Porqué Los desposeídos suscita una emoción profunda y dolorosa es la pregunta que surge para la relectura de una novela publicada en 1974, y en traducción, en 1983. De esa emoción, ahora renovada, formó parte el transcurso completo de la dictadura. Lecturas de sobrevivientes de la dictadura estuvieron concernidas por la convicción que ilumina el sentimiento de la justicia y de la derrota, cuando el socialismo realmente existente hacia mucho tiempo que no tenía nada que decir, y todavía el Muro no había caído, con su ristra de decepciones y falsas promesas. Emociones -y sus homenajes- que motivaron algunos años más tarde la designación de una publicación sin firmas en Buenos Aires (cuatro números de El periódico de Anarres en 1993) y de un grupo editor, Libros de Anarres, de larga vigencia. Actividades inspiradas por el modo social libertario de convivencia, dador al espíritu de un ánimo inclaudicable de esperanza. Emoción ajena a toda identidad o subordinación, solo causada por el despuntar de una posibilidad de existencia rechazada y desmentida con esfuerzos formidables por todos los poderes en sus innumerables manifestaciones.
Confusión entre necesidad y ley. La necesidad se nos enfrenta como ineluctable, como límite. Identificamos lo ineluctable, la necesidad, con aquello que en la vida social se nos presenta como experiencia de la inexorabilidad, normas y leyes. Cualquier otra vivencia desasida o desinteresada se nos hace moralmente inaccesible, solo regulada por el turismo o el deporte. Lo ineluctable de las normas y las leyes en la vida social no es -solo- aquello que las justifica y legitima sino la fuerza que las sostiene. Si las enfrentamos o desobedecemos se nos opone la fuerza del castigo y la pena, del control y la sujeción. Para la perspectiva aquí explorada la célebre y recurrida cultura de la transgresión no tiene mayor interés ni encanto más allá del atractivo irresistible que le atribuyen las derechas. En las sociedades realmente existentes la relación entre delito y castigo se presenta como de causalidad inapelable, como si no hubiera determinaciones históricas constitutivas y susceptibles de resolverse de otros modos, sin perjuicio de que el élan anarquista que prevalece en Anarres es una fuerza existente en nuestras sociedades, situado en permanente discusión, negociación, erosión, así como restauración recurrente de su legitimidad.
Una sociedad libre es, sería, aquella en la que la necesidad es, fuera, enfrentada por la voluntad de modo menos mediado por lo celestial de la norma y más por la experiencia material. Ninguna ley es más justa que la determinada por la confrontación directa con la materia. La libertad en la sociedad imaginada por Le Guin reside en tal contienda frontal con la necesidad y en el consentimiento voluntario con la acción requerida para reproducir las condiciones de una existencia desasida. En las propias dificultades experimentadas, a veces extremas, se verifica la misma condición por las que en principio se las sobrelleva con naturalidad. Algo como la inanición pone en riesgo el lazo social en condiciones concretas. También otras discordias eventuales. No hay una armonía idealizada o perfecta. La destreza narrativa de Le Guin reside en hacernos partícipes de situaciones que se vuelven comprensibles por su propio devenir.
La experiencia libertaria no es proselitista ni vinculante. Se manifiesta de modo inmanente en tanto su práctica demuestra su devenir sin más. La ficción importa porque no se postula al modo asertivo de la literatura utópica, sino como una plausibilidad dada por una estructura del sentir, una narrativa del testimonio que nos resuena como la memoria de un anhelo, la reminiscencia de un paisaje perdido, el relevo de un instante de la niñez.
El feminismo libertario de Le Guin, como el de Haraway, Firestone, Wittig, Stengers, y tantas otras, acomete las delimitaciones categoriales que nos someten de modo colosal a un orden inapelable hasta lo insospechado. Las fronteras y los muros, lejos de conformarse como obstáculos físicos, no pueden sino refrendarse en categorías gramaticales, cognitivas, genéricas e identitarias. Esas categorías, gestionarias normativas del sentido, son las que cimentan los muros. No es al revés. Los muros físicos, como cualesquiera de los recursos físicos fronterizos coercitivos, son los una dilación metonímica, que hace vacilar y aun desfallecer a la comprensión. La dilación que las barreras físicas imponen no tiene una equivalencia en la lógica, en la lógica no procede la temporalidad. La dilación es un modo eficaz de la coerción, no, ni solamente, por la gravitación que su materialidad determina sino porque ponen al tiempo a favor de la opresión. Oprimir es orientar la dirección temporal en favor del poder. Es determinar una espera. De ahí que toda insurrección se define por lo inmediato, es “¡ya!” Lo opuesto al poder coercitivo es la inmediatez; su dominio, la espera. De ahí que nos encontremos transitando una época paradójica, contradictoria con las expectativas para las que nos prepara la historia: ahora es el poder mismo el que acelera, y la lentitud su contradicción (o, como sabemos, la super aceleración). De ahí que la investigación que el protagonista de la novela emprende concierne a tal contradicción, o a una de las ambigüedades que le atañen, como subtituló la autora inicialmente su obra. La teoría física que Shevek desarrolla permitiría suprimir el transcurso del tiempo en relación al espacio, alcanzar la simultaneidad por medios técnicos. Esa idea es una metáfora anticipadora del dominio eterno al que este capitalismo proteico parece habernos condenado, y que en 1974 hallaba su concreción en la reciente creación de internet, en 1969. Internet se rige por el principio de simultaneidad cuya teoría persigue Shevek. Los desposeídos es una utopía última en el umbral realizado de la interconexión instantánea, continua y absoluta de todas las almas entre sí. Un mundo en que la opresión confiscó los recursos insurreccionales y revolucionarios de las subalternidades a su favor. En tal mundo solo una erosión ontológica puede ofrecer esperanzas de una libertad genuina, y tal es la tarea emprendida por los feminismos libertarios.
