Ese señor Fernández, le digo a mi amigo Mastronardi, ese señor Fernández sabía, ejem, escribir, ejem, tenía, ¿cómo decirle?, una idea del ritmo, ¿o no? Sí, claro, por supuesto, me contesta Mastronardi, cómo no, en efecto, no cabe duda, así es. ¿Quiere otro tecito?
Witold Gombrowicz en Diario Argentino
Diga que sé silbar y que soy entendido en procedimientos de belleza femenina, y que entre los astrónomos aunque sean cordobeses, con toda la ventajita de sus ingentes aparatos, no me veo rival como guitarrista.
Raul Scalabrini Ortiz en No toda es vigilia la de los ojos abiertos
I
El estilo es lo que queda cuando ya se fue todo lo otro, la correntada que no vemos pero que recorre las esquinas de los días, de las muchas maneras posibles. Un estilo no se contempla como a las cosas. Se lo lleva sin saber muy bien cómo ni dónde. El estilo es, también, las ganas de que aparezca su mueca de aire en lo que hacemos. Es eso que a veces tiene el otro, que nos gusta y no sabemos por qué, y que por gustarnos ya es nuestro de algún modo.
Escribir pensando en algo o en alguien es vérselas con este embrollo del estilo, con nuestra parte en el embrollo. Pienso en Macedonio, aun cuando no lo hago (el estilo puede ser también en parte eso: lo que se acomoda en los blancos del pensamiento), y algo se piensa en su clave, como si las cosas del mundo se dieran a ver desde ahí. Las cosas del mundo no son lo dado por una entelequia opaca a los designios de los hombres y las mujeres, sino eso que irradia el pensamiento de Macedonio, con la fuerza del que inventa lo que no hay. Lo que hay Macedonio lo convierte en lo que hay por pensar. Encuentra en las conversaciones una geometría que apura conclusiones irrefutables (“comienzo mi tarea y una conversación en idioma perpendicular: al mismo tiempo me instruyo de que todas las casas tienen techo y todas las muchachas amor”, arguye en Una novela que comienza); en un zapallo, que empata al Cosmos, al seguro refutador de la Muerte (El zapallo que se hizo Cosmos); en el primer sorbo de mate de todas las mañanas de una vida la causa inexplorada por la medicina de un fallecimiento (Soliloquio literario); en el terror de un gatito una psique humana reconvertida (¿Qué sucederá cuando morimos?); en la tragedia de un padre y un hijo la necesidad de creer en la continuación conciencial para que el espíritu se imponga al mundo y haya una explicación que atempere la negrura del malentendido (Una imposibilidad de creer). Macedonio piensa lo dado con un entusiasmo que contagia.
Un estilo empuja al mundo hacia los rincones que el mismo estilo inventa. El de Macedonio lo lleva a una zona que es como un arrabal en el que las palabras son cosas y las cosas palabras, campeado por una oralidad de trasnoche (“una gramática onírica”, piensa Piglia) que tiene el ademán de lo incapturable de la voz (“la oralidad tiende a la ilegibilidad”, nuevamente Piglia). Un arrabal en el que todo habla de esperas. Un sentido, otro entusiasmo, una espera más grande. Esperar es mirar un espejo, porque se mira hacia adelante, pero se espera un retorno. En eso se parece al misterio, que es el origen, pero que parece que está allá.
II
“Macedoniana… es rara la palabra”, piensa Horacio Gonzalez en La ética picaresca. “Macedoniana, es decir, inocente”, suelta Ricardo Piglia en el documental Macedonio Fernandez (1997), de Andrés Di Tella. El adjetivo se desliza como si fuera de agua y desborda las palabras. Va a parar a las cosas y les sacude la tristeza acumulada sobre el lomo.
