Cuando estoy de guardia los jueves, me instalo en esta antigua habitación que alguna vez fue la biblioteca y la oficina de admisión de este hospital. Me gusta mirar los viejos archivos que reposan en los estantes de roble, llenos de polvo y humedad, cargados de historias clínicas, informes y materiales aportados por los pacientes. Ese lugar solitario, sumido en el polvo del olvido tiene, para mí, un especial atractivo porque acoge historias narradas durante más de cincuenta años.
Casi en todas las noches recorro los estantes sobre el que yacen antiguas enciclopedias fuera de moda, una sección de libros en francés y en inglés. También una docena de libros escritos en alemán. Así, en la penumbra de la vieja biblioteca, curioseando antigüedades, espero la llegada de la madrugada. El hospital está en silencio envuelto en un vaho penetrante.
Hay un par de horas, ¿de tres a cinco? que por mi ventana se deslizan partículas portadoras de luz. Haces de luz, pequeñísimas fosforescencias. ¿Es una alucinación? No lo sé. Lo que sí sé es que son momentos únicos en los que logro concentrar una gran atención, una especie de agudeza extrema que me permite imaginar movimientos entre los papeles, en especial los que están anillados o entintados, manchados de amarillo viejo.
Como si fuera un juego o una ensoñación, imagino esos papeles llegando a mis manos tras largas estadías en la enfermería de este hospicio. Llegan hacinados en cajas de cartón, destripados, agotados, cada uno con su bombín de oxígeno para no caer en las listas de los que se ahogan, ya que estos van directamente a la trituradora.
Solo en el archivo
Los jueves, en la guardia estoy solo, el archivo suele estar sin llave y puedo acceder a las cartas que fueron escritas en los años veinte, treinta y cuarenta. Cartas obligadas a mentir - estoy muy bien - censuradas -seguro este mes me dan el alta- ilusas - estoy de novio, ya la van a conocer.
Cartas a la familia habladas en castellano, catalán, gallego, idish, polaco, nunca enviadas y nunca reclamadas. Me topo, muchas veces, con fotografías de matronas y jefes de familia, con sus levitas, tiradores y sombreros alquilados, pulseras y relojes que exhiben orgullosos. Otras veces me ruborizo al ver retratados fotos de personas discapacitadas, con deformidades pocas veces vistas. ¿Resabios lombrosianos?
Algunos le sonríen a la cámara. Me pregunto ¿de qué se ríen? Pero cuando me acerco y las contemplo detenidamente se notan en sus rostros, pequeños surcos abiertos, llenos de tristeza. Yo llamo a esos surcos faciales, las vías dolorosas.
¿Quién se habría dedicado a cultivar ese género fotográfico siniestro?
Hay también retratos tomados en la Morgue, de cuerpos que pasaron la mitad de sus vidas en instituciones como estas. Murieron sin poder borrar de su rostro el rictus de las psicosis.
Además de las fotos hay cantidad de escritos, cuentos, poemas. ¿Serían parte acaso del mítico y famoso salón literario de los locos? Así se llamó ese grupo a si mismo mientras los más talentosos aún vivían.
Hay poemas ya casi ilegibles. Algunos bellos, otros temibles y delirantes.
Leo algunos párrafos de un poema - este mar sólo pudo crear ángeles de irresistible seducción. Eva los servía desplegando su belleza en la danza, pero Adán, no tan dotado seducía con su canto. Por las noches, sus canciones llegaban a iluminar casi todo el Edén –
Seguramente Jacobo Fijman, fallecido en 1970 se habría cruzado con ellos. –Decía Fijman - se acerca Dios en pilchas de loquero y ahorca mi gañote con sus enormes manos sarmentosas; y mi canto se enrosca en el desierto.
Piedad!-
Averigüé algo interesante. A fines de la época de los cuarenta hubo tres escritores del salón a los que se le atribuye la autoría de “En las puertas del Edén”: al ruso Bercovich, a Jair Salgado y al Malevo Torres. Heterogéneos y armónicos se juntaron a escribir de a tres manos. Caso único en la historia de la literatura bizarra en la que describen el jardín del Edén como un campamento, una suerte de feria de ángeles, angelinas, serafines y querubines. Comienzo a leer y me percato que son casi las siete.
Debo irme.
Queda pendiente su lectura.
Pasada una semana retorno a mi guardia y retomo la lectura de este manuscrito anónimo atribuido a los heterogéneos armónicos, según consta en una pequeña tarjeta adherida al documento por un enorme clip. Los tres son moradores de la sala 7. Bercovich dice que el número 7 es sagrado “Kadosh”. Y comienza a delirar. Nadie protesta, lo toleran por su conocimiento de la Biblia. Me sorprende la modernidad de la escritura. El lenguaje se sostiene en la metáfora de modo sutil, con humor y sin entrar en la blasfemia.
- Se trata ni más ni menos de uno de los mitos fundantes de Occidente!–
En las puertas del Edén
En las puertas del Edén el alboroto crece. Se escucha cada vez con mayor nitidez el pedido de la apertura. - Los ángeles más rebeldes exigen que se abran las puertas ya - Abran las puertas!-
¿Qué pasa? -preguntan los más viejos.- Acaso temen quedar encerrados en el Edén? Aprecien la belleza de este jardín. Qué privilegio!
