Lo que nace, se despide. Cada despedida da lugar a un nacimiento. No hay nada personal en esto. Lo naciente contiene lo despidiente, lo despidiente contiene lo naciente.
Lo naciente deslumbra con proezas, empujes, primicias: la generosidad de lo recién llegado.
Lo naciente trae el porvenir al presente.
Lo despidiente entristece por las dichas que parten sin querer hacerlo, por la inevitabilidad de lo pasajero, por el final de una estadía vencida.
Lo despidiente desgarra un estar aquí que zozobra por lo que se está yendo.
Se tarda en aprender o no se aprende nunca a estar despidiente.
Lo despidiente no se reduce a una despedida, supone una desapropiación continua. Despedidas puntualizan lo perdido, acuerdan lo que dejan, fechan lo que sueltan.
Se está despidiente aunque no se sepa. Quizás se perciba en las agonías.
Ese estado de des-posesión, ¿se aprende? El arte de des-pertenecerse, ¿se ejercita?
Memorias aguijonean lo ido. Intentan retener la voluptuosidad de un abrazo que, cuando se estaba dando, comenzaba a perderse.
Lo despidiente sobreviene como presente acongojado. Como aflicción por los comienzos que terminan, por los esplendores que se marchitan.
Conocer de nacimientos o llevar registro de lo recién venido, no equivale a estar naciente.
Estar naciente quiere decir asistir a lo indecidible: la visión de un dado en el aire antes de caer. Estar en el tiempo inaugural de un amanecer que no se sabe, de una danza que se ignora, de un clamor que desconoce que clama, de un grito que no registra qué alimento ni qué calidez ni qué mundo posible.
Lo naciente y lo despidiente se aprenden caminando. Ascesis en cada paso. Vigilia que espera que el cuerpo de un pez emerja y desaparezca en la superficie de un océano.
Lo despidiente acuna ilusiones conservadoras, proyecciones que se instalan en momentos futuros, conspiraciones que implantan deseos hacia los que ir.
Tal vez la ilusión se ofrezca como invitación, a veces de último momento, para asistir al encuentro con lo que todavía no llega.
Lo despidiente y lo naciente se arremolinan en el presente; se alternan del mismo modo en que se inhala y se exhala.
La obstinada lucha por la trascendencia personal se rehúsa a lo despidiente y vive pasmada ante lo naciente.
Habitar lo despidiente supondría saber la muerte en cada momento. El zumbido de esa certidumbre pulverizaría todas las conciencias.
Habitar lo naciente supondría saber la inminencia de lo indeterminado. Esa expectación continua extenuaría todas las previsiones.
Lo naciente y lo despidiente, la ilimitada captación de lo vivo, despedazaría la limitada percepción de las perplejidades que hablan.
Se dice en el tango Naranjo en flor, compuesto por los hermanos Virgilio y Homero Expósito (1944), la inasible sabiduría de lo que nace y se despide: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y, al fin, andar sin pensamiento...”.
Entre lo naciente y lo despidiente (o al revés) no hay pensamiento, solo andar. Impávido andar del solo estar.
Lafcadio Hearn (1897) conjetura que infancias, que juegan en campos de arrozales del oriente budista de fines del siglo diecinueve, no temen dejar de existir. Escribe: “las mariposas y los pájaros, las flores, el follaje, y el mismo verano dulce solo juegan a morir; parece que se van, pero vuelven cuando se retira la nieve”.
Lo despidiente habita lo que se está yendo, mientras lo naciente se alista en el umbral de lo que comienza.
Pero, ¿qué hace lo despidiente con el dolor por las ausencias que no vuelven cuando se retira la nieve?
No hace nada: recuerda, se entristece. Suspira.
Hay suspiros que sobrevienen como epifanías sintientes, como respiraciones emocionadas, como revelaciones de que estamos inmersos en el pacificador secreto de lo impropio.
Asistimos a la vida no como realidad poseída, sino como materia que no se llama materia, energía que no se llama energía, movimiento que no se llama movimiento, brisa que no se llama así.
Momento de lo innombrable en el que declinan todas las arrogancias: súbita precipitación de algo que no se sabe decir.
Se podría pensar cada conversación clínica como comienzo de una última vez. ¿Cómo se habla, cómo se escucha, cuando se sabe el encuentro final? Sopesando cada cosa que se dice. Reteniendo tonos, matices, gestos, detalles que luego se desvanecen como el recuerdo de los sueños.
Se trata de un diálogo entre despidientes que hablan ignorando y sabiendo lo permanentemente ido. Lo que trascurre yéndose.
En ocasiones, identificaciones, desvelos, persistencias, podios, humillaciones: hazañas sintientes nacidas en un momento del pasado se niegan a caducar.
