Hoy podemos decir, contrariamente a lo que dijo Paul Valéry, que “las civilizaciones son inmortales” pues sobreviven a todas las catástrofes y a todas las revoluciones que pretenden abatirlas. Cuando se imagina que están destrozadas se las ve emerger de pronto como islas imperecederas en medio de las tormentas. Allí están, inmutables. A veces cambian sus apariencias, más por debajo de éstas siempre conservan las mismas texturas, esos últimos y profundos zócalos que configuran el destino. Esta es la roca contra la que se estrellaron los sueños de quienes alguna vez quisieron cambiar el mundo y la vida con sólo cambiar algunos signos, dándole nombres distintos a las mismas cosas de siempre. Pero lo real “insiste” y la insistencia de lo real es la que, finalmente, conforma las aventuras del ser humano: debajo de las utopías y los paraísos imaginarios acecha constantemente la muerte, esa muerte-inmortal que sostiene como una garra el itinerario de los sueños. El “marxismo” fracasó porque a través de un largo y contradictorio proceso devino una forma más de la Razón y cuando “en el fondo de lo desconocido” se enfrentó con lo nuevo sólo atinó a levantar los viejos escenarios de la violencia y el horror. En lugar de “territorios libres” levantó paredones en los que crucificó al pueblo que era su Absoluto. Al fin el símbolo del comunismo “marxista” son los manicomios. Y es posible que esta paradoja sea la única verdad de un régimen que se pretende el cénit de la Razón: sólo la locura arde con luz propia en esa inmensa noche sin esperanza. Los “marxistas” sostuvieron que las máquinas y la Ciencia iban a salvar la humanidad, creyeron que la historia avanza hacia un paraíso terrenal, que el mundo progresa y que las últimas sociedades en una escala temporal son las mejores en un orden ético. Todo lo que habían dicho los capitalistas cuando comenzaron a arrasar el planeta lo repitieron a voz en cuello los “marxistas” y como paródicamente se creyeron los depositarios del sentido último de la Historia, la vanguardia de la clase obrera, la encarnación de la Verdad, en una palabra, actuaron como lo han hecho y lo hace siempre los fanáticos: suprimiendo a quienes no piensan lo que ellos. ¿Cómo tolerar que cualquier simple criatura se oponga a quienes encarnan los designios del cosmos? Y no se trata de discutir si Marx quería o no quería este tipo de sociedades totalitarias. Esto es lo que sucedió, lo que estamos viviendo. El régimen capitalista junto con el régimen “socialista” han llevado al mundo al borde de la catástrofe. No ven quienes no quieren ver. La peor demencia, la de la Razón, está a punto de decidir el destino de la humanidad. El “marxismo” ha muerto, eso es todo. Y entonces ¿qué? Lo de siempre: la vida sigue. Los fuegos sobrevivirán hasta el fin. Los hombres seguirán rebelándose (¿o alguien todavía cree, ¡por dios!, que la rebelión es propiedad de los “marxistas”?). Las criaturas que escapan al sueño de la razón siguen luchando por sus sueños sin-razón. Es como si existieran caminos invisibles por donde fluye el calor de la vida; caminos que los poderes aún no han podido cegar y que atraviesan las épocas desde hace milenios. Los campesinos y los indios, los presos y los locos, las mujeres y los obreros, los niños y los poetas... cada uno en sí, sin ser más de lo poco que son, sobreviven. Esta es la insuperable debilidad del Poder: necesita de los otros, no los puede matar a todos porque los necesita. Y hasta ese día posible en que el telos de la Razón se realice y las máquinas suplanten a los hombres, siempre habrá lo distinto sobreviviendo como una lucecita en medio de las sombras. El “marxismo” ha muerto, pero las ideas de Marx, a pesar de que el tiempo haya contradicho alguna de ellas, o precisamente por eso, porque siempre fueron esencialmente temporales y las que sobreviven lo hacen a la intemperie, sin resguardarse bajo ninguna Ley, esas ideas siguen siendo una forma y un fermento para todos aquellos que a la macabra tarea del poder le oponen el deseo de ser libres. No existen ni ideales ni organizaciones que puedan absolutizar las necesidades y las pasiones de los individuos. En la época de lo siniestro por la que estamos adentrándonos sólo subsiste la resistencia irrepresentable, la resistencia solitaria o de grupos, activa o pasiva, de familias, de amigos, de tribus. La apuesta es entre la naturaleza y la Razón, entre el amor y la Técnica. Parece mentira pero la última esperanza se funda nada menos que en ese sentimiento, tan desprestigiado y todavía sagrado, que se llama amor. Todavía lo que sobrevive es esa fuerza ignota que une todo en un deseo que posiblemente sea invencible. La ciencia viva se asoma a misterios sin término y lo dice frente a quienes postulan una Ciencia hueca y aplastante. El hombre siente ante sí la fuerza de lo desconocido, de saberse algo en los infinitos que lo atraviesan y lo constituyen. Mientras exista quien se asombre y no se contente con un mundo desierto, aún quedarán esperanzas de que esta gran “guerra de principios” —como la llamó Artaud— se resuelva en favor de los hombres. Sí, “el desierto crece”, pero debajo hay un resplandor que no es de nadie, un resplandor en el que vemos, hablamos y respiramos. Eso es todo.