Soy claustrofóbico y yo agorafóbico, nosotros dos asmáticos y yo diabético - y así más y más. - Queremos bajarnos del cielo, no nos interesa la creación ni sus misterios -.
Voy, llevado por cierta inquietud a otros párrafos - un grupo de serafines comandados por Refuel, exhorta a sus congéneres a mantener la dignidad. - Les dice en un castellano muy castizo - acaso olvidasteis que sois candidatos a obtener alguna mención en la Santa Biblia? ¿Dejareis pasar así como así semejante oportunidad?
-Esto es cosa de las ángelas. Se pasan el día exigiendo reivindicaciones. No tienen vello en sus pubis, ni cavidades entre sus piernas! Sólo aceptan socializar con las serpientes-
El griterío amaina y los ánimos se van pacificando. Grupitos de querubines corren hacia una gran tarima que parece un escenario. Están buscando una buena ubicación, como si fueran a un recital.
Adán llega tarde. Humanizado, despojado del aura sagrada, se mueve con torpeza como cualquier humano en crisis. Se va quedando atrás, casi sin aliento. Está agobiado.
Qué tupé - gritaba Rujiel- tratar de llegar a la escena de Adán y Eva comiéndose la manzana, antes que Adán y Eva mismos! Qué espectáculo lastimoso daban los jóvenes serafines despojándole a Adán el don de haber sido el primer transgresor, el primero en haberse animado a comer el fruto del conocimiento del bien y del mal. Claro que después de Eva.
Sois ángeles pero no tenéis nada de angelicales, parecéis una manga de langostas luchando por dar una dentellada a la manzana! -Adán, desesperado les grita - es mía, langostas voraces, respeten el guión tal como fue escrito originalmente, ignorantes envidiosos, sólo mía y no la comparto con nadie, y menos con vulgares pajarracos. Sois apenas una estampida de híbridos. Miraos al espejo: un grupo de gordos, calvos y encorvados, con vuestro culo pintado de rojo, sólo sabéis hacer monerías! Seguramente osareis decir de Eva, que no fue Adán el primero en conocerla y que Eva ya sabía cómo moverse en el Paraíso teniendo a la serpiente como coartada. Y de la serpiente qué diréis? Que fue una vulgar culebra?
Estáis provocando actos que obligarán a modificar los mitos de la Historia, gritaba hasta la afonía el pobre Rujiel.
Tras este bochornoso espectáculo, el Serafín Mayor, Ángel de la muerte medita cabizbajo acerca de Adán, Eva y la serpiente. Dios le encomendó, como ángel más añoso, la tremenda misión de discernir si Adán, Eva y la serpiente son merecedores de la vida eterna.
- Tras esta pregunta queda un espacio en blanco, sin palabras como si no hubiera habido acuerdo entre los heterogéneos armónicos acerca de una respuesta consensuada. Solo aparece escrito con lápiz el nombre de un tal Cayetano Pereyra que se hizo cargo de la respuesta -
La respuesta es obvia, muchachos, nos perdonó la vida pero nos trajo el dolor, la locura, la angustia, la enfermedad, el desasosiego, el terror y no sé cuántas cosas más.
Imagino que en resonancia con esos dichos Salgado, oriundo de Copacabana, comienza a canturrear “la tristeza no tiene fin, la felicidad sí”. - Pone cara de filósofo y vaticina un futuro terrible. Peor que un electroshock. Será como una bomba atómica. –agrega-
Lo imagino también, parado sobre alguna de estas sillas profetizando – nos tocará vivir años terribles en los cuales el espanto obligará a habitar nuestro planeta hecho de noche y niebla, sin ventanas al universo. Solo visitable a través de sus agujeros negros.-
Encuentro otro poema, también apócrifo -
“Forzados estaremos a caminar sobre suelo minado de agujeros
Nos enseñarán a palpar los cuerpos sin poder reconocerlos
a deslizarnos sólo sobre superficies planas sin bordes, sin dobleces ni puntos de fuga.”
-Alguien agregó con tinta –
Aprender todo ello será fácil, lo difícil va a ser olvidarlo
No hubo noche
En la hora de la terapia, trabajando con los internos, el aire se aliviana. Todo se hace más luminoso. Sube un calorcito y la atmósfera se hace menos rancia. El patio permite que circule una agradable brisa y el salón de los desayunos se torna una pista de desplazamientos.
Se habla de futbol, de política, en voz más bajita de minas y de sexo. Todo parece retrotraerse a una suerte de normalidad, como si no hubiera habido noche. Como si sólo hubiera transcurrido la guardia de los jueves, considerada por parte de mis colegas un espacio burocrático, inútil donde los residentes van a dormir simulando estar trabajando. Nadie parece saber los secretos que guarda la vieja y destartalada biblioteca, por ejemplo.
Los pisos que durante las altas horas de la madrugada durmieron amortajados, ahora recobran vida, vuelven a nutrirse de pasos y de pisadas humanas.
A media mañana se vuelven a escuchar los crujidos familiares e inofensivos y cerca del mediodía las paredes de durlock que separan los consultorios se contornean en un zigzag de monotonía. Durante el almuerzo los pisos parecen ser los de siempre, vuelven a desnudar sus irregularidades, sus pequeñas gibas y los agujeros que se abren por las noches que nunca llegan a cerrarse presagiando la caída de los cuerpos que, sólo con la emergencia de la aurora, recobran su volumen y su forma.
