Sintomáticas y sintomáticos del mundo, ¡uníos! ¡Levantaos de las camas! ¡Salid del clóset de la tristeza profunda! El presente es una pena, y el futuro, un gran desierto derruido. Lo sabemos. Pero no vamos a darle el gusto a quienes nos quieren sin signos vitales. Nuestro plan de renacimiento –valga la redundancia– aún no ha nacido. No, pero en eso estamos: fantaseándolo, deseándolo, gestándolo, en contra de todo pronóstico.
¿Apagaremos las pantallas? ¡Quizá! ¡Quizá! Es que sospechamos que existe una relación directa entre la proliferación de imágenes y narrativas distópicas-apocalípticas y la turbación anímica que sentimos. Sabemos que lo que nos trae alivio en medio de un “mal viaje” es saber que va a terminar, que avistamos un final, un mañana despejado. Que, después de un tiempo no demasiado largo, a la sensación de fin de mundo le seguirá una calma nueva. Pero a este “mal viaje” que es el presente se le añade la sensación de un futuro inhabitable, desértico y desafectado. Como si el destino estuviera ya trazado de una vez y para siempre.
Sabemos que el presente es asfixiante y que lo que viene, geopolíticamente, no es agradable. Pero ¿qué vida es posible si abandonamos el deseo de un futuro más justo y vivible? Y, a la vez, ¿no habla también del triunfo de la crueldad el hecho de que sólo tengamos los sentidos disponibles para consumir e imaginar panoramas desoladores? Las distopías apocalípticas, y este presente distópico, ¿no erosionan esa imaginación revoltosa que tanto queremos y que hoy más que nunca necesitamos viva?
No se trata de negar lo irreversible, aunque esa palabra se nos atragante al pronunciarla. Sabemos que nos vamos a morir y que hay daños que dejan huellas indelebles en la piel. Aun así, vivimos. O eso intentamos cada día: cuidar los signos vitales.
Hay frustraciones, rabias e impotencias convertidas en resentimientos revanchistas negadores del dolor, negadores de las estructuras que producen las miserias; resentimientos que piden exclusividad, paredón y castigo; que se relamen con el sufrimiento de los cuerpos vulnerables. Pero hay también cuerpos que necesitan imaginar otro destino para esas frustraciones, rabias e impotencias.
A los y las inconformes, los y las sintomáticas, desacoplados y desacopladas, incapaces de adaptarse sin más a este orden invivible. A los endeudados y endeudadas, apáticas y apáticos, decepcionadas y decepcionados, con pulsiones autolíticas. Queridas sintomáticas, queridos sintomáticos, ¿pensamos que no queda nada más que hacer, nada que decir ni decidir? ¿Esto es todo?
No se trata de sumarle a la ya insoportable pesadez que significa existir en estos tiempos de desasosiego la exigencia de una acción que recomponga de una vez y para siempre la destrucción, sino de indagar qué es lo que nos ha deser(o)tizado la experiencia de este modo; en qué momento se desvaneció o dejamos morir el deseo urgente de un presente y un futuro dignos de ser vividos. Y, también, quizá se trate de sostener una pregunta: ¿será que la proliferación y el consumo de narrativas distópicas-apocalípticas acríticas alienta la extinción de cualquier deseo de otro mundo?
Lo irreversible pareciera animar la deserción. Y quizá sí sea necesario desertar de ciertas experiencias, consumos, lógicas, territorios, plataformas, tecnologías, ideas, relaciones y más. Ensayar una retirada activa como modo de disentir de una máquina de destrucción masiva, cruel e irrefrenable. Retirar las energías, retirarse, no ser cómplices. Aceptar el impoder.
¿Irnos de las ciudades? ¿De Instagram, de Facebook, de WhatsApp, de Apple, de Amazon, de Netflix, de TikTok? ¿Desconectarnos del teléfono inteligente? Retirarnos de una red social, una plataforma, una costumbre. Algo así dijo un filósofo de un país de Europa. Inventar un tiempo, un espacio y una lucidez que nos permita al menos ensayar estrategias para sostener los cuidados paliativos de una humanidad y un mundo en estado terminal. Contar otras cosas, inventar otros relatos, narrar cómo insiste la vida ahí donde no se la espera. Comenzar a labrar las tierras comunales, cuidar los gestos solidarios, hacer otra cosa con la enfermedad de la civilización.
El futuro es amenazante, sí. Estos cuerpos están tristes, desganados, aturdidos; surfeando la precariedad en estado de perplejidad. Necesitamos inventar y encantar otras imágenes que no sean las de la distopía-apocalíptica acrítica, porque también esas narrativas reproducen muchas veces las crueldades del presente.
Porque no tenemos más ganas de verles las caras ni a los magnates de los algoritmos, ni a los presidentes de los estados hundidos, ni a los jueces que ejercen crueldades, ni a los criptobros y sus consejos sobre cómo ganar guita y masa muscular. No queremos consumir más esas droguitas inoculadas en las pantallas. ¡Dan ganas de arrancarse los ojos! Y quizá sí tengamos que hacerlo: dejar de consumir algunas cosas, quitarnos los ojos o cerrarlos y ver qué podemos imaginar, qué soñamos, de qué fantasías nos distrae todo ese aturdimiento.
¿Cómo calmar toda esta sed de vida que insiste en medio de un desierto inhóspito?
Queridas sintomáticas y sintomáticos: juntémonos a hacer hablar a esta miseria que toma los cuerpos. Conversemos en todos lados, como sea. Apostemos a que la fricción de las palabras angustiadas hará nacer una ilusión. No una omnipotente, no, pero una, una al fin. Una pequeña, palpable, que nos sirva de refugio. En nuestros síntomas se resguardan también las pistas para habitar la vida que aún nos queda por vivir. Semillas que simulan su muerte para evitar la extinción, preparándose para nacer en el momento en que sea posible.
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