La idea de impoder se introduce para pensar dramáticas clínicas en el libro deliberar las psicosis (2004).
La expresión proviene de una observación que hace Blanchot (1959) a propósito de las cartas que Artaud escribe a Jaques Rivière entre 1923 y 1924.
La historia se contó muchas veces. A los veintisiete años, Artaud envía a la revista Nouvelle Revue Française sus poemas. El editor los rechaza con una nota cordial, en la que considera que los textos todavía no encuentran una forma acabada de decir lo que pretenden. A lo que Artaud responde que, justamente, esos poemas nacen de esa imposibilidad. Explica que ese defecto expresa la herida abierta que siente cuando piensa, el testimonio de su hundimiento en lo indecible, el extravío en el que las referencias se descascaran. Aclara que sus versos no hablan sobre la angustia, sino que la deletrean como “un sufrimiento frío, sin imágenes, sin sentimientos”. No se trata, dice, de que no pueda elaborar sus ideas o que le falten palabras: los pensamientos arden y las palabras se apagan como chispas en el aire. Se da cuenta, escuchando las hablas del dolor, que pensar consiste en abismarse en la incapacidad de pensar.
Entonces, escribe Blanchot: “Ese es el grave tormento en el que se retuerce. Parece como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar es ya, siempre, no poder pensar todavía: ‘impoder’, según sus palabras”.
Blanchot subraya que pensar sobreviene (siempre) como no poder pensar todavía. Primera proposición del impoder en la que el adverbio, a la vez que afirma la imposibilidad, anuncia lo venidero.
Así retorna, de otro modo, una pregunta inmensa: ¿qué significa pensar? Título de las lecciones que Heidegger dicta en Friburgo entre 1951 y 1952, en las que -apoyado en un verso de Hölderlin (“Somos un signo por interpretar”)- comienza indicando que habitamos huellas que se escapan, que no alcanzamos, que nos enseñan que pensar significa saber lo que se sustrae al pensar.
La idea de impoder se impone en Artaud como posición despojada de las arrogancias del mando. Impoder como decisión que se desprende de las fuerzas de dominio, de las destrezas descifradoras, de los semblantes de autoridad.
Impoder que sigue el rastro de lo posible por llegar más allá de la imposibilidad.
Imposibilidad que, ahora, no interesa como constatación, sino como llamado. Imposibilidad no como lo inasequible para siempre, sino como espera de un posible todavía sin venir.
Blanchot dice que Artaud desnuda el escándalo de un pensamiento que se separa de la vida. Pero ¿qué pensamiento no se separa de la vida?
Ideas se distancian de la vida para construir existencias paralelas, para penetrar sus misterios, para soñar sus despedidas y silencios, para expresar gratitud, aun cuando no la entiendan.
Artaud (1938) en el prefacio a El teatro y su doble advierte que la separación entre pensamiento y vida, pone en peligro a la vida. Afirma que un mundo con hambre no se interesa por la cultura. Llama a extraer de ese pensamiento, incapaz de pensar la vida, ideas que tengan una potencia viviente semejante a la del hambre.
El pensamiento tiene con la vida una relación de impoder: no puede decir la vida todavía, no encuentra cómo, pero no deja de tentar formas que puedan alojarla sin helar lo viviente.
Blanchot termina su escrito sobre Artaud interrogando si sufrir equivale a pensar.
Pero, en estado de dolor, ¿se puede pensar? Se necesita imaginar un tiempo por fuera del dolor para pensar el dolor.
Tal vez impoder suponga la posibilidad de pensar, también, por fuera de las relaciones de poder. Pero, ¿hay un por fuera de las relaciones de poder? Por fuera no se reduce a una frase espacial, introduce un tembladeral. Se trata de un por fuera de la idea de sujeto, de yo, de sí mismo, de todos los deseos de dominio. Impoder quizás quiera decir pensar por fuera de las conciencias normadas.
Si el poder reduce la potencia al imperio de la fuerza, el impoder compone potencias con todas las debilidades que se entienden con suavidades y asperezas de la vida.
Pensamientos del impoder adoptan la forma de una ficción para remedar el sueño de lo viviente. La ficción sabe que no puede decir lo viviente. La ficción recuerda que siempre hay un afuera de la ficción.
Ideas que evocan algo que Foucault (1986) dice en un texto que titula El pensamiento del afuera. Se lee en ese libro: “La ficción no consiste en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”.