Ocurría también que cuando las voces se acallaban, las vibraciones que subían de las alcantarillas del hospital se hacían audibles. Una especie de eco, una erupción de corrientes subterráneas que transportan ríos de lava candente de angustia y desasosiego.
Los pacientes más delirantes son los únicos que se animan a hacer o decir algo gracioso cuando gente armada, grupos de tareas, irrumpían en la sesión con absoluta impunidad.
Ninguno de nosotros, los terapeutas, osábamos hacer otra cosa que aparentar que hacíamos alguna cosa.
La tensión que se generaba en esos segundos era casi insostenible.
La sesión obviamente se interrumpía y ese grupo comando, trajeado de negro, o con campera de motociclista, anteojos oscuros, pelo muy corto, desarmaban nuestro círculo, atropellando las sillas, creando un pequeño caos. Pasaban diciendo: “laburen, laburen muchachos, el trabajo libera el espíritu, arbeitmachtfrei, decía uno de ellos en correcto alemán.
Los pacientes ajenos al riesgo lo festejaban gritándoles Gooool!
Reían a carcajadas y se burlaban haciéndose la venia con las dos manos en posición de firmes o bien alguno imitando el sonido de una ruidosa ventosidad. Carcajadas nuevamente.
Ese juego no les gustaba a los comandos que tenían tomado el hospital.
De haber podido hubieran sacado la metralleta que se dejaba ver y que llevaban escondida en un bolso. Se contenían, rabiosos. Dirigían una mirada que helaba la sangre, mostraban la pistola como si exhibieran el miembro. Pero siempre alguno de ellos se imponía y con voz de mando impedía que el episodio pasase a mayores. Decía con autoridad: “ boludo, guardá eso, no ves que es un loco?”
Cuando puedo “arrastro” mi horario de guardia para poder examinar esos pequeños tesoros posiblemente ya olvidados y desclasificados.
Encuentro en los cajones y en los estantes recortes de diarios, fotos de principio del siglo pasado, dos cajas de fósforos “Ranchera” que se deshacen entre los dedos, un set de los 26 tomos del Tesoro de la Juventud, al lado de una pequeña colección de la revista “Leoplán”. Descubro folletos y programas del hospital de diferentes jornadas y congresos. ¿Quién se tomó el trabajo de reunir este cambalache y para qué?
De todo ese rejunte de papeles, una pequeña esquela atrae mi atención. Escrita con lapicera a fuente, tinta negra que debió haber sido redactado de apuro para ser inmediatamente ocultada.
Leo el texto para mis adentros. La letra es pequeña pero legible. Describe al hospital de aquellos años. ¿Difiere del presente? ¿Lo habrá escrito otro de los poetas locos? El texto dice así:
Almitas
“El mismo olor tumefacto de lo que alguna vez fueron calderos humeantes de comida para los internos, la misma mugre adherida a las paredes, las mismas humedades, los mismos vidrios astillados que albergaron gritos de delirio, el mismo espanto de saberse invisible, insensible, muerto y no poder dar paso a la oleada de fluidos que recorren los cuerpos y envenenan las arterias.
Todo parece lo mismo pero nada es igual en esta casa extraña, capaz de fagocitarse como caníbal desbocado, desdentado, a decenas de miles de almas sensibles, “almitas”, que lastimadas lloran por las noches y elevan sus voces desde las gruesas capas de pintura sobre madera pintada y repintada. “Almitas” - así se llaman a sí mismos los internos- que saben que tarde o temprano serán volcadas a los vertederos del nosocomio”
Era una esquela subversiva, una denuncia, una consigna arrojada por algún interno, no había dudas. Alguien lanzaba un mensaje hacia el otro lado del muro presumiendo que allí se erige un mundo libre y justo y que alguien, algún día vendrá a liberarlo.
De pronto, a las tres de la mañana descubrí una minúscula inscripción en el extremo derecho superior: marzo de 1976. Los prolegómenos del golpe de estado en la Argentina. Fecha en la que, como se verá, tendrá algunas similitudes con episodios acaecidos en tiempos más lejanos, a principios del siglo pasado: en los primeros años de la revolución bolchevique, el caos tras el asesinato de los zares, los grandes traslados poblacionales, las persecuciones, etc. También en este caso habrá perseguidos, asesinos, violadores y degolladores de corderos.
Curiosear mis cuadernos
A Julián Morales, el paciente estrella de la sala, le hubiera encantado curiosear esos apuntes que yo escribía durante mis guardias. Apuntes que cuidaba celosamente pero que, de tanto en tanto, dejaba olvidados en algún lugar del hospital.
Era una especie de diario, casi íntimo, muy desordenado en el cual volcaba todo tipo de reflexiones y fantasías acerca de mí, de mis compañeros y pacientes. Cuando se me perdía alguno de esos papeles, me deprimía. Mi cabeza ardía en auto-reproches y sentía que no habría para mi perdón posible.
Jacobo Fijman
Julián Morales se consideraba un poeta de la talla de Jacobo Fijman, el “poeta del hospicio” fallecido en 1970.
Fijman, en sus momentos desesperados, solía pasar breves estadías confinado en alguna de las salas. Allí se lo toleraba y se intentaba disciplinarlo. Allí escribía en el desgarro, como un ángel desplumado.