Lo raro y la inocencia se tocan en un mismo punto: ambas promueven la deformación perceptiva que acerca a la realidad a su verdad. Porque la Realidad, escribió Macedonio, trabaja en abierto misterio. Esa es su verdad, del tamaño de la Realidad, y por eso difícil de ver. Se ve con distancia, que es la rarificación del mundo, y se renueva la realidad y su misterio en el aproximarse más desnudo, que es la inocencia. “Metafísica es la investigación de una sola especial emoción: la del desconocimiento de lo conocido”, escribió Macedonio (“¿son felices los niños?”, se pregunta en Los días). Son dos tiempos de un mismo movimiento: lo raro es la distancia que la inocencia acorta con gracia (“mi amigo cree en la mujer”: sorpresa, revelación y sentencia en Una novela que comienza). Los fantasmas acortan distancias con un corte oblicuo, que cose a los tiempos en un mismo tiempo, como la Realidad. La Realidad es fantasmal. La digresión es macedoniana, y la inocencia es permitirse no entender las tramoyas con las que el saber explica la Realidad (¿de qué se habla cuando se habla de la Realidad? Lacan, en su cruzada contra las teorías adaptativas que diseñan criterios de síes y noes, dice que la Realidad que postulan es la de los abogados norteamericanos, un mundillo con la violencia esencial para que exista lo que existe y las bagatelas necesarias para cumplir y violar la ley, que en definitiva podría ser cualquier otro).
La Realidad es el ardid que se empasta a medida que se va viviendo. Hay un temblequeo en lo profundo que disuelve las categorías que ordenan y promueve causalismos anormales y el descentramiento de los conceptos fundamentales. Ese es el humor de Macedonio, según Scalabrini Ortiz, la virtud de un pensamiento que se saltea los pasos en los que suele perderse el vigor del pensar. Macedonio está ahí, en lo profundo (Macedonio escribía y pensaba en la profundidad de los armarios, a la luz de una vela). Piensa en ese arrabal en el que no hay tiempo, porque el tiempo a veces es lo que hace que al pensamiento le llegue el saber de los anaqueles (el “saber de palabras”, piensa Macedonio). Por eso ahí se piensa rápido y todo junto, porque la Realidad es la superposición azarosa de infinitos procesos en un mismo punto. Ese punto es todo. Todo y su ausencia, que es de nuevo todo pero más grande.
III
Cuenta Horacio Gonzalez que una vez David Viñas le dijo, mientras miraba la pared del cafetín de calle Corrientes abarrotada de cosas, que si fueran capaces de explicar todo eso podrían explicar todo. En un pasaje de La ética picaresca, como si esa charla con Viñas hubiera gatillado el pensamiento, escribió que “lo trágico es que en un único nudo del espacio y del tiempo no esté todo lo que podría estar”. Lo que falta es la explicación de lo que nos fascina, pero lo que nos fascina ya es una explicación secreta sobre uno en la que se sostiene nuestro vivir y sus porqués, la palabra que se escamotea para que colguemos promesas en las palabras que no faltan.
La anécdota es macedoniana por tener una conversación que busca la clave de una totalidad en los signos del mundo, volviendo a la conversación misma un signo del mundo, y a la amistad una fuerza que sostiene y perpetúa la reflexión sobre sus vidas en un tiempo de cafetines que no pasa. Macedonio y Scalabrini Ortiz practicaron el toreo del tiempo, es decir su amistad, en las páginas que Macedonio le pidió que escribiera para No toda es vigilia la de los ojos abiertos, páginas de charla que terminan así: “Así, cualquier tarde, en el rincón más apacible de una biblioteca, ya solo sombras y recuerdos, cómo ahora, hemos de reanudar, Macedonio, nuestro charlar reflexivo para resolver desde otro punto de vista la verdad de la vida que tuvimos”.
IV
Un escrito que salió hace poco, Quiero vivir una historia, hacia el final toca uno de esos asuntos que solo se despiertan con preguntas: la clínica. “¿Cómo escuchar, o mejor: cómo alojar un decir analizante?” Sigue así, con el gesto del que piensa las cosas y se deja pensar por ellas: “Escuchar no es escuchar historias. Es escuchar todo a la vez. Es escuchar una historia y la ausencia”. No está todo lo que podría estar, decíamos que dice Horacio Gonzalez, y eso es trágico. Entonces lo trágico sí está ahí, y es el sino del que habla, solo por hablar, y que conforma el todo, el todo a la vez, la acumulación de insinuaciones, silencios y excesos que acelera el encuentro de lo que hay con lo que no.