Una erosión ontológica es un acometimiento guerrillero de las categorías establecidas, una confrontación radical usufructuaria de todos los recursos cognitivos y prácticos existentes. Es un intento último de redención de todas las existencias que alguna vez tuvieron vida en este mundo. Es el salto al vacío de la contingencia y la incertidumbre contra los ánimos restauradores de tiempos pasados, irrecuperables, con que el odio y la frustración imprimen una agitación compulsiva a corporeidades, ideas, imágenes zombis del infierno. Semejante erosión ontológica estuvo siempre ahí como fuerza resistencial capturada. ¿Qué es lo diferente ahora? Hay mucho escrito y especulado (escuchamos también acerca del espéculo) sobre el pasaje de Copérnico y Jenner a la posterioridad de solo nanocorpúsculos brownianos que se nos augura. De Copérnico ya sabemos porque todo lo que le concierne ha sido inferido hasta el harto agotamiento que ahora sirve para abordar Marte y otros pretextos diversivos. La pandemia nos conduce, sin embargo, a Jenner como referencia simbólica de las consecuencias del hacinamiento que nuestro propio bienestar alcanzado nos ha prodigado. Si el nombre de Copérnico nos refiere a demenciales armadas destructoras de otros mundos colonizables y extraíbles, el de Jenner nos había deparado un vértigo reproductor urbano ilimitado, no obstante las pasiones tristes malthusianas que no nos sirvieron ni aun como indicio de una advertencia. Volvieron en los tiempos de publicación de Los desposeídos como grandes avisos de incendio global y todavía estamos en ese sendero de mirarnos las manos manchadas por la sangre del mundo exangüe. A sabiendas desde hace tiempo de tales desgracias (la palabra ecología fue acuñada hacia 1869), sin embargo nos habíamos creído a salvo de los sucesos infecciosos masivos que durante siglos de vida urbana constituyeron una de las cuerdas tañedoras de la politicidad, las epidemias como grandes calamidades que las vacunas desde el siglo XVIII vinieron a prevenir y a erradicar.
Releer Los desposeídos nos lleva a constatar una observación olvidada, que sobresalta con la contundencia del despertar en pesadilla. Los muros en Le Guin no son verdaderos obstáculos físicos triviales (alcanzaron un cénit insuperable de banalidad -del mal- cuando in situ le presentaron a Trump distintos modelos posibles para que eligiera), como bien sabemos desde que cuando en la niñez superamos la sorpresa de saber que solo una fracción ínfima de las fronteras tiene esa materialidad, en tanto que la inmensa mayoría de lo que separa a los colectivos territoriales es una línea marcada en una representación, ya ni en papel, ni hablar de qué es ahora un mapa o lo que sea que son esas imágenes satelitales de los territorios y sus respectivas dromologías cósmicas. En las primeras páginas de la novela el tópico determinante de las separaciones entre sociedades, además de la organización sociopolítica y lingüística es epidemiológica. El último medio siglo y sus respectivas generaciones alentó la utopía de una salud técnicamente administrada. El dominio de Jenner, digamos en estas líneas: es que no alcanza con un nombre propio porque la razón patriarcal destacó hasta el hartazgo conocido el saber cósmico y dejó librada a la casuística la larga saga de saberes que nos arrulló en un cálido abrazo salutífero promesante de una indemnidad virtuosa. Lo primero que le sucede a Shevek en su salida de Anarres es la inoculación de las vacunas necesarias para pasar de un mundo a otro. El muro es un muro epidemiológico, lo son todas las fronteras, como ahora se nos recuerda a golpes. Y el compost interespecies, no nos creamos de modo ingenuo que nos hará amistades con lo que nos mata masivamente, ahora que ya no nos representamos más a la animalidad del modo criminal con que hemos legitimado las crueles extinciones y asesinatos de tantas especies. Llevamos la contradicción trágica del antagonismo en nuestra configuración celular y molecular. Lo viviente aun si los parentescos se extienden a través de las especies y de los territorios, constituye el escenario de un drama inmunológico. No eran tan de balde como se hicieron pasar las especulaciones respectivas de la biopolítica, aunque ante la calamidad circunstante enmudecieron, porque también creyeron tener la vaca atada, como tan bien ironizamos sobre nuestros animalismos carnistas intempestivos. Se impone una contratransferencia hacia lo sabido inconscientemente desde siempre por la filosofía política. Los mismos agentes transespecistas que dan cuenta de nuestros cuerpos cuando morimos nos llevan eventualmente a nuestro destino desdichado antes de lo esperado, y eso puede ocurrir de maneras multitudinarias en la era de las megalópolis. Es de ello que huyen también los conquistadores de Marte.