Aprendió a vivir en el silencio de la invisibilidad.
En cambio Julián Morales se regodeaba en su verborragia. Aseguraba conocer personalmente a Pichon Riviere, juraba haberse carteado con Althusser, decía atesorar una postal que le perteneció a Freud.
Sin embargo, a pesar de todos esos “galardones”, vivía atento, casi obsesionado por cualquier paso que daba. Cuando se sentía afectado por la nube de la agorafobia, tal como él llamaba a su estado de pánico, se recluía, se aislaba del mundo hasta desaparecer. Su escena más temida era entrar, adonde fuere y no poder salir, nunca más, literalmente.
Jugaba en él el fantasma de la agorafobia que podía de inmediato transformarse en claustrofobia. “Claustro-agorafobia in extremis”, la llamaban los enfermeros con un dejo de sorna y haciéndose guiñaditas con los ojos.
Lo cierto es que cuando ese terror se le instalaba, decía, con el rostro demudado: “sólo me queda la locura”.
Descubrirse desarraigado, sin sostén, perdido en un universo sin fin, flotando hasta el desmayo por el espacio sin postas ni mojones. “Soy como el astronauta que se ha desprendido del cordón que lo une a la nave madre” -solía decir-.
Sólo me queda la locura
A Julián le pasaba que todos los intentos por externarlo se convertían en conatos de expulsión. Julián Morales no sólo dejaba de salir de su habitación, no salía ni a la puerta de calle.
Consigue ser admitido en nuestro servicio tras haber permanecido varios meses internado en una clínica psiquiátrica privada de Buenos Aires. Acababa de salir de otra de sus periódicas crisis.
Al atardecer su discurso se serenaba y por las noches se dejaban oír través de las rendijas de su cuarto una andanada de quejidos y gemidos.
Demasiado para un solo cuerpo.
Frente a este nuevo ciclo de agorafobia, su familia decide finalmente cortarle el suministro de fondos. Sus hermanos se hartaron de pagar honorarios de psiquiatras, psicoanalistas, acompañantes terapéuticos y en especial de lidiar con las clínicas de internación.
Su tiempo ahí se había terminado.
El administrador al enterarse que nadie estaría dispuesto a pagar los gastos de la internación envía un comando, una especie de SWAT a la criolla, un grupito de tres empleados, con la misión de despejar el terreno, es decir expulsar a Morales de la clínica y liberar esa plaza.
Por la noche de ese mismo día irrumpe en su cuarto un pequeño grupo de tareas compuesto por los más corpulentos de la clínica: el jefe de enfermería, el contador que alguna vez había practicado cach as can y el terapeuta de guardia que seguía los acontecimientos con cierta distancia. Lo amenazaban y al mismo tiempo le hablaban casi con dulzura: “Pero Julián, un hombre como usted, tan fino, tan culto…. mejor hablemos, seamos razonables, no podemos alojarlo aquí, esto no es una pensión”. Y así, sin más, comenzaba un forcejeo muy violento y algo cómico. Al principio parecía que bailaban ya que estaban los cuatro tomados de los hombros contorneándose. De a ratos parecían abrazarse, incluso cuando se daban algunos golpes. Pero ya Julián Morales estaba atornillado a su catre, a su mesita metálica, al cajoncito en el que guardaba sus poemas, a su pequeño ropero. ¿Quién se iba a atrever a sacarlo por la fuerza?
Una mañana le dijeron: Julián, hay que ganarse el pan de cada día, esto no es un asilo para desamparados. De hoy en más te encargas de que las historias clínicas estén al día.
A la mañana siguiente le trajeron una chaqueta azul de enfermero y pasó de inmediato a ser parte del staff. Y no lo hacía mal. Los que lo conocían desde aquella época cuentan que permaneció enclaustrado más de un año y que desde esa cueva revisaba las historias clínicas, leía a Pichón Riviere, a Freud incluso, a veces, participaba de los ateneos clínicos.
En esta oportunidad y tras una recaída recobra su status de paciente, paciente raso, se incorpora a a nuestro hospital temiendo volver a enfrentar su odisea -Julián decía – la puedo oler, se me viene otra crisis!
Almafuerte
Julián se incorpora a la sala como un veterano de guerra, como alguien que se las sabe todas.
A los pocos días de ser incorporado a la sala ya había contado que pertenecía al grupo fundado por Hernán Almafuerte, grupo litoraleño de escritores, pintores, escultores y poetas de variado calibre, algunos buenos y otros no tanto. No quedaba claro cómo era catalogado allí entre sus pares, siendo él por entonces un señor de cuarenta largos, voluminoso, ojos saltones, un tanto panzón, portador de una melena envidiable y una voz grave que siempre se hacía escuchar. Medía un metro ochenta o más.
Hasta ese momento había cruzado con él una o dos palabras.
Se había incorporado a la sala hacía sólo un par de semanas pero parecía un habitante de la zona, afincado en un terreno cómodo y dominador.
Al principio no me percaté que me seguía como queriendo decirme algo, aunque cuando nos acercábamos, se quedaba con el gesto nomás, prendía de apuro un cigarrillo y seguía viaje.
Rescatando a Clarice
Cuando lo vi por primera vez estábamos compartiendo un espacio grupal comunitario al que llamábamos asamblea. En ella se dirimían los conflictos surgidos en la convivencia. Se votaba y se tomaban decisiones por consenso. Era una verdadera democracia utópica.
