Habría que comparar el final de las clases de Marcelo Percia en la universidad pública con el momento en que Quintiliano abandonó su oficio docente en la Roma imperial. Decirlo con más cautela o menos pasión sería cobarde, privilegio de momentos más calmos que estos. Hoy hay que decirlo así: para la Facultad de psicología de la UBA supone la pérdida de una fuente de energía. Nos toca la pregunta de cómo mantener deseante el corazón.
Las clases de Marcelo conocen el antiguo arte de encender a la vez el pensamiento y el corazón, a través de la palabra hablada. A veces se le dijo a esto retórica, dialéctica, oratoria, incluso teatro. El pensamiento hablado es un género en sí mismo, probablemente uno en decadencia. Hace unos años pensábamos que alcanzaba con leer libros en silencio, ahora, con leer papers. Mañana mismo, me imagino, el resumen de una IA será suficiente. Para un alumno de Quintiliano, hubiera sonado completamente absurda la idea de aprender a pensar sin al mismo tiempo aprender a hablar, era imposible separar una cosa de la otra. No se trataba de vender algo; la belleza de las palabras importa, pero no es lo central. La gran cuestión es el misterio de cómo encender un corazón con las palabras. El pensamiento no era una propiedad, no era una cosa que podías tener, era algo que te pasaba, un acontecimiento. A veces (muy pocas veces), te pasaba a solas, pero casi siempre era gracias a escuchar en común a un orador ardiente. No sólo porque no todos pudieran leer, decir eso sería imaginarnos individuos emprendedores en el medioevo. Pensar era otra cosa, algo que ocurre y que depende más de los dioses que de nuestra vida finita, como en nosotres el amor o el deseo. El pensamiento ocurría o no, como un terremoto o una tormenta. Escuchar a Marcelo es un viaje a este antiguo arte que consiste en que, después de escuchar hablar a alguien, puedas decir que te pasó algo.
¡Lograr esto, hoy, es tremendamente difícil! ¿Qué es lo que toca nuestros corazones? Aunque a veces nos olvidemos, al final, todos los pensamientos tienen que decidir cómo hablar. Y, a la hora de hablar, ya no existen más las excusas. Ya nadie puede decir "me vi obligado a decir esto porque lo decía en el libro", "no me apasiona, no amo esto verdaderamente, pero igual voy a decirlo, qué más da". Todas las clases son políticas, pero las de Marcelo lo son también porque no olvidan nunca esto. Saben que, a veces, una palabra puede salvar a un corazón del fondo del océano, y no dejan pasar una sola posibilidad de intentar que la vida sea un poco más vivible hoy. Y no sólo vivible: hermosa, atrevida, amante. El pensamiento y la vida se mezclan en el momento de hablar. No es de extrañarse que nos hayamos ido tantas veces de la clases de Marcelo con más ganas de vivir que esas con que habíamos llegado. Siempre en el antiguo sentido: no sobrevivir, vivir; el deseo de una vida valga la pena ser vivida. Hablar de sus clases es como hablar de una asamblea o una declaración de amor: esos momentos en que las palabras van por todo, a ver qué pasa, porque no se soportarían a sí mismas si no dieran el salto.
Tengo, además, una confesión: hay cosas que solamente puedo decir imitando a Marcelo. Pero no copiando sus palabras, en verdad lo que copio son sus manos. Imitar los gestos nos ayuda a invitar a que ciertos demonios nos tomen el cuerpo. ¿Vieron que, a veces, tenemos que hablar de cosas tan sutiles como mariposas, y tenemos la sensación de que cualquier palabra podría dañar eso de lo que hablamos? En ese momento se necesita del espíritu de Marcelo Percia. Mover las manos es una especie de danza para entrar en un cuerpo a cuerpo con las palabras con la mayor delicadeza posible. Son manos en forma de hoja que cae: quieren ser livianas para que el aire demore todo lo posible la caída. Pero también es una palabra encendida. Sabe que, si no logra contagiar un pequeño incendio, al final nada habrá sido dicho. La clases de Marcelo suceden en ese pasaje entre las mariposas y los incendios. El deseo de que, al terminar de hablar -hayamos o no logrado que pase algo- sepamos que al menos sostuvimos nuestro corazón con las manos. Para muchas de nosotras, las clases de Marcelo fueron la ocasión de volver a aprender a hablar otra vez, de insistir en una lengua tan tierna de que la vida sonría al escucharla, tan fogoza que parezcan las acaricias de un cuerpo que amamos.
Ojalá pudiera leerse en estas palabras el agradecimiento y el asombro sincero de haber descubierto que una clase puede ser la chispa que encienda un deseo apasionado de vivir. Es decir, que la dulzura de las palabras a veces coincide con el incendio de los corazones.
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