

esto

es gratuito

gratuito”


Idea Vilariño, No




Hay algo para mí que es incomprensible en la lengua de Vicente Zito Lema. Como si no alcanzara el compartir el español para sentir que las palabras son comunes. No es la misma lengua en muchos sentidos, pero especialmente porque pareciera que a Vicente las palabras le caen como mazazos encima del cuerpo. Como si fuera un peso inmenso que hay que cargar, un cuerpo acostumbrado a llevarlo, algo tan sencillo. Y digo para mí porque es ante mí, con mi escucha, que encuentra en su voz la conexión entre generaciones. No todo está en lo que dice, pero sí una parte, algo que da la impresión de estar vedado para lo que sea que se entienda por mi generación. Santiago Roggerone publicó hace poco su libro Venir después. Notas y conjeturas generacionales, que está dedicado “A los que llegan tarde”. “Tarde” quiere decir ahí haber visto el 2001 por tevé, sentir sólo su vibración como coletazo, sus efectos, sus prácticas aprendidas. Mi generación viene justo después de este libro. La voz de Vicente se escucha con toda esa distancia, como mensajero en la muralla china.


¿El peso de las palabras es el de la solemnidad que sentimos por el tiempo histórico? Como si hiciera falta que esté pasando algo importante para poder hablar. Importante en un sentido que ya no existe, aquel que era el de la Historia haciéndose presente. Como si el acontecimiento fuera una caja de resonancia para dejar de lado las voces personales, para escuchar que se está diciendo algo: no soy un personaje, no es esta mi voz, es la reverberación de mis palabras en la inmensidad de lo que sucede. Y entonces es como si hablar así, ahora, fuera una especie de actuación: ¡vamos, que aquí no ha pasado nada! Hay una relación que no comprendo entre las palabras y la historia cuando escucho a Vicente, entre el habla y lo que sucede. Una vez dijo que las palabras de alguien más avanzaban como pasos de una bailarina con pies de plomo, la mezcla entre la sutileza y el peso. Quizás hablaba de las suyas también, de un par. Lo incomprensible para mí es que esto no sea una metáfora.


Y hoy pienso que decir lo triste parecería pedir algo así, sentir el peso severo de las palabras que se dicen. Siento que decir la tristeza es casi hablar un lenguaje extinto, dramático, impostado, exagerado, prescindible. Nadie dice bueno vamos a calmarnos en medio de la historia, pero lo que pasa es que es tan difícil saber qué quiere decir esa palabra ahora. No sé si alguien más siente lo que digo, si es mi edad o las gramáticas que conozco, si es el celular o el clonazepam que te ofrece cualquier vecino. Por ejemplo, pienso: supongo que no importa tanto decir o no decir ahre, que lo digo. Esa especie de desaparición instantánea: digo, arrojo unas palabras, y cuando agrego ahre caen al suelo atravesándome como si fuera un fantasma. Después del ahre no hay más garante de las palabras. Y tiene su gracia, es atractivo. Pero, al menos yo, quisiera saber a qué le tengo miedo en las palabras. Será que, como cuando habla Vicente, las palabras hacen saber que está pasando algo y que estamos presentes allí, cuando en general andamos como generación de transparencias, demasiado acostumbradas a desaparecer en la tranquilidad del anonimato.


Es como si en general habláramos como acróbatas inexpertos, haciendo cualquier movimiento necesario para no caer nunca de espaldas o de cabeza en medio de algo que dijimos. Qué me hace correrme para evitar sentir el peso encima de mí, para no verme sosteniendo las palabras frente a quienes me escuchan. Qué hace que sea tan difícil encontrar un espacio donde pueda decirse algo así sin que se piense casi automáticamente: exagera, son sólo palabras. Por qué usar psicoanálisis de segunda mano para decir que son sólo juegos, moscas azarosas en la telaraña del sentido, por qué desinflarlo todo hasta decir que nada nos pertenece. Como si una suerte de escepticismo o ingenuidad nos hiciera pensar que, por ser el siglo XXI, lo que duele no podría ser a veces el alma, y que a veces ésta vuelva al cuerpo. ¿Por qué no me puede doler el alma? Como si se hiciera el ridículo al tomar en serio las palabras, como si al decir hoy la tristeza me pesa como una condena incomprensible cometiera una torpeza evitable, una imprudencia, una cosa de otro tiempo. Pero qué dice, si hoy la lengua es liviana como nescafé. Qué moral espectacular hace parecer un esnobismo algo que hace unos años se llamaba solamente hablar.


Hoy quisiera poder hablar al menos un rato como Vicente, que me preste su voz para decir lo que pasa. Ojalá algún día no tenga miedo de hablar así.



Marzo de dos mil veintiuno






IMAGEN: Ralph Gibson, 1972, De la serie “Deja vu”, fotografía en gelatina de plata

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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