Nuestro equipo estaba compuesto mayormente por psicólogos y médicos psicoanalizados, pertenecientes a cierta elite del progresismo psicoanalítico.
Eran años en los cuales las instituciones oficiales psicoanalíticas parecían resquebrajarse y los vientos soplaban hacia la formación asistemática.
Era el auge de “La Escuela de Pichón”.
Fue tal nuestra sorpresa al escuchar a Julián Morales hablando de “tarea” de “emergente”, y del “grupo operativo”, que como sucedía en los comics, casi nos caemos de espaldas.
Un día decidió encararme.
Nos conocíamos además por compartir el mate cocido de la mañana. A mí me provocaba una mezcla de ternura, curiosidad y risa. Me sorprendía fuertemente su manera de pensar y de hablar. Un personaje totalmente atípico por esos pagos.
También esta vez esperó agazapado detrás de la columna central del estacionamiento y ni bien puse llaves, me encaró con determinación:
“Licenciado, rescaté a Clarice de las manos de esos salvajes cosacos. El viernes pasado se dejó el libro olvidado entre el mate del enfermero y la lata de galletitas de la cocina.
Se refería a un libro de Clarice Lispector, poetisa y prosista que por aquellos años admiraba hasta la veneración.
Inmediatamente recordé de ella esta frase que me gustaba muchísimo:
“Afortunadamente siempre existe otro día. Y otros sueños. Y otras risas y otras personas y otras cosas…
Fue tan grata mi sorpresa por la reaparición de mis apuntes y el libro de Clarice, que me dieron ganas de abrazarlo y darle un beso. Puro agradecimiento. Le pregunté con un gesto de suspicacia si había leído mis apuntes y mis notas. Con cara de indignado y negando con la cabeza hizo la cruz sobre sus labios para reforzar credibilidad. A la semana siguiente me enteré que Morales era ateo.
Un pogrom en Chechelnik
Hoy recuerdo aquellos años y me sorprendo de la audacia del juego que le propusimos a Morales y que él aceptó jugar. A ello voy a referirme, sólo que antes me gustaría cerrar el capítulo de Clarice que, al igual que mi madre, nació en un pequeño poblado de Ucrania llamado Chechelnik. Notable coincidencia.
Hasta que se consolidó la Revolución Rusa, el caos reinante entre fracciones incitaba a bandas armadas de cosacos a llevar a cabo actos de pillaje y matanza, contra la población judía, desarmada y desamparada. Cientos de civiles, mujeres y niños fueron asesinados en esos años, quemadas sus casas, violadas las mujeres y degollados los niños. Masacre genocida a la que solemos llamar: pogrom.
Mi madre y su familia lograron permanecer escondidos en los fondos de la casa; mi abuelo se metió en un arcón y mi abuela con los pequeños corrieron a protegerse dentro de una baulera llena de trastos viejos. Mi madre recuerda también que no se podía hablar, ni llorar, ni moverse en demasía. Sólo rezar pidiendo al cielo que no los descubran y esperar que se fueran con el botín lo antes posible.
Fueron dos ataques feroces, comenzaron al amanecer y terminaron a medianoche del día siguiente. Dice que recuerda los disparos y los gritos de hurrá-hurrá! Mientras incendiaban la sinagoga y destruían los rollos sagrados. Mi familia salvó su vida. No fue encontrada. Según mi abuelo los cosacos temieron caer en una emboscada, que según parece, a veces ocurría. La casa les resultaba sospechosa, tenía un pasillo largo y temían toparse con algún grupo de bolcheviques agazapados armados con metralla.
Trágico fue el destino de la familia Lispector. El abuelo de Clarice fue asesinado, su madre fue violada y contagiada de sífilis, enfermedad venérea incurable por aquellos años. También se creía que las mujeres tenían chance de curarse la sífilis si volvían a parir. ¿No será esa una de las razones del nacimiento de Clarice, en Chechelnik, en condiciones tan difíciles, teniendo ella dos hermanas mayores? Dos años después emigran a Maceió, Brasil, donde desde muy joven, se consagra como figura relevante de la literatura brasileña y mundial. Jaia Lispector (*) pasó a ser Clarice Lispector.
Gris
Pasaron muchísimos años desde que dejé de soñar con el hospital. Solía verme asediado por sueños recurrentes marcados por la violencia. Todas las tramas me llevaban hacia un mismo escenario, hacia allí, un lugar indefinido, inubicable por mi memoria. Nunca pude estar allí. Mis sueños perdían rápidamente las pistas y las coordenadas para saber dónde había estado. Los sueños eran siempre de otros, eran siempre ajenos, aún si emanaran de mi. Eran sueños inútiles. Alguien los había soñado antes. Algún otro los había soñado y yo estaba obligado a vivirlo. Me vi forzado a habitar esos sueños como un sonámbulo.
En el sueño me miro en un espejo. Tengo puesto un uniforme que parece el uniforme del laguer (**). Parado en una fila de prisioneros, hombres y mujeres esperando. Tienen la señal en sus rostros de terror acumulado, de dolor reprimido, de angustia desasosegada. Todo es gris, muy gris. De pronto suena un silbato y una jauría de sicarios vestidos de negro se lanza sobre nosotros. Gritan y empujan en un lenguaje extraño. Presionan, comprimen los cuerpos, empujan pero los prisioneros se niegan a subir a los trenes que como dice en el cartel se dirige al Guehenem (***). En ese viaje no habrá agua, ni comida, ni consuelo para nadie.