Lo despidiente se aprende sabiendo lo naciente, lo naciente se aprende sabiendo lo despidiente. Sin ese incesante vaivén no habría habla clínica.
A veces, lo despidiente y lo naciente no se aprenden, se aceptan por cansancio o se rechazan hasta el final.
En las penumbras susurrantes que llamamos hablas clínicas, no se trata de estar a la escucha de un sujeto que habla, sino de estar disponibles ante solicitudes de un habla descolocada. Un habla que pierde el rumbo y que de pronto se interroga: ¿Qué sentido tiene todo lo que pienso? ¿Cómo estar presente en cada momento? ¿Hasta dónde se puede ignorar lo que se ama?
El extraño balanceo de lo que se despide naciendo y de lo que nace despidiéndose anoticia que estamos como siempre hemos estado: en una intemperie sin fin.
Intemperie no como automático desamparo. Intemperie como estadía entre la vida y la muerte.
Las expresiones “solicitante descolocado” (Leónidas Lamborghini) y la “intemperie sin fin” (Juan L. Ortiz) no se ofrecen como proposiciones poéticas, sino como posiciones de una clínica de la descolocación y la intemperie, que solicita desaprender lo vivido y aprender lo por vivir como misterio y encanto de lo “sin fin”.
No soportar lo despidiente y rehusarse a lo naciente, al cabo, enferma.
La repulsa ante lo venidero y la desesperada conservación de lo perdido detienen la vida.
Pichon-Rivière (1977) estudia el mal de los estereotipos: piensa la inmovilidad como defensa y cautiverio.
Concibe el terror al devenir (miedo a perder lo que se tiene y miedo a lo desconocido por llegar) como deriva hacia una quietud momificada.
Advierte que lo que comienza como protección, la asunción de una fijeza o disfraz, puede terminar en privación.
Las mismas fantasías, conjeturas, convicciones, que se emplean como defensas, esclavizan. Así de indecidible se cursa la vida.
Una lagartija descansa al sol camuflada sobre una piedra sin temor a que la devoren sus depredadores. Pero si la lagartija se mimetiza con esa roca para siempre, sin poder desprenderse de esa piedra, terminaría en el diván del psicoanálisis, endurecida, sedienta, mineral.
No hay en lo naciente una memoria de lo ido, como no hay en lo despidiente recuerdos de lo venidero. Lo naciente y lo despidiente solo comienzan y terminan. La ilusión de lo porvenir y la nostalgia por lo perdido componen gracias y desgracias de soledades que hablan entre sí.
Cuesta desprenderse de la ilusión de estar en el lugar de la consagración. Volver al anonimato del agua, con la boca herida, después de haber mordido ese anzuelo.
A veces lo despidiente se aferra a la pata de una mesa para no salir de la casa.
Se podrían pensar los síntomas como separaciones rehusadas. Despedidas que aún siguen ahí cuando todo ha concluido. Insistencias que imploran “todavía no”, “quiero un poco más” cuando el momento ya ha terminado.
La persistencia en el pasado o la huida hacia el futuro aplazan tanto lo despidiente como lo naciente que -ya se dijo- incumben al presente.
En cada instante vivido se mezcla lo despidiente con lo naciente, pero algunos momentos se inclinan hacia lo que parte y otros hacia lo que arriba.
Un verso de René Daumal (1944) dice: “La boca se ha comido la oreja. La voz verá”. Se podría ensayar: lo despidiente se come a lo naciente, lo despidiente nacerá; lo naciente se come a lo despidiente, lo naciente morirá.
En Papeles de Recienvenido (1929), Macedonio Fernández ensaya una escritura sin memoria, a la que solo le falta despojarse de las palabras. Una narrativa que aloja lo recién llegado haciendo sentir, a la vez, la inconsistencia de lo establecido.
Su personaje habita, tanto lo naciente como lo despidiente, con más asombro que perplejidad. Tal vez solo con humor metafísico se pueda estar así.
Escribe en uno de esos papeles: “En aquellos tiempos pasados tan lejanos que no existía nadie, pues nadie se animaba a existirlos por lo muy solitarios que eran para toda la gente, y además, no se podía pasar ningún rato en ellos porque carecían de presente en el cual todos los ratos están contenidos…”.
Macedonio destaca que hay que animarse a hacer existir al tiempo y que se necesita un presente que contenga cada rato.
Entre los adverbios de tiempo, recién acude a decir lo pasajero. Ayuda a pensar lo que sobreviene yéndose y viniendo (recién me acordé, recién me di cuenta, recién estuvo aquí, recién se lo dije y ya se olvidó, recién supe lo que entonces ignoraba).
Lo que recién vive, recién muere: un continuo que no cesa.
Aunque ficciones egotistas, acumuladoras, propietarias, quieran hacer creer lo contrario, lo despidiente y lo naciente se presentan siempre entrelazados.
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