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Foto del escritorRevista Adynata

Sesiones en el naufragio (32) Dar la acogida / Marcelo Percia

Actualizado: 12 sept 2022

Sabidurías clínicas nacen de una pregunta: ¿cómo me gustaría que me atiendan si necesito concurrir a un hospital, a un centro de salud, a una sala, para que me ayuden a pensar qué me está pasando?


Pero, para esta inquietud no hay una sola respuesta.


Aun cuando se diga “quiero que me traten bien”, esa expectativa suele pedir diferentes cosas: que no me hagan esperar horas, que me ofrezcan una fórmula salvadora, que me escuchen sin juzgarme, que me alivien la angustia, que me acompañen sin pedirme que explique nada.


Cuando se está mal, muchas veces, no se sabe qué se necesita. Ese no saber solicita dedicación. La donación de un tiempo arrancado al tiempo. La presencia de un deseo que hace una invitación: “Hola…cuénteme qué le anda pasando”. Invitación, no pregunta. Convite, no cuestionamiento. Acogida, no manual de diagnósticos.


Las clínicas que hacemos consisten en dar tiempo. En esa desmesura reside nuestro poco saber. Dar una demora para decir y callar, para decir callando y para callar diciendo. Dar una pausa para estar, a veces solo estar. Incluso en silencio.

En toda dedicación se dice tanto darse al momento como darse el momento. En ese doble movimiento residen sus encantos, sus alegrías, sus gratitudes.


Dar tiempo significa dar la espera, no la esperanza. Mientras la esperanza proyecta lo que desea que se cumpla, la espera asiste a una inminencia que no sabe lo que vendrá.


Escribe Alejandra Pizarnik (1972) en sus Diarios: “No querer poseer ni ser poseída. Nada me desespera más que la esperanza, esa proyección de deseos que aguarda el cumplimiento de lo imposible”.


Dar tiempo supone dar un descanso que no inquiera ni demande. Una circunstancia de oscilación entre lo posible y lo imposible. Un respiro que detenga, por un momento, el apremio.


Se trata de dar una disposición. Tal vez algo anterior o diferente a una posición. Un modo de estar en discordia y en disidencia con posturas implantadas que suelen llamarse dispositivos clínicos.


Disposición como incitación a una oportunidad o como concurrencia a una cita sin fecha, sin lugar, sin acuerdo previo.


Disposición como posición desacordada que interpela lo dispuesto.


Disposición que indica contrariedad con lo establecido.


Clínicas que hacemos no se rigen por modelos, reglas, normativas. Acontecen como episodios de una sola vez que no se subordinan a un canon.


Como dice François Jullien (2012) una disponibilidad no se prescribe.


Quizás corresponda llamar disposición a un saber estar ahí en espera. O, tal vez, al deseo de un estar ahí aun cuando no se sepa cómo estar ni qué esperar.

Un desafío insiste: procurar espacios hospitalarios en los hospitales.


La expresión espacios hospitalarios en los hospitales presenta una redundancia dramática. Una repetición que pone a la vista la catástrofe de las vocaciones clínicas.


La resignada habituación al oxímoron de una “hospitalidad hostil”, no solo amenaza el derecho a una salud pública, cuestiona todos los sentidos posibles de una vida en común.


Una forma de hostilidad reside en la no disponibilidad razonada. A veces se llama derivación a un pasaje sin atención o a un rechazo justificado: “No acá no podemos atender su pedido. Tiene que ir a otro lado. Pero, ¿si de ese otro lado me mandaron a que viniera acá?”.

Hasta aquí cuatro vocablos para pensar la excepcionalidad de una acogida clínica: dedicación, disponibilidad, demora, espera.

Hace treinta años se conoció un equipo que hacía admisiones grupales (en lugar de entrevistas individuales) en el servicio de consultorios externos del hospital Borda. Como cargaban con la palabra admisión del antiguo lenguaje médico, preferían referirse a lo que hacían como entrevistas de acogida.


Recibían desesperaciones acompañadas por otras desesperaciones, vidas contenidas y atormentadas por el alcohol, aturdimientos que deliraban traídos por sus familiares, vacíos inmovilizados por sustancias prohibidas, tristezas de muchas generaciones, hastíos macerados, violencias estalladas o por estallar, soledades acompañadas por vecindades preocupadas.