“Todo a la vez”: sueños que terminan de soñarse en una mirada, signos reencontrados y perdidos en un chasquido de lengua, el anteayer de un deseo camuflado en los recovecos de la voz extraña que insiste. El “todo a la vez” es la Realidad, digamos que esa misma que aparece en la formulación lacaniana de la transferencia: “la transferencia es la puesta en acto de la realidad del inconsciente, que es sexual”. Porque los sueños, la voz, los signos, los chasquidos, los anteayeres y las palabras deletrean la transferencia, esa invención que se explica en lo inexplicable del amor y que revela la verdad de lo sexual -esa música del cuerpo y el lenguaje- que encuentro en la definición que da Germán García de la Pasión macedoniana: su “escisión que transforma a todo signo en máscara, a toda palabra en límite, a toda comunicación en irrisoria”.
V
Hablar, por momentos, es la carrera de la razón por alcanzar los motivos, en la que se reflejan suposiciones meditadas en el insomnio de las costumbres acerca de los orígenes, las causas, el tiempo o el espacio. La tragedia del que habla es no alcanzarlos, la inequívoca ausencia en el centro, y la sensación del casi insinuado. La biblioteca íntima se derrumba y el mundo se revela como “una mesa tendida de la Tentación con infinitos embarazos interpuestos y no menor variedad de estorbos que de cosas brindadas” (en Tantalia, donde se refleja el ímpetu del mundo por tender hacia la Nada y su fracaso). Lo trágico es “la repentina iluminación de que no-se-es-lo-que-se-es”, que es, en un diálogo alucinado entre Horacio González, Germán García y Macedonio, la iluminación de que “no hay un centro desde el que se pueda captar el momento fundamental de una causalidad: todo está ahí, en las palabras, remitiendo a cualquier lugar y cualquier nada”. El hablar y su sino trágico supone al otro, al diálogo como terreno (término usado, abandonado y luego olvidado por Lacan para referirse a eso que ocurre en un análisis), que supone, a su vez, la fórmula “yo es otro”, porque hablar es el vaivén que aleja y acerca la alteridad. El diálogo destila lo raro y el yo se descascara. “Para que el yo sea otro es necesario desmontar las ilusiones unitarias del yo: tarea infinita y, por lo mismo, tarea que desconoce la diferencia entre la vida y la muerte”, escribe Germán García. En esa indiferencia hay el eco de esa voluntad que escriben Macedonio y Scalabrini Ortiz. El diálogo de es el dislate de la muerte.
VI
La muerte es un disparate que pasa y que no es la cesación de nada: entra en el continuo de la vida. Macedonio desplaza a la muerte a fuerza de prólogos, y la marea con tretas sintácticas que giran sobre centros ausentes. Matar y confundir la muerte es hacerle lugar en la vida a los muertos, a que sus cuerpos falten y estén, transfigurados, en una nueva materialidad, porque “la inmortalidad es una cadena de amores que transmite en el lenguaje del que vive, la palpitante insistencia del que está muerto”, escribe Germán García.
La convivencia con la muerte se hace en el frenesí de la confusión, entre el suspiro de los fantasmas, y la Realidad es la astucia que construye el que vive en el medio de la vida con los pedazos de materia que encuentra en la memoria de las palabras y los gestos. Esa astucia es inocente, porque para inventar cree en lo que no hay, y lo que no hay es la Realidad.
Referencias
Fernández, Macedonio. No todo es vigilia la de los ojos abiertos. Centro Editor de América Latina.
Fernández, Macedonio. Textos selectos. Ediciones Corregidor.
Fernández, Macedonio. Una novela que comienza. Ediciones Corregidor.
García, German Leopoldo. Macedonio Fernandez: la escritura en objeto. Siglo XXI editores.
González, Horacio. La ética picaresca. Grupo editorial Caronte.
Lacan, Jacques. Seminario VI: el deseo y su interpretación. Editorial Paidós.
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