Hay que tener cuidado con la palabra crisis porque ella encubre lo que está pasando. En realidad no se trata de una “crisis de la razón” sino de un momento en la historia del nihilismo en el sentido en que lo utilizó sin retórica Nietzsche. Esto es así y no otra cosa: culminación de la Razón. Lo que vivimos horrorizados es el comienzo del reino de la Razón absolutizada en un mundo-técnico. La idea de crisis implica una temporalidad limitada: cierta transitoriedad enferma en un cuerpo naturalmente sano. Esto, en cambio, es así; no es una situación pasajera de algo que entra en crisis sino una forma-de-ser. Se afirma que la Razón está en crisis y no se quiere entender que esto es la Razón. Y en esta no-inteligencia lo que está en juego es un destino que probablemente abarcará la totalidad de lo humano. Este triunfo de la Razón que convierte al hombre en un puro objeto paciente de la teleología maquínica es el nihilismo. La “falta de fines” a que se refería Nietzsche es una consecuencia de la asunción por la técnica del conjunto de las temporalidades humanas. Sin embargo resulta difícil describir la estructura última de la Razón. Se trata, esencialmente, de una hiancia que divide a todo en dos. La escisión como generalidad absoluta y la jerarquía en el interior de esta escisión constituye el presupuesto fundante de la Razón. Y aquí lo material es ideal y viceversa. No existe ni lo ideal ni lo material en estado puro, de allí que la Razón despliegue su forma tanto en la técnica como en el espíritu, sin que nada quede fuera de su juego de dicotomías y dominio. Ella es la que funda la explotación, la miseria, el desenfreno del despojo y el odio. Siempre se trata de una topología, de una pirámide (de allí Hegel) cuyos éxtasis condensan tanto lo amorfo como el sentido, desplegándose desde un punto de máxima intensidad hasta la anomia de la muerte. En última instancia su reino es de olvido y muerte. Entre el vértice y la base se despliegan los mensajes del poder a cargo de todo tipo de sacerdotes, comisarios, burócratas o mandarines. La comunicación es el vehículo de la fuerza, ya sea ideal o material y sobre esta base funciona la totalidad del Sistema, de manera tal que la ruptura de este mecanismo implica la ruptura del Sistema; es la única posibilidad de ruptura. Sin embargo, una vez dicho esto convendría pensar en una forma vital más que en un verdadero mecanismo, pues el logos no está atado a nada ni a nadie, pudiendo cambiar indefinidamente pues vive de sus propias metamorfosis. Podríamos decir que ésa es su genialidad: entrega para recuperar más adelante; se hace el muerto para dar su zarpazo definitivo; utiliza todo en su beneficio y se mueve a través de todo. La crisis de racionalidad no se refiere a la racionalidad propia del acto de ser-racional, de poseer la cualidad del pensamiento que clásicamente sirvió para definir al hombre como “animal racional”; la racionalidad que se intenciona al hablar de crisis de racionalidad es una superafectación de esa racionalidad primaria, con la peculiaridad de que la segunda racionalidad (entendido el término metafóricamente) o Logos, como lo llamé en otro lugar para marcar la diferencia, es forma-material, vale decir que en un mismo movimiento con-forma el conjunto de la materialidad humana y la propia racionalidad en su sentido genérico: la segunda racionalidad existe en la primera y de ella se dice equivocadamente que ha entrado en crisis. Digo equivocadamente porque se toma como crisis el cambio de paradigmas que funda su naturalidad, ya que en este orden de significaciones el conocimiento avanza mediante discontinuidades, lo cual vuelve irrelevante considerar su inmanente mutación como momento crítico de la Razón. ¿O deberemos reconocer la improcedencia de esta distinción aceptando que lo racional en sí implica un despliegue de maldad incontorneable?