Sólo gris.
Cuando le pregunté al jefe del servicio qué podría significar semejante sueño me miró socarronamente y me dijo: ”ya lo vas a saber Bernardo, un poco de paciencia”.
Durante las primeras semanas en las que Julián fuera admitido como paciente exhibió su histrionismo, sus conocimientos de literatura, que no eran pocos, incluso de psicología. Podría ser considerado un paciente interesante y sumamente llamativo. Sin embardo mis colegas prefirieron que el terapeuta tratante fuese otro. No querían implicarse en lo que suponían una terapia densa y trabajosa.
A mí, por momentos me daban ganas de hacerme cargo de esa empresa, sus conocimientos literarios, en especial acerca de Clarice Lispector y las historias que la hermanaban con mi madre me alentaban a tomarlo en terapia.
En esos días de duda apareció en la sala, el Dr. Raffo invitado por la dirección del hospital como didacta. Su misión era mostrar cómo operar con este tipo de pacientes: ni neuróticos, ni psicóticos ni border-line, ni, ni, ni. Venía también a supervisar la marcha de los tratamientos.
Cuando habló con nosotros nos dijo: “no tengan miedo, si bien son pacientes habituados a vivir prisioneros de sus pasiones, dependerá de nosotros encontrar una vía de rescate. Deberán salir al ruedo como esos toreros bravos que incitan a la bestia a que corneen blandiéndole una capa con agujeros. Seré el lazarillo, no se asusten de la angustia de ellos ni de la que pueda brotar en ustedes aunque hierva y burbujee como la lava en un volcán”.
El Dr. Raffo
Mis compañeros, psicólogos y médicos treintañeros, nos miramos azorados ya que todo parecía indicar que iba a darse una eclosión de interesados.
La oportunidad de esa experiencia con el Dr. Raffo sería única. Costearse un supervisor didacta de ese nivel, fuera del marco institucional era impensable para nuestros magros salarios.
Pero no. Nadie se movió de su silla, cabizbajos evitaban la mirada penetrante del Dr. Raffo. Nadie quería decepcionarlo ni decepcionar a nuestro jefe pero el silencio inundó el salón de reuniones.
No puedo explicar qué es lo que me llevó a dar un paso adelante, como hacen los valientes en los filmes de la 1º Guerra Mundial. Casi sin querer se me salió de la garganta un raro “Yo señor”.
Me ofrecí como voluntario para ir a la guerra. El Dr. Raffo me miró divertido y me dijo: “espero sepa donde se está metiendo. Habrá que ver qué hay dentro de la cáscara de Julián. Tal vez sea un caparazón vacío, tal vez la morada de un asesino”
Ese día me fui a mi casa inquieto y angustiado. No podía digerir mi almuerzo. Las palabras del Dr. Raffo me resultaron muy enigmáticas. ¡Un asesino! ¿Lo habría dicho en serio o estaba tratando de asustarme?
Julián fue citado para el día siguiente a las 10 de la mañana y yo, el terapeuta designado como su analista, ese mismo día por la tarde.
A Julián le brillaron los ojos cuando se enteró quien iba a ser su terapeuta. Durante el primer mes veía a Julián tres veces por semana y nuestros encuentros parecían una danza de dos bailarines que se evitan con ingenio y gracia. Mírame y no me toques. - El Dr. Raffo se reía de nosotros- “mírenlos, parecen dos caballeros”. Incluso, agobiado por mi búsqueda errática llegué a proponerles a él y a su mujer, Margarita, entrevistas de pareja. Verdadero dislate. El miedo calibraba mis pasos. El susto orientaba mi confusión.- Cuando iba a la sesión y lo veía esperándome me hacía recordar a la famosa frase del boxeador Bonavena - “cuando suena el gong, te sacan el banquito y te quedas solo en el cuadrilátero.”
Escuchaba la voz de mi mentor que me alentaba “dale Bernardo, no tengas miedo”. Me azuzaba a que siempre diera un paso más.
El momento más temido y el que me hacía sentir más expuesto aunque también el más divertido y ocurrente, era el de las supervisiones a cargo del mismo Dr. Raffo. Era un espacio lleno de imaginación en el cual el Dr. Raffo parecía inspirarse. Lo llenaba con alucinaciones, delirios, pensamientos bizarros de centenares de pacientes que el doctor había escuchado y atendido.
Sin duda el Dr. Raffo provocaba inhibición entre los integrantes del equipo terapéutico que hacían esfuerzos por pasar desapercibidos durante el par de horas que duraba este evento en el cual debían mostrar ante el Dr. Raffo de qué manera trabajan y qué cosas le dicen a sus pacientes.
Mis compañeros se reían de mi, consideraban que me exponía en demasía y que iba a terminar dado vuelta.
Pero al segundo o tercer mes, no recuerdo exactamente, Julián me dice en la sesión: “Bernardo, debo contarle algo que me reservé hasta ahora”. Puse cara de analista y me propuse escucharlo sin demasiadas expectativas de descubrir nada verdaderamente nuevo.
- Me dice- “me parece horrible lo que hace el Tupa con el patrullero de la policía que para en la puerta del nosocomio”.
