Un disco de García de 1996 que marca una inflexión estética. Nuevamente en su obra el apareamiento con el cine: la frase que da nombre al disco, déjà vu de la película Help! de los Beatles, las obras instrumentales incluidas fueron compuestas para la banda de sonido de la película Geisha, aunque finalmente esa idea no se concretó por desencuentros con el director. Say no more quizás pueda escucharse como una historia contada en una habitación de hotel. No me refiero a las circunstancias de la producción del disco sino al espacio de una escucha que se desanuda como narrativa posible e imposible a la vez. Narrativa que pone la voz en estado de abstención, que busca potencias desligadas de las formas del hábito, esa recitación de convenciones sonoras que la industria nos enseña a consumir como si de música se tratara. Abstención no invoca aquí silencios lineales, no pide cerrar la boca, sino que despliega una escucha de lo otro, voces acalladas de lo viviente en lo minúsculo del mundo que buscan abrirse paso en lo compositivo más allá de una lista de canciones.
Una habitación de hotel decía, espacio de pasaje donde el oído pernocta lejos de casa, tiempo para que los hemisferios se crucen en el Ecuador, en esa especie de ecualizador en que se transforma el contestador automático.
Una habitación -cual laberinto “la entrada es gratis, la salida vemos”- donde el fauno se sienta en la cama, trama de vibraciones superpuestas, pulsos y pausas que ponen la carne en vilo. Mientras, irremediable, todo arde.
“Yo no sabía...
Estaba en llamas cuando me acosté".(1)
Escuchar la distancia entre las paredes, volumen de aire detenido, inflamable, donde expectante la vida pende de un hilo. El hilo del teléfono quizás.
La cama, cándida geometría, hospeda lo que arde con la austeridad de un antiguo brasero.
García siempre cuenta historias. Historias que habrán de suceder.
Aprieta la tecla del contestador como quien clava un acorde en el piano con la mano derecha.
Antiguos instrumentos musicales del siglo XX: el contestador automático.
Una pequeña grabadora a cassette junto al teléfono que suena varias veces. Se activa un mensaje de bienvenida, la señal sonora abre un espacio de tiempo para que una voz brote como una aparición, luego la señal retorna, cual aguda fatalidad, y todo calla hasta la próxima vez. Si en el piano un acorde se dibuja pulsando tres notas, tónica, tercera y quinta, García suele eludir el toque de la tercera para abrir una inconclusión. Alguna vez explicó acerca de eso la expectativa de producir cierta ambigüedad emocional.
Detesta el aparato pero se sobrepone y pulsa un acorde: play, en el contestador.
El artefacto dibuja en el oído contornos, intimidades, rastros que ondulan entre líneas neutras, escuálidas, que apuñalan el tiempo y lo dejan desangrándose.
¿Cómo sobrevive la tibieza de una fonación en la caja gélida?
¿Cómo renace después de ser decapitada por esa eficaz conservación?
“Yo sé que existe la voz”, el oído profetiza en la ausencia.
El roce de las cortinas lame incipientes oscuridades.
Muchos pisos abajo, los autos sobre el asfalto, el sordo andar de los transeúntes, ningún camino.
Entonces reina la indecisión. Desconcierto de las cosas, el fauno sumido en una larga masticación de flujos. “Vivo en una casa vacía.”
Las voces asidas al plano de las palabras, las que se dicen, las que no. Ciertas inflexiones descansan del ajetreo melódico, esperan al violín que surca una línea “mi vida es tan triste.” Oído errante en las disonancias de una época, roce inaudito las texturas entre las que discurre la vida.
Susurro de los objetos que se desplazan sostenidos por gestos siempre inacabados donde los cuerpos garabatean amores y odios que apremian.
Musitaciones deletrean hilos invisibles -adivinaciones- que anudan lo ausente.
Constancia del concepto, eso que retorna, tintineo taquigráfico con que incontables grafismos sonoros invocan lo innombrable.
El oído declina traducir, elude la voracidad del raciocinio siempre dispuesto a pedir explicaciones interminables.