Ingresaban a un salón y se sentaban en un círculo formado con bancos ya dispuestos.

El encuentro se iniciaba con estas palabras:

Compartiremos este espacio durante tres reuniones. Estamos aquí para escuchar y para orientar a cada cual según lo que necesite. Formamos parte de un equipo integrado por especialistas en psiquiatría, psicología, enfermería, trabajo social”.


Terminada la presentación, mientras algunas impaciencias se dirigían a quien acababa de hablar, otras hacían pedidos a sus colegas. Entonces, la coordinación, para evitar las superposiciones, proponía a las impaciencias participantes que hablaran de a una por vez y que lo hicieran para todo el grupo.


Después de unos minutos, en que se acataba la consigna, nerviosismos arrasados no podían quedarse callados: interrumpían e irrumpían, sin poder aguardar el turno. Actuaban lo que les estaba pasando.


Angustias indisciplinadas trastornaban la disciplina de la propuesta.


En esos momentos, integrantes del equipo salían fuera del salón para hablar, sin interferir la reunión, con esas inquietudes y sus familiares.


Evacuadas esas necesidades -pero con muchas dudas y preguntas- se retomaba el rumbo trazado de antemano: hacer evaluaciones diagnósticas y efectuar las orientaciones apropiadas. Proponer a pacientes y acompañantes entrevistas individuales, medicación, tratamientos familiares, integración a un grupo terapéutico, hospital de día, internación.


Esa experiencia buscaba reponer hebras contenedoras de las vecindades. Confiaba en que la presencia simultánea de tantos padecimientos protegería de abusos y maltratos institucionales. Se creía que, en ese espacio en común, cada cual se daría cuenta de que, a veces, el aislamiento no le hacía bien a la soledad.


Pero, al mismo tiempo, rigideces de las formas habituales del trabajo en grupos evitaban que eso ocurriera. Las miradas, ahora multiplicadas, intimidaban, presionaban, inhibían la participación. El ordenamiento impuesto limitaba la posibilidad de que cada cual expresara la posición que más necesitaba para hacer escuchar o dejar ver lo que le estaba pasando. Al final, todo terminaba pareciéndose a las entrevistas individuales, solo que realizadas ante muchas personas que oficiaban como testigos.


El equipo que coordinaba la acogida sentía que, en ese espacio bien dispuesto y prolijo, faltaba vida. Había quienes se quedaban con necesidad de escuchar más a alguien o lamentaban que las existencias ahí reunidas no se conectaran entre sí.


Prepotencias de los modelos consumían potencias de las intenciones.


Ante estas y otras dificultades, se volvía, una y otra vez, a pensar el espacio de acogida.

No basta con que hagamos reuniones grupales para recuperar formas de cuidado que se dan en encuentros comunitarios”, decía una voz. “Necesitamos desprendernos de las inercias profesionales”, agregaba otra. “Solemnidades técnicas robotizan”, completaba alguien. “El trabajo grupal no compone de por sí un espacio alternativo”, opinaba otra voz. “A veces, pacientes y acompañantes hablan más, entre sí, cuando esperan en los pasillos que cuando ingresan al grupo que coordinamos”, observaba otra voz. “Y si en lugar de que ingresen a una instancia evaluadora, que se suele vivir como un tribunal con público, ¿invitamos a un bullicio clínico?”, proponía alguien. “Tendríamos que propiciar un evento que tenga más la forma de un recreo que la de un examen”, se sugirió. “Sí, ¿por qué no?”, se sumaba otra voz. “Un encuentro que celebre el hecho de que podamos estar ahí para conocernos y escucharnos. Más cercano a una peña o a una fiesta que a la pesadez de una exposición descarnada que avergüenza” imaginó alguien. “No se trata de ensayar nuevas técnicas, sino de probar otras formas de recibimiento que alojen vidas desacogidas”, se propuso. “Tenemos que practicar una clínica como oportunidad de encuentros que tal vez se den por única vez”, se dijo.


Las clínicas que hacemos están más distantes de las ciencias médicas que de las desmesuras de las artes.


Se decidió cambiar de posición. Pensar a quienes asistían al hospital como vidas que arribaban, tras una larga travesía, en busca de descanso, refugio, morada.


Se invitó a las inhibiciones recién llegadas a pasar a un salón más informal, con pequeñas agrupaciones de sillas dispersas. Integrantes del equipo iban recibiendo a esas existencias exhaustas.