“¿Qué hace el Tupa?” pregunto verdaderamente sorprendido.
“Se hace pegar cachetazos”.
“¿En la cara?”.
“No sería en el culo Licenciado, en la cara ¡claro!”
Me lo dice de una forma que me hace sentir un poco tonto. En ese momento recuerdo que más de una vez el Tupa venía a la sala acompañado por un policía que lo traía esposado. Entraba tranquilo, aliviado sonriendo y guiñando los ojos.
Averigüé que el Tupa sale del hospital caminando tranquilo, de repente cuando pasa al lado del patrullero comienza a correr. Allí es donde salen dos policías a perseguirlo y de paso a cachetearlo. “¡Confesá carajo! ¿por qué corres? ¿de qué te escapás? ¿a quién querés evitar? ¿qué es lo que hiciste, zurdo de mierda?
Tras esa escena, el Tupa se suele distender y desanda el camino, vuelve a la sala.
“¿No le dijiste Bernardo que de esta manera, con ese jueguito se alivia de la culpa que, calculo, sería agobiante? - Su tono suena a reprimenda.-
No te das cuenta muchacho lo que significa padecer la angustia sin palabras, sin imágenes para hacerse matar.? - Tal vez un día de estos lo logre -
Homicidio
Las escenas que se generaban en la terapia eran por lo general reservadas. Es decir, que sólo los miembros del servicio podían presenciarlas.
En esta oportunidad la sala estaba completa. Nadie quería perderse esta sesión que pintaba como muy interesante. Estaba el Jefe, Dr. Merón, y el mismísimo Dr. Raffo ¿Fue un intento de homicidio frio y calculado? ¿Fue acaso el desliz de un femicida o, más aún, de un matricida en potencia?
“Cayó su cabeza como un carozo que se desliza del fruto y tras las cortinas temblorosas por la brisa, las voces como coro, inducen a Eros a convertirse en asesino” decía el último poema de Julián antes de penetrar en la escena del crimen.
O bien “¿fueron mis brazos, fueron mis manos las que se deslizaron con sigilo hacia su cuello para convertirla en cisne?”
Todos quedamos estupefactos, cohibidos, angustiados frente a la probable consumación de ese acto que nos hacía testigos obligados de una escena ficcional tan real, tan incestuosa, exhibida sin pudores.- Nos preguntábamos, ¿no habría que parar esta locura?-
“¿Quien es cuerdo, quién es loco?” gritaba Julián. Pero era tarde para plantearse semejantes preguntas. Estábamos ya hermanados en la complicidad.
“La va a matar Bernardo, tienes que evitarlo, si no te apuras, la va a matar”
“¿A quién, a quién? A cualquiera de las dos o a las dos, a su madre o a su mujer Margarita. El Dr. Raffo me lo decía al oído con una expresión de alarma y urgencia que acrecentaba el dramatismo de la escena.
“¿Pero cómo va a matar a su madre, si su madre está muerta?”, digo con la ingenuidad de un principiante que desconoce el universo de los fantasmas. “Si, si, - y en voz alta- eso es lo que cree Bernardo”. Está muerta pero también está vivita y coleando en las entrañas de Julián, horadándole la cabeza, burlándose de su psicología social y de su maestro Pichón Riviere.
¿Qué vio mi mentor para afirmar la inminencia de un crimen? ¿qué vio en esta escena?.¿Vio acaso lo que nadie había visto?
Dos semanas atrás, en voz bajita casi inaudible Julián me confiesa algo que, según dice, lo hace sufrir hasta el desgarro: es el recuerdo de su madre en el lecho de muerte despidiéndose de cada hijo. Llevaba toda la mañana en esa triste tarea hasta que manda a llamar a Julián y con la solemnidad del caso le dice, con su voz aflautada pero no dulce: “hijo, debo decirte algo: Tu padre no es tu padre” y se muere, exhalando la última bocanada de oxígeno que aún manaba de sus pulmones. Esa frase que sonó como una sentencia, lo dejó anonadado. Julián, tapándose los oídos corre al baño y vomita, hasta agotar sus fuerzas. Gritaba hasta desgañitarse: “mataron a mi padre, mataron a mi padre. Quedé huérfano de padre, no sé quien fui y no sé quien soy.”
A partir de ese momento, Julián sufre su gran ataque de agorafobia in extremis.
El Dr. Raffo dirá, “atención Bernardo, esta es una agorafobia que lo puede dejar tapiado en su cuarto convertido en una cárcel. Va a elegir la peor sentencia: la de la prisión perpetua. Esa mujer acaba de dejarlo sin padre, sin nombre, sin historia, sin genealogía. Sólo puede albergar deseo de matarla, y si no es a ella será a la primer mujer que se le cruce, será una repetición del encuentro de Agamenón con Ifigenia.”
Su esposa Margarita será el cordero sacrificial. Está ahora en el centro de la escena y sabe que se acerca su momento. Será el minuto, su minuto de gloria, el de la heroína desfalleciente.
Tal vez su mujer, muy perceptiva y enamorada esté dispuesta a inmolarse y acepte el juego de la escena en el patíbulo erigido en un apacible living de una casa de provincia. Allí eligió Julián jugar la escena del crimen.
La llama: “¿Margarita querida podrías estar en la sesión de hoy”?