Avidez de figuraciones que se disputan realidades en las bocas de expendio del día.
El ruido automático del mundo, la ventana mal cerrada que golpea, el botón del inodoro, los flujos eléctricos reflejados en el vaso.
El fauno nada en ese acuario de sonidos amortiguados por la calma amniótica del whisky. Se deja calcinar en las sucesiones.
Cae la botella al piso, crece un charco como espejo por el que se fuga cierta pretenciosa idea.
Oído absoluto acunar la inaudita voz de las cosas tras la estridencia de la costumbre.
El dolor flota un instante sobre el sonido de las cuerdas sin caer ni elevarse, la Cruz del Sur titila en el cielorraso de la habitación de hotel como un tablero luminoso de aeropuerto y el corazón abre y cierra las puertas de embarque. La caja de ritmos ausculta el vaivén y la sangre pasa, muda y bermellón, en esa coreografía de ausencias.
La voz arrastra, áspera, “su lento caracol de sueño” como dice el tango de Cátulo Castillo, y orbitan desamores de cándido horror. El bandoneón respira con dificultad agitando la mudez de ciertas apariciones que hacen noche en las bisagras de cada parpadeo.
Impávidas las manos encallan a orillas del teclado mientras algún astro resplandece. Una fatiga antigua se arrastra contra las paredes. Parece acariciar lo irremediable, lo que no sucederá jamás. Desaliento hecho filo “esa navaja gris te cortó la voz, se hizo cuchillo al fin.” Después la pausa de la muerte para que todas las partículas caigan, oblicuas, en el fondo de esa cúpula abisal donde el oído espera.
Escuchar, ágape de lo insoportable que amenaza desgarrar las envolturas que llamamos cuerpo.
Sin ese desatino las voces del mundo caerían en una nada, no de silencio, sino de soledad. Alegría de las cosas el oído inmerso en los rescoldos de las intersecciones, en el exilio de lo humano.
Levantar el vestido de algunas apariciones, como se levanta una lápida, y esperar el advenimiento de una pequeña belleza.
Say no more se ofrece como un atlas roto, cartografía -siempre urbana, siempre doliente- que invoca una audición trashumante. Fragmentos que se superponen, que se desplazan, que retornan como réplicas imprescindibles en lo que lastima.
No se trata del oído puesto a escuchar el dolor del mundo, sino de la herida que regresa como audición a través de una interminable sed.
El habla propaga derrames sonoros de lo viviente. Tensar la palabra como flecha en el arco, del ritmo, del timbre, de la entonación, de la musicalidad. Soltar para que la palabra pulse sin centro -sin palabra- lo que llamamos amor. Y muerte, claro.
Palabra que García coloca a tientas en el arco que su cuerpo sostiene. Arco el piano, las hojas pentagramadas, los músicos amigos, el productor prestigioso -Joe Blaney- en el que confía. Arco los momentos alargados y los abruptos en que compone, las sesiones de grabación.
Arco donde la vida busca música para vivirse, estadía de lo desaforado, desmontaje del hábito que llamamos canción.
El oído hace pie en esa arquitectura endeble como en una pasarela sin orillas.
Fragmentos en total interferencia, melodías ritmos textos climas, las superposiciones se desplazan sin punto de llegada.
La palabra hecha música vuelve en lo indecible, y en ese retorno horada toda lógica sucesoria. Vórtice del relato, García insiste en algunas sonoridades que hostigan la inercia del sentido, lo que hace claustro en las palabras vuelve a abrirse como aliento de una perplejidad. Si, como dice Marius Schneider, la sustancia sonora es la materia prima del mundo, García explora ductilidades adormecidas en la crueldad del uso.
Oír la rasgadura del espejo en el simulacro identitario. No se trata de confianza en la liberación por el lenguaje, sino de impulso lúdico sobre lo sellado para astillar las pulidas superficies de lo consolidado en la escucha.
Asperezas irregulares, desvaríos que el oído admite, soporta. Reverberaciones en la contingencia alegre de otros cuerpos dados a la resonancia.