La frase “el marxismo ha muerto” suscita la inmediata reminiscencia del famoso “Dios ha muerto” de la filosofía. Lo que ha muerto es el “marxismo” en cuanto Sistema de la Ciencia, es decir en cuanto sistema de una Razón que de facto o potencialmente podía explicar el todo-del-mundo amparándose en la idea metafísica de la racionalidad absoluta del universo: éste poseería una estructura racional última de la cual la ciencia rendiría cuenta a través de un proceso proyectado al infinito. Sin que se lo reconociera esta presunción enlazaba al “marxismo” con el racionalismo dieciochesco de las luces y particularmente con la idea fuerte de mathesis universalis. Quien comprendió el carácter teológico que implica este tipo de racionalismo fue Gramsci y son conocidas las consecuencias que debió pagar por apartarse de lo que ridículamente se llamó “marxismo-leninismo”. Los creadores del concepto de “matemática universal” creían, consecuentemente y mucho antes por supuesto del iluminismo, que Dios había constituido la esencia del universo mediante símbolos matemáticos y que, por lo tanto, era posible descifrar la estructura profunda del universo utilizando las matemáticas. Los “marxistas”, al sostener la existencia de una estructura del mundo sin soporte trascendente y al mismo tiempo independiente del hombre, caían en un contrasentido que justificaba la pertinencia de la pregunta gramsciana respecto al correlato de tal estructura. Es claro que lo perdido en coherencia se ganaba o creía ganarse en una práctica fundada científicamente en el conocimiento de esas leyes trascendentes. Dueños así de una suerte de gnosis los “marxistas” podían en adelante convertirse en depositarios supremos de las “leyes de la historia” y hacer del resto de la humanidad el mero soporte de proyectos a los que únicamente la Ciencia podía acceder. Aquí ya se encuentra prefigurado in nuce el sostén racional de los futuros gulags, pues quienes se oponen ya sea a las leyes del mundo como a los designios divinos no pueden ser sino delincuentes o enfermos mentales. Por supuesto que este no era el “marxismo” de Marx. Sostener que los países “socialistas” son una concreción del pensamiento de Marx es tan absurdo como sostener que la Inquisición es una consecuencia de la doctrina de Cristo. Buscar los puntos metafísicos que existen en la obra de Marx y a partir de ellos fundar su vinculación con los actuales “socialismos”, es confundir las cosas. El objetivo teórico de Marx fue el de comprender el funcionamiento de la sociedad capitalista para, de esta manera, facilitar su transformación; a este objetivo se articula lo esencial de su obra. Sus conceptos “metafísicos” serían aquellos donde expresa una visión antropológica del mundo (como cuando dice que la naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre y que para el hombre la raíz de todas las cosas es el hombre); pero incluso estos conceptos de su primera época están insertos en contextos donde se los podría interpretar al margen de toda problemática ontológica, en cuyo caso serían pasibles de una interpretación distinta; en cuanto a las ideas de producción y de técnica es incuestionable que su ámbito de comprensión pertenece a la crítica de la economía política. No se trata, es obvio, de salvar a Marx. Su significado histórico está más allá de las modas ideológicas. Y hoy, cuando pareciera que se trata de considerarlo como “un perro muerto”, no deja de ser paradójico que un pensador como Heidegger lo considere el único interlocutor válido respecto al problema de la historia.