“Claro mi amor, ya voy, ya voy” dice con dulzura forzada mientras va entrando a la sala de sesiones y se ubica, directamente en la silla destinada a su persona, o personaje, mejor dicho.
“¿Estoy bien aquí?”
“Si Margarita, está perfecto” respondo.
Todos me miran expectantes.
Julián me dice: “Proceda Bernardo, ayúdeme porque estoy envenenado. Debería matarla pero no puedo, ya está muerta. Y ahora, ¿dónde podría encontrarla?” . “En Margarita, ¡su esposa!”
“¿Qué me quiere decir, que debería matar a Margarita en ausencia de mi madre?”
Matar a mamá
En la escena estamos Julián, Margarita y yo. Son muchos los colegas y los pacientes que vinieron a presenciar esta sesión.
Julián, ubicado en un extremo de la sala, se dirige hacia su esposa mientras formula un extraño soliloquio. - Dice:- “Me acerco a ella con sigilo, como si flotara en el espacio. Ella es mi ángel y me pertenece. Estamos en el Edén del Litoral, allí el Paraná aquí el Uruguay”. Exclama como parte de un recitado: “¡Vengan angelitos acérquense que habrá un espectáculo”! Voy a sacrificar a una mujer posesiva, capaz de despojarle a los hombres toda su vitalidad”. Margarita espera con absoluta lealtad la llegada de “su hora”. Sin protestar. Menea con suavidad su espalda y su agraciado cuello que se ofrece mansamente a las manos de un virtual asesino. Continúa el soliloquio: “Mientras voy al encuentro de mi cordero se escuchan los patos de la laguna, y los saltos del zurubí. Sopla una cálida brisa. Desde la terraza el gramófono reproduce la voz cálida de una mujer cantando “Berlín, yo te amo Berlín”.
“¿Es Marlene Dietrich?”, se pregunta Morales.
Sigue: ”Me acerco un poco más a ella y ella lo sabe. Su cuello está a mi alcance, la tomo de atrás sin violencias dejando que mi brazo derecho se deslice hacia su nuez. Estoy muy cerca de ambos, huelo sus perfumes, escucho mi taquicardia, estoy alerta, atento a lo que va sucediendo.
Llegado a este punto Julián se detiene, desarma la escena y parece despertar de un sueño. Me busca con la mirada y me mira negando con la cabeza: “No Bernardo, no es mamá, no es mamá”. Margarita y Julián se abrazan en silencio. La escena tiene algo de película con un buen final. Podría ser burda pero no lo es. Más bien es cálida y emotiva. Nadie habla. Algún colega lagrimea, otro, en cambio, se acerca para decirme: “vos y el Dr. Raffo están un poco locos”. Habla rápido, en voz muy bajita y su tono es de desaprobación y reproche. Quizás mi colega tenga razón. Cargamos junto a mi mentor, el Dr. Raffo el mote de profesionales insensibles, osados, irresponsables a pesar de que el Dr. Raffo era una eminencia en neurología, en psiquiatría y en psicoanálisis. Yo si era un principiante. Se reían de mi y se preguntaban ¡por qué acepté complicarme con el Dr. Raffo?
Yo pensaba, ¿cuándo se me iba a presentar una oportunidad como esta? De cualquier manera y a pesar de las críticas nadie osó poner en duda los efectos terapéuticos generados en Julián. Poder salir y entrar en la vida cuantas veces quisiera sin verse atrapado en la locura.
Un mes después de esta sesión Julián Morales fue dado de alta. “Curado”.
Sé que podría abrirse una interminable polémica acerca de la cura y otros temas caros a la clínica psicoanalítica. No es mi deseo abordar esa temática en estos momentos.
Nos acusaron a mi y al Dr. Raffo de haber inducido a Julián a matar.
A matar ¿a quién? Preguntaba yo.
¡A su madre muerta!
¿Es un delito?
A muchos colegas les inquieta salirse de la vía oficial, “la línea recta”. Se sienten perdidos, solos, sin soporte si no transitan por los surcos ya arados.
Querían saber qué clase de terapia era esta, qué nombre tiene. Y comenzaron a inventar nombres: escena virtual, crimen mímico, asesinato gestual, ensueño inducido, intervención imaginaria, acción en el vacío y otros tantos que no recuerdo ahora.
Allá ellos.
Mi despedida con el Dr. Raffo fue sencilla. Un darnos la mano y un fugaz abrazo.
Estuvo genial Dr., aprendí con usted un toco.
Y vos estuviste corajudo, Bernardo. ¡Te animaste a trabajar conmigo que soy insoportable!
Mientras se iba me pareció escuchar un llanto. ¿Era mío, era de Julián?
Cuando me dirigía hacia las cocheras con toda la intención de relajarme un poco y fumarme un cigarrillo, veo a Julián agazapado detrás de una columna. Licenciado Bernardo, “¿no se está olvidando algo?”
No que yo sepa, ¿qué és?
Con una sonrisa saca de su mochila mi cuaderno de apuntes y el libro de Clarice Lispector.
“Licenciado, los dejó olvidados en la cocina del servicio.”
“Uy, ¡gracias Julián!”.
“Que sería de ustedes si no estuviéramos nosotros, los pacientes”.
(*) Laguer campo de concentración
(**) Jaia, nombre habitual en hebreo y en idish. Significa: la que tiene vida.
(***) Guehenem del hebreo, infierno.
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