Lo ambiguo de la utopía anarresti no refiere a los conceptos concernientes a una organización social imaginaria, o deseable, o plausible, sino más bien a otra cuestión que casi medio siglo después todavía no es del todo evidente. El asunto, formulado en la era de la diversidad consentida, presuntamente en litigio con las identidades devenidas fundamentalistas, necesita ser revisitado. Si la antropología/etnología pasó de ser acompañante vicaria de un emprendimiento colonial brutalmente imperativo a una minucia descriptivista generalizada sobre heterogeneidades domesticadas, en Los desposeídos sucede algo muy diferente. La narración da testimonio de una instancia transicional, perdida para nuestra época, no por superación, sino por una devastación del sentido: cualquier diferencia, todas ellas, son tributarias de sus paraderos turísticos y sus paquetes de consumo visitante bajo el paraguas de una incipiente, no por fallida menos insistente, juridicidad global derechohumanodependiente. En la mirada de la crítica radical ofrecida por Le Guin se relevan los ecos de la zona gris de Primo Levi, o si se quiere, de los infinitos mundos posibles de Borges (entre tantos otros nombres ilustres citables en este punto). Pero en esa lista amplia de nombres propios se nos pierde el problema, porque muchos de ellos anticipan la actual diversidad banal, en la que las diferencias son gatos pardos en la oscuridad. En Le Guin apreciamos una frontera entre épocas, un límite del sentido que nutre la noción de la ambigüedad: no hay mundos exentos de juicio ético político, pero todos son sin embargo habitables. En todos ellos, más allá de las preferencias, un trayecto vital puede tener lugar. El mundo no es libre sino cruel y trasegado por poderes atroces, pero la mirada del testimonio es libertaria. Hay una percepción libérrima afín a añejas tradiciones viajeras que ocasiona una colisión con la radicalidad política y ética de la que procede el anarresti. Puede vivir en otras partes. Su pensamiento sobre el lazo social, desasido de pulsiones de propiedad, no carece de límites, no es la realización idealizada de Freud en El malestar en la cultura. Un personaje de Los desposeídos declara: “La única seguridad que tenemos es la aprobación del prójimo. Un arquista puede violar la ley y tener la esperanza de escapar al castigo, pero tú no puedes «violar» una costumbre, es el marco de tu vida con la otra gente.” Y es así entonces como se pueden comprender otras formas existenciales pero Shevek vuelve a su mundo, preferible a cualquier otro aunque le cueste la vida. ¿Y cuál diríamos por fin que es el rasgo decisivo de ese mundo? Digamos que es la revisión categorial radical de las nociones de riqueza y pobreza. Es ahora nuestra pérdida más dolorosa, nuestra pena mayor: cuando los ricos nos martillan en la cabeza todo el día con la culpa que tenemos todos quienes demandamos justicia e igualdad de que la pobreza se resista a ser erradicada antes de que los ricos sean tan ricos, pero tan-tan ricos que con sus sobras derramadas los pobres ya no sean pobres. Es así como los planetas capitalistas de la obra de Le Guin prevalecen del modo en que se podía ya vaticinar en 1974. Sin salida a lo funesto del crecimiento ilimitado y la destrucción del mundo devorado por la avidez infinita del lucro y la competencia feroz de todos contra todos. La desposesión no es pobreza, es confrontación desnuda con la necesidad, es la vida situada en el mundo tal como se nos presenta, es el rechazo de toda pretensión de posesividad más allá de la piel. “Con las manos vacías” es el legado intacto y precioso de lo que emociona como en aquella ya lejana lectura juvenil cuyo signo permanece. Es al fin, el grado cero de la moral pero no su abolición, es el límite conflictivo para el anarcoindividualista de la costumbre, con ella y contra ella. La costumbre de no apropiarse y la soberbia de pensar.
*Fuente: Colectiva Materia. Número 7 Agosto 2021.
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