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Foto del escritorRevista Adynata

Sesiones en el naufragio (35): Paranoias / Marcelo Percia

Paranoias forman parte del sentido común de esta época. Certifican amenazas, señalan malicias en todas partes, reclutan desesperaciones que no saben qué hacer con la desesperación.


Paranoias no designan, acá, fijezas enfermizas de soledades que deliran.


Paranoias en todos sus plurales nombran desquicias interpretativas. Afectividades signadas por sospechas sin fin, impedidas del descanso de las confianzas, descreídas de la imparcialidad del azar o de la no intencionalidad de lo accidental.


Paranoias vienen en auxilio de una vida en común insegura y amenazante.


El subtítulo de El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari (1972) bien podría haber sido Capitalismo y paranoia. Recordemos que ambos autores presentaban “la paranoia y la esquizofrenia como bordes de amplitud de un péndulo que oscila…”. Y preguntaban “¿Por qué estas palabras, ‘paranoia’ y ‘esquizofrenia’, como pájaros parlantes y nombres de muchachas?”.

Paranoias anudan las figuras de Freud y Lacan con la de Dalí.


Desde que lee La interpretación de los sueños, Dalí vive obsesionado por conocer a Freud. Quiere interesarlo por su idea de la paranoia como método crítico.


Viaja tres veces a Viena sin poder verlo.


A fines del otoño de 1938, tras la invasión nazi, Freud huye de Austria, junto con su esposa y su hija Anna, ayudados por una de sus discípulas, la princesa Marie Bonaparte. Escapan en tren a París y luego en barco hacia Inglaterra. Apenas un mes después, a comienzo del verano de ese mismo año, por intermediación del escritor Stefan Zweig, por fin se produce el encuentro en Londres: Freud tiene ochenta y dos años; Dalí, treinta y cuatro.


Freud recibe una breve carta de Zweig, también exiliado: “Hay alguien más que quisiere acompañarme la semana próxima, uno de sus mayores admiradores, que a pesar de todas sus pequeñas locuras, es quizás el único genio de la pintura moderna”.


Durante la visita, Dalí habla sin parar de la paranoia como procedimiento creativo, mientras Freud, sorprendido por su gran entusiasmo, trata de observar el óleo Metamorfosis de Narciso que el pintor catalán llevó al encuentro para ilustrar su teoría.


Unos días después, Freud escribe a su amigo Zweig: “Me inclinaba a considerar a los surrealistas, quienes aparentemente me han elegido como su santo patrón, como excéntricos incurables. El joven español, sin embargo, me ha hecho reconsiderar mi opinión. Sería muy interesante investigar analíticamente cómo una imagen como esa llegó a ser pintada”.


El segundo encuentro no se lleva a cabo. Freud muere al año siguiente.


Después de aquella reunión, Dalí esboza un retrato de Freud que intenta, a través de Zweig, que llegue a manos del creador del psicoanálisis. Pero eso no ocurre. Zweig no se atreve entregar a Freud ese dibujo que de alguna manera presagia su muerte.


Dalí concibe la paranoia como pasadizo para sumergirse en el manantial inconsciente y poder bucear en