En la invisibilidad de lo visible reside el secreto de lo vivo. Pensar supone celebrar ese secreto. Merodear el misterio sin profanarlo.
La ficción se ofrece como narrativa posible de ese secreto no sabido.
La labor clínica, se verá enseguida, también merodea, con sus saberes conjeturales, esas espesuras que aman esconderse.
Años después del texto de Blanchot, en La palabra soplada, Derrida (1969) retoma la idea de impoder en Artaud.
Escribe: “El impoder, tema que aparece en las cartas a J. Rivière, no es, como se sabe, la simple impotencia, la esterilidad del ‘nada que decir’ o la falta de inspiración. Por el contrario, es la inspiración misma: fuerza de un vacío, torbellino del aliento de alguien que sopla y aspira hacia sí…”.
Derrida distingue impoder de impotencia o esterilidad. Anota que en la falta de inspiración reside el esbozo de una inspiración siempre por nacer y que no tener nada que decir se ofrece como el comienzo mismo de todas las hablas del viento.
Sin embargo, no resulta fácil diferenciar impoder de impotencia. Muchas veces no se puede. La impotencia inmoviliza. El impoder trata de desprenderse del lastre de la omnipotencia.
En relación a la omnipotencia, se necesita pensar distancias entre la idea de castración freudiana y la idea de impoder. A pesar de que Lacan, en el seminario El reverso del psicoanálisis (1969-1970), intenta pensar la castración, más allá del fantasma neurótico, como acción del lenguaje, aun se necesita otra precisión. Impoder no equivale a un consuelo ante la pérdida de un poder llamado fálico: culto de suficiencia, perfección, totalidad completa.
La idea de impoder consuma un movimiento deliberado de desprendimiento del poder. Como diría Pascal Quignard, se trata de una voluntad que quiere perder voluntariamente un poder que, al cabo, perdería involuntariamente. El impoder sortea melancolías de la impotencia. Compone una alegría que las tristezas fálicas no tienen. Una potencia activa que procura perder lo perdido. Una decisión que decide no poder. Una firmeza que no padece la imposibilidad, que se entrega a ella como al más íntimo lenguaje de lo posible.
En este punto se reconoce cómo Deleuze (1968), en Spinoza y el problema de la expresión, presenta una distinción (no una oposición) entre poder (potestas) y potencia (potentia). Distingue entre un poder que quiere dominar y un poder que quiere crear. Un poder que moviliza pasiones tristes (poseer, tener, controlar, imponer, vigilar, conservar) que disminuyen potencias y un poder que da la posibilidad del dar.
Impotencias deslucen pasados, entristecen presentes, amargan porvenires. Impoderes alegran en el sentido spinozaniano: incrementan una común potencia de pensar sobre aquello que no se puede pensar.
Omnipotencias se culpan por todo lo que sale mal y se felicitan por todo lo que sale bien. Explican dichas y desdichas del común vivir solo considerando el obrar personal.
Omnipotencias que fracasan se hacen llamar impotencias. Omnipotencias confunden poder dominar con potencia. Se desvelan empeñadas en poder todo. Mientras la vida compone potencias no personales ni individuales, afectividades que se conjugan pudiendo y no pudiendo.
Nadie gobierna el secreto de esas composiciones ni los mundos que esas conjugaciones improvisan.
Una conversación clínica reside precisamente en eso: abismarnos, sostenidos por la baranda de una común confianza, a no poder pensar lo que nos está pasando.
Se podría concebir una clínica del impoder. Una labor que no retroceda ante la falta, la insuficiencia, la incapacidad.
Clínica como incapacidad meditada, insuficiencia aprendida, falta invocada, ilusión desencantada.
Una clínica a salvo de los peligros del todo poder.
El impoder ofrece a la clínica una salida a sus ilusiones todopoderosas. No hay arrogancia que pueda con lo indecible, indescifrable, inexplicable.
Impoderes clínicos no necesitan más poder, sino pensar sin poder, decir sin poder, hacer sin poder.
No se trata de tener poderío, sino de aprender a pensar sin tenerlo y sin quererlo tener.
Alguna vez habrá que meditar que sesiones clínicas no se reducen a practicar un análisis, intentan algo todavía más inquietante e inasible: pensar sin poder pensar. Un común balbucear muchas veces a ciegas, sin saber cómo ni qué ni por dónde.
Pensar dándose el tiempo de estar no pudiendo pensar.
Ese común pensar sin poder pensar, que no obstante piensa sin poder hacerlo, no se parece a ninguna otra conversación.
Un estar pensante que intenta descomprimirse de automatismos del sentido común y de otros dictados morales que nos piensan.
Un común pensar que asiste en penumbras a la furtiva agitación de palabras que suspiran penumbrosas.
Escribe Artaud: "Me inicié en la literatura escribiendo libros para decir que en modo alguno podía escribir. Cuando tenía algo que escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba".
Se debe al psicoanálisis haber dejado entrever, lejos de la pretensión de abarcar todo, titubeos y temblores sanadores del no poder.
El psicoanálisis nace con literaturas europeas del siglo veinte que relatan que no pueden escribir.
Se encuentra en Kafka una de las primeras narrativas sobre la imposibilidad de escribir, a la vez que la obstinación de seguir haciéndolo. Anota, en una de las quinientas cartas dirigidas a Felice Bauer durante los cinco años que dura el noviazgo, entre 1912 y 1917: “Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla en camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo”.
Así imagina Kafka una escritura sin interrupciones. Una vida dedicada solo a escribir. Tal vez la interrupción forme parte del fantasma de la imposibilidad.
Kafka en sus diarios y en sus cartas cuenta continuamente su imposibilidad de escribir, mientras, sin embargo, no deja de escribir. Inaugura la paradoja de escribir sobre la imposibilidad de escribir.
Una cita de Edmond Jabès (1991): “No haber tenido nada para decir/ Y haber querido expresarlo”.
El escritor nacido en Egipto dice en pocas palabras la idea de impoder.
El habla clínica también trata de expresar esa nada por decir recogiendo indicios, contando suposiciones, escuchando respirar a las palabras, buceando en la memoria de otra conversación o en las bibliotecas de una época.
Otra cita de Edmond Jabès: “Creer que todavía tenemos algo que decir, incluso cuando ya no tenemos nada que decir. Las palabras nos mantienen con vida”.
Jabès vuelve a recurrir al adverbio que no se rinde ante la imposibilidad: “Creer que todavía tenemos algo que decir”.
Tal vez la clínica consista en eso: la decisión de comenzar a hablar cuando no hay nada que decir.
“Las palabras nos mantienen con vida”, cierto. Pero las palabras no se dicen solas. A veces las dice una meditada incapacidad de concluir, una convicción que vacila, un temblor que sabe el inesperado calor de un común desabrigo.
Privar de la palabra: acción que precede a todos los exterminios.
Mario Levrero (2008) en La novela luminosa (2008) escribe sobre la imposibilidad de escribir.
Recibe la beca Guggenheim para escribir su novela, pasan los días sin que pueda anotar palabra. En ese clima desesperante en el que siente culpa, fastidio, cansancio, tedio, comienza un Diario de beca para testimoniar esa imposibilidad. Se narra encerrado en su departamento, perdiendo el tiempo con juegos en la computadora, investigando recetas para hacer yogurt casero, comprando un aire acondicionado para sobrellevar el calor del verano, observando una paloma que vive cerca de su ventana. De pronto anota: “Me di cuenta de que será igualmente una novela, quiera o no quiera, porque una novela, actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa”. La novela luminosa cuenta el arte de no escribir o de escribir la imposibilidad de escribir.
La paradoja de quienes escriben sobre la imposibilidad de escribir se asemeja a esa conversación clínica en la que se admite que no sabemos cómo pensar la vida mientras, no obstante, la estamos pensando.
Inocencias que se analizan concurren a las sesiones muchas veces con cosas pensadas durante la semana o a último momento. En ocasiones, algunas confiesan como si incurrieran en una falta: “Hoy no pensé nada” o “Llegué con la mente en blanco”. Momento en el que asalta la pregunta “Y, ¿ahora? No tendremos de qué hablar”.
La conversación clínica comienza cuando se termina de decir todo lo que se había venido a decir. Arranca en el momento de la improvisación, el desvío, la equivocación, el olvido, la distracción, el agotamiento de las razones y los argumentos.
Se inicia con una repentina soledad del habla que sobreviene como riesgo, responsabilidad, ausencia de cobertura. Momento de desposesión.
Juan Carlos De Brasi (2015) escribió que pensar supone hacer la experiencia de despertenecerse.
Candideces concurren a sus sesiones, llenas de esperanzas, para resolver algo, para asegurarse de que son buenas, para confesar arrogancias, para compartir humillaciones, para decir que la vida les duele.
Muchas veces se escribe sin tener nada que decir.
Se escribe, como dice Deleuze, para atenuar la abundancia de la página en blanco. Una página saturada de lugares comunes, comprimida de estereotipos morales, llena de automatismos. Se escribe sustrayendo, borrando, despejando, haciendo lugar, donando vacíos.
Algo semejante ocurre en la clínica. Una conversación que no se parece a ninguna otra conversación. Una conversación que atenúa el bullicio repleto de pensamientos ya hechos, que repone el silencio como habla secreta de la vida.
Las sesiones clínicas terminan en un umbral. Concluyen con una puerta que se abre, o con un suspiro que exhala cosas que se quedan sin decir, o en el borde de una inminencia que no se consuma ni se apaga, o con la promesa de la próxima vez.
Lo sabroso de cada encuentro clínico reside en lo que siempre se sustrae a esa conversación, a lo que se sigue diciendo sin decir.
Se concurre a un psicoanálisis para poder pensar algo que no se sabe cómo pensar. Pero esa imposibilidad que en un comienzo se siente como falta, al cabo se admite como avatar incomprensible de la extraña plenitud de lo vivo.
Se comienza a hablar en un análisis para esquivar el insondable silencio de las noches y de los días. Con el tiempo se sigue hablando para acompañarse con ese mismo silencio.
No gobernamos la vida que vivimos. Cuesta concebir esa anarquía. Tal vez vivir consista en no ceder a la tutela de pasiones que dañan ni entregar el gobierno a un dictado moral que nos conduzca.
La expresión “La procesión va por dentro”, si no alude al conocido significado de quienes no dicen o disimulan que están sufriendo, pone a la vista la privación de la palabra y la privación de lo común.
Las marchas de las Madres de Plaza de Mayo inauguran la procesión por fuera de los pactos de silencio, consentimientos, complicidades.
Marchas de impoder que desatan inusitadas potencias. Revueltas contra los aislamientos de quienes protestan cada cual por su lado.
Escribe Lyotard (1975): “Por última vez: dejen de confundir entonces poder y potencia. Si hay un trabajo, para añadir a la banda esos breves instantes de intensidad, ese trabajo es de desasimiento, de impoder, un trabajo que abre a la potencia. El poder es poder de la instancia de un yo (moi), la potencia de nadie”.
Más allá del poder, de la enfermedad de la fuerza, tal vez se podría pensar impoder como potencia activa de una común debilidad.
Una conversación clínica no se parece a ninguna otra conversación. Tampoco a otra conversación clínica.
Se admite: “¡Qué difícil lo que está pasando!”. Reconocimiento que no declara empatía sino un modo primero de impoder.
Se dice: “No sabemos cómo pensar lo que le está pasando. En este punto: comenzamos a pensar lo que no sabemos”. Se declara un común impoder como llamado.
Fernando Ulloa (1995) observa que quienes hacen clínica en hospitales, salas, centros de salud, espacios comunitarios necesitan socializar carajos. Tener un tiempo y un lugar en el que decir: “¡No sabemos qué carajo hacer!”. La oportunidad de un común no saber libera potencias clínicas. Un común poco saber trasforma el desánimo personal en una repentina posibilidad de pensar que comienza por admitir la imposibilidad.
Por la radio un médico dice, en los peores momentos de la pandemia, que quienes trabajan en su hospital sienten impotencia.
Ayudaría considerar que cuidados de la vida enfrentan tiempos de impoder.
Lo irremediable derriba omnipotencias.
A veces, no se puede, no se quiere, no se sabe, estar en cercanía de una vida dolorida. No se quiere oír, ni ver, ni oler, ni tocar. Ese no poder, no saber, incluso no querer, se admite como imposibilidad.
El impoder tiene un lado sabio que la impotencia no tiene: sabe estar ahí, sin poder, dando la potencia de la sola presencia.
Potencias de la responsabilidad radican en el impoder.
No caben justificaciones ante el reclamo sincero de un amor herido. Solo queda admitir que se ha causado daño aun cuando no se sabía.
Culpas solicitan perdones, orgullos reclaman aplausos, responsabilidades necesitan aprender a medir, cada vez, las consecuencias de sus decisiones.
El impoder no sirve como excusa amorosa (Esto es lo que puedo). En el amor, ya se dijo en diferentes variaciones de la teoría del don, justamente se trata de dar lo que no se puede. Dar incluso la imposibilidad de dar.
El impoder en la clínica se presenta como una espera.
Estar a la escucha significa estar a la espera de una repentina solicitud que habla.
Pero, ¿cómo se sabe esa solicitud? No se sabe. Estar a la espera equivale a estar ante la inminencia: momento que precede al suspiro.
Está pendiente del resultado de un estudio que tiene sus días en vilo. Comienza diciendo que el médico aseguró que está todo bien. Hablamos de una cosa, de otra, de otra. Al rato, se encuentra diciendo que, en este momento de su vida, se siente como siempre deseó estar.
Mientras hay cosas que se dicen en una conversación, sobrevienen cosas que no se dicen. Cosas que se piensan solas mientras hablamos.
(“Justo ahora que se siente tan bien, qué mala pata si se llegara a enterar que tiene un cáncer”).
(“Se tendría que proteger de la culpa o la envidia que provoca sentirse tan bien”).
¿De dónde vienen estos pensamientos? ¿Cómo llegan en cada momento? ¿Tienen que entrar en la conversación? ¿Se dicen o no se dicen esos relámpagos?
En cada conversación, también hay un diálogo silencioso que está presente como indecisión clínica.
La infelicidad sobrevuela como amenaza difundida en la civilización.
Se trata de estar en disposición de escuchar lo que se dice y lo que no se dice.
En una conversación clínica se conversa a partir de lo dicho, a la vez que se dialoga con lo dicho.
Se dialoga con lo no dicho interrogando, acentuando, extendiendo, relacionando, lo dicho.
Se dialoga con lo no dicho escuchando pensamientos que se mueven como sombras inaudibles mientras estamos hablando.
Se conversa afirmando, vacilando, recordando, callando; pero se dialoga zozobrando sin saber qué hacer con todo lo que se está pensando.
(“Pero, ¿cómo se va a sentir de bien en este momento en el que el mundo está en llamas?”).
Intromisiones de una o muchas morales, de conjuros mágicos.
(“Justo ahora que se terminaba de liberar de una relación que ahogaba, ¿se va a enfermar para necesitar de la ayuda de lo que antes dañaba?”).
Accidentes, estancamientos, desenlaces desgraciados, le quitan el sueño a la clínica.
¿Qué palabras o qué pensamientos podrían haber evitado lo que pasó o destrabado lo que está pasando?
Muchas veces, en conversaciones clínicas se siente lo mismo que Leónidas Lamborghini se dice cada vez que se abisma a un silencio en el que desertan las palabras: “Yo no nací para esto”.
Ese momento de no saber qué ni cómo, oscila entre la impotencia y el impoder.
Mientras el poder descansa en la fuerza, el no poder se arropa en la debilidad de lo insomne.
La clínica no descansa en el poder, se cobija en suavidades y dulzuras que acompañan una vigía sin fin.
Podría pensarse a las ensayísticas como escrituras del impoder.
El ensayo no consiste en anotaciones fáciles y erráticas, apuntes sueltos y sin contracturas, citas encantadoras o que presumen de bellas, ni en una hazaña catártica personal.
El ensayo aspira a otra cosa, aunque esa otra cosa no sepa decirse.
La idea de verdad tiene relación con el poder. Impoderes se desentienden de la verdad, pero no cultivan la indiferencia. La idea de verdad (si se renuncia a la ilusión de correspondencia entre las palabras y las cosas, entre lo vivido y sus relatos) expresa un estado de conflictividad e irresolución: momento indeciso, sin desenlace. Herida abierta entre lo sabido y lo no sabido.
Habitamos una lengua que, a veces, habla por su cuenta. Actuamos como intérpretes de voces que caen del cielo, que gruñen en recónditas entrañas, que susurran detrás de un oído, que creemos nos pertenecen. Tras lo dicho, llegamos siempre tarde, para hacernos (o no) responsables de lo que salió volando de nuestras bocas.
Hacernos en la vida haciéndonos responsables: solo eso podemos.
En la soledad de los días crujen impulsos con los que no se puede.
El poder de esos impulsos que dañan arrasa. Esos arrebatos omiten que dañan mientras están dañando. Postergan todos los pensamientos que se les oponen. Al cabo, sumen en la impotencia. La clínica muchas veces no llega, llega tarde o solo llega en intervalos de tristezas. El imperio de los impulsos que gobiernan vidas desestima el tiempo de las ideas: la común demora en la que seguimos pensando lo que todavía no sabemos cómo pensar.
Comments