Si la música encanta a las bestias, este disco parece dispuesto a cobijarlas en sus filosos bordes. Imágenes en flotación, a veces muy lejos de la referencia de la costa, siempre reacias a volver al puerto.
Enigma, esa abertura donde una vida responde lo que desconoce. Enigma, lo que no será revelado sino vivido, música.(3)
García, un oído por aparecer -tal como evoca Percia a Juan L. Ortiz en el poema Gualeguay(4)- escucha en las cenizas del incendio.
Dice: no sé.
Audición que se desprende del ropaje de todo heroísmo, un diferir en el encastre del ser y el tener, desvíos compositivos que confluyen en una alteridad que podríamos llamar ciudad o noche.
Buenos Aires, réplica de una ausencia, aparición fantasmal de un amor perdido y añorado. Oído absoluto no como rasgo que anuncia la totalidad de una escucha sino su convivencia con lo insoportable.
Dice Blanchot: “Nacer es, después de haber tenido todo, carecer repentinamente de todo (…) el afuera, la exterioridad radical sin unidad, la dispersión sin nada que se disperse.”(2)
En la orfandad de esa dispersión el oído reposa un instante, aire del bandoneón, para “cada vez que recobra un poco de vida inmediata, es privado de ella nuevamente.”
Equívoco de las señas biográficas, en este disco toda referencia cae en la molienda furiosa de una escucha donde el fauno traviste la locuacidad de un yo. Persona en latín remite a máscara, orificio a través del que se proyecta la voz del actor, vitalidades dadas a ficcionar superficies de contacto.
Máscara la invocación que hace música con retazos de lo inhabitable, y encuentra en ese mare Nostrum milagros y semillas.
“Yo te quería pero ahora te quiero más”.
Pedirle un gol a la vida, mirar con cuello de jirafa el parquímetro como si del metrónomo se tratara, encontrar la octava que abriga una escurridiza alegría.
Una y otra vez, Ella -fémina en la inagotable recurrencia- vuelve para decir la letanía: ”¿Cómo comenzó el incendio?”.
Un yo en falsete desata agudos entre los muebles y el techo, rompe el estancamiento de las cosas, su parsimoniosa ubicuidad. Pone puntos y comas, acelera el pulso, se va.
El disco, cual voz mediúmnica, hace carne en lo silente, los edificios, la claudicación de los electrodomésticos, el ir y venir de los billetes, en fin el dolor sepultado.
García escucha entre la pila de escombros, y no puede evitar, ¿acaso desea?, que esas voces golpeen, incesantes, el teclado blanco y negro donde escribe lo que vendrá.
Juntar agua de lluvia en un balde mientras todo arde.
Bilingüe estrabismo, hace maquetas en inglés para acceder a la lengua madre. Escucha en ese desalojo lo que abre la noche.
Voces que no pueden ser unificadas. Polifónica esa extranjería que pone en suspensión todo rasgo conclusivo, toda referencia a un origen, toda salvación.
Oído que fecunda la devastación en el terruño de las cosas, un disco en la embestida de vitalidades que se atisban. Espera que anida en la audición de lo opresivo y pone en danza capas de simultaneidad.
La música escucha lo que no podrá ser comprendido pero necesita vivirse.
El disco retorna como enigmáticas fonaciones en que se balbucean ráfagas de un sueño.
Tempestades inexorables, “quizás tu avión caiga en el próximo meridiano” advierte Ella.
García insiste en garabatear la partitura del oceánico silencio que sostiene todo. Entonces: No digas nada.
(1) Todo lo que aparece entre comillas -salvo cuando se menciona un autor- pertenece a los textos del disco.
(2) Blanchot, Maurice. La palabra analítica. Epílogo Marcelo Percia. Traducción Noelia Belli.Bs As.Ediciones la Cebra. 2012.
(3) De Quincey, Thomas.El enigma de la esfinge. Epílogo Marcelo Percia. Traducción Noelia Belli. Bs. As. 2013.
(4) Blanchot, Maurice.Op.cit.
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