La belleza está en la resistencia. Una parte del cuerpo empuja hacia un lado y otra parte responde. El esfuerzo y el estiramiento son producto de ese enfrentamiento, que en el fondo es colaboración. Las piernas hacia un lado, los brazos hacia el otro. La gravedad hacia abajo, el equilibrio hacia arriba. La cintura hacia allá, mis codos hacia acá. Cada postura de yoga es una forma producida por la tensión de opuestos. Y en ese sentido, es lo mismo a contar historias. Alguien desea algo y otra fuerza (una persona, el mundo o sí mismo) se opone.
Pero no es siempre la misma resistencia. En una postura, el lado izquierdo del cuerpo se extiende y el derecho se contrae. En la siguiente, es al revés. En un asana nos flexionamos hacia arriba, y en la siguiente, hacia abajo. El contrapunto en el yoga se produce dentro de cada asana y también entre una postura y la siguiente. En ese sentido, también es igual a contar historias. Las cosas no salen todo el tiempo bien o todo el tiempo mal. No es siempre el mismo polo el que atrae. Avanzamos y retrocedemos.
No se puede arrancar por cualquier lado. Para entrar en el mundo de la práctica hacemos algo que marque el comienzo. Algo que separe el mundo profano de ruido y rutina del mundo sagrado del silencio y la trascendencia. Una vez dentro, de la práctica o de la historia, se avanza. Las fuerzas en tensión están balanceadas, pero transforman al cuerpo del yogui, lo mismo que la narración afecta al protagonista. Las tensiones se vuelven más fuertes, o más sutiles, o más complejas. No hay una sola forma de avanzar.
Lo que sucede en lo grande, sucede en lo pequeño. Cada postura, como cada escena, tiene su momento de entrada, su crecimiento y su resolución. Todas son diferentes, pero cada una transforma una parte del todo.
Los cuerpos y las historias son conjuntos colaborativos de tensiones armónicas.
Al entrar en la práctica se abandona el mundo de la vida diaria. La historia, si está bien contada, debería hacer lo mismo: lograr, aunque sea por un momento, que el mundo desaparezca. Su deber es abolir el tiempo. Una vez adentro, crecemos. Nos movemos en un espacio diferente. Sin saberlo, vamos hacia un lugar. Hay un movimiento y ese movimiento tiene un orden. Secuencia en la práctica, progresión dramática en la historia. No se puede pensar en ese destino, porque eso destruiría el viaje. Cada estación se siente única. Al mismo tiempo, cada momento resuena en el anterior. Ninguna postura es igual en solitario que dentro de la secuencia. Hasta que el crecimiento ya no puede sostenerse a sí mismo. Como la ola creció y como la ola rompe, ahora el agua sigue avanzando, pero diferente, más tranquila. El yogui entrega su cuerpo por completo al suelo y el lector cierra el libro. Sin saberlo, ambos viven exactamente lo mismo: un minuto de silencio íntimo de armonía con el mundo. Efímero y poderoso. Vuelven a la vida diaria y ya no son los mismos. Dios, o la Belleza, ha dejado su huella."
Fuente: Juan Sklar (2020). Nunca llegamos a la India. Buenos Aires: Emecé Editores.
Muchas gracias a la profesora Ana María Delacroix por convidarnos con este texto.