¿Qué ha pasado entretanto? Marx nos remite al devenir objeto-fetiche del mundo, Heidegger al problema de la esencia de la técnica. El pensar se desligó de su fundamento. El logos del lenguaje originario se convirtió en lógica (método o matema) y desembocó en la Razón absoluta. Hay que seguir estos itinerarios para comprender o al menos avisorar el terreno donde nos encontramos. La palabra método hace su primera aparición en los escritos de Platón. Pero debe tenerse en cuenta lo que ella significa en el momento en que inicia su carrera como concepto y lo que significa en su acepción moderna a partir de Descartes. Para Platón, como recuerda Jean Beaufret, se trataba de una suerte de cacería que mediante rodeos y círculos cada vez más estrechos iba exprimiendo el matorral donde se ocultaba la presa; de allí que se trate de un conjunto y no de un cazador solitario, un conjunto dialéctico girando alrededor del objeto (el espectáculo de Sócrates inquiriendo obsesivamente semeja el de un cazador avanzando sigiloso hacia un punto determinado; quedaría por ver si en Platón no se trata en realidad de una retórica-de-la-caza). En Descartes el ir hacia el objeto es en línea recta; metódico es claridad de procedimientos fijados de una vez para siempre y al margen del objeto. Por eso cuando se le preguntó a Galileo por qué sostenía que sin ningún obstáculo un cuerpo en movimiento continuaría siempre en movimiento, respondió: mente concipio, “Así, en la reflexividad del ego cogito hay una fuerza impulsiva y propulsiva que sostenida en sí misma funda una marcha progresiva que no le debe nada a nada exterior”. Este es el método en sentido moderno. De allí que Nietzsche pudiera sostener que “lo que distingue al siglo XIX no es el triunfo de la ciencia sino el triunfo sobre las ciencias del método científico”. La idea hegeliana de que el método no es un simple “medio para conquistar el conocimiento” sino “el alma inmanente del contenido mismo” (idea de la que es deudor Marx, pero obviamente situado en otro nivel de análisis) fue desplazada por el gran movimiento epistemológico que considera a la ciencia en general como modelo puro. El verdadero salto dentro de la línea cartesiana está constituido por la matematización de la física: la matemática como hermenéutica de la naturaleza en su totalidad. Bacon decía: expurgatio vocabuli magiae. Es efectivamente en un “clima de magia” que se produce este investimiento matemático de la naturaleza. Tal es la “libidinosidad” de Descartes denunciada por Nietzsche y, a esto mismo, se refiere Heidegger cuando afirma que “lo peor ya pasó”: lo peor es el corte y la objetivación del mundo que da comienzo por una parte a la deriva de la objetividad y por la otra al dominio de los fetiches. Detrás de Descartes se pone en funcionamiento aquella “formidable rueda motora” que Nietzsche había advertido detrás de Sócrates. La victoria del método-científico sobre la ciencia va a la par con la dominación del telos de la objetividad sobre la tierra. “Representarse la necesidad natural como una relación funcional de cantidades en el interior de un sistema de ecuaciones es, en efecto, haber resuelto de antemano y de un solo golpe, una infinidad de problemas de los que en adelante sólo habrá que encontrar los términos. Es, por lo tanto, una victoria del método científico sobre la ciencia”. Comienzos de los tiempos modernos, caracterizados por “la dominación creciente de la naturaleza por el hombre a través de la interpretación científica de la cosa como objeto” (J.B.), y cuyo correlato es el sujeto, el ego-cogito como amo en el reino de un pensamiento sin cuerpo propio de un tiempo en que los dioses han abandonado la tierra e inaugurado la oscura errancia del nihilismo. La tierra como objeto, como desierto y muerte, soportando la acción desenfrenada de un señor enceguecido por su poder de extinción absoluta, eso es lo que tenemos al término de un tiempo en que tanto los hombres como la naturaleza han perdido su carácter sagrado. En un mundo de objetos la acción se vuelve desenfrenada y olvida la esencia mítica de la naturaleza y del hombre. Sagrada es la alegría que llena el corazón desbordándolo con la maravilla de lo que es.
El otro-Marx es lo otro de Marx. No sólo, como podría pensarse el pensamiento de Nietzsche, de Freud, de Heidegger sino principalmente, el mundo múltiple y misterioso.
Fuente: El otro Marx, UAS, México, 1983.
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