Circulaban por todo el espacio. Se presentaban y presentaban a las soledades concurrentes entre sí. Las dejaban conversando. Convidaban agua, café, galletitas. Ofrecían un tiempo para que cada cual pudiera decir o actuar lo que le pasaba. Todas las presencias se desparramaban en el lugar. Algunas formaban corrillos o pequeños círculos de confidencias. Otras tendían a aislarse. Se expandía un murmullo calmo.


Informalidades suavizaban controles y censuras, hospedaban angustias próximas con otras cercanías también angustiadas.


Ocurrían acciones simultáneas. Una psicóloga escuchaba a una soledad que padecía: recibía información, exploraba desencadenantes de la crisis, calculaba riesgos. Una enfermera asistía, en otro lado, al relato de la misma historia contada por una acompañante. Cada tanto el equipo hacia un aparte, compartía ideas, hacía consultas, acordaban propuestas, acudían de a dos o de a tres a una urgencia. Ensayaban intervenciones, discutían sobre la necesidad de una medicación, confeccionaban recetas.


Para hablar sobre lo que nos pasa se necesita comenzar a hablar: a veces, sin saber cómo contar o ignorando lo que nos pasa.


Una desorientación hablaba con otra desorientación, denunciaba maltrato y ponía en cuestión ciertos métodos terapéuticos. Ambas analizaban a la institución. Integrantes de distintas familias hablaban entre sí. Una madre con el hijo de otra. Una presencia se acercaba a una sombra que estaba sola en un rincón. Una congoja lloraba y una repentina cercanía la acompañaba. Una vez una residente cantó una canción que se llamaba El tuerto y los ciegos que en uno de los versos decía: “La mediocridad para algunos es normal / la locura es poder ver más allá”. Por un momento, intimidades -que se vivían como infiernos o pesadillas- se sentían amparadas entre murmullos y silencios de un estado de conversación.


Con frecuencia se escuchaba esta pregunta: “Usted, ¿es terapeuta, familiar o paciente?”.


Al final, se hacía silencio. Entonces, alguien del equipo leía una crónica con cosas dichas y cosas oídas, en forma anónima. Se las interrogaba, se las hacía resonar, se las respondía o se las dejaba abiertas para la próxima vez. Se empleaba esa lectura como una escucha en común de hablas no personales ni individuales, hablas de dolor y amor, de desahogo y protesta. A veces, se formaba una pequeña y efímera comunidad de sentimientos. Las reuniones terminaban con aplausos.


Cada cual se retiraba con una receta que llevaba el sello del hospital, una indicación, fecha y firma del equipo. Las notas decían:


Intente venir a la próxima entrevista con su amiga. Si tiene ganas, cuéntele que, en la reunión, se pensó que ella puede ayudarla”.


Se necesita tiempo para pensar. Muchas veces tardamos en darnos cuenta qué nos está pasando”.


El Equipo de este Hospital confía en que las angustias también pasan hablando”.


Siempre hace falta hablar sobre lo que nos está pasando. Pero, muchas veces, no sabemos cómo o nos faltan las palabras”.


Vivimos a merced de impulsos destructivos. En el Equipo pensamos que puede ayudar decirnos: ‘Al menos por hoy voy a tratar de no hacerme daño’”.


Usted está pasando por un momento difícil. Tiene razones para sentirse mal”.


A veces no podemos dejar de hacer lo que sabemos que no nos conviene hacer. No se necesitan más castigos. Vamos a intentar que pueda parar con eso”.


El recuerdo de quien ya no está es un dolor que no se va”.


Los esperamos mañana a las once”.


Nos vamos a volver a reunir para pensar qué ayuda le podemos dar”.


Las injusticias también duelen”.


Si en la semana no tiene a dónde ir, venga al hospital, aquí no le va a faltar un banquito en el que se pueda sentar”.


La inmensidad del dolor necesita vislumbrar una salida: un afuera o un después del dolor. Las recetas simulaban prescribir e indicar, pero daban otra cosa: una complicidad clínica.


La vida en común transcurre entre expulsiones y acogidas. Entre abandonos y acogidas. Entre indiferencias y acogidas. Si un día desapareciera la pulsión de la acogida, también desaparecería la vida en común.



V. Nicolás Koralsky (2022) "De la serie Talasofilias" Con la colaboración de Mariano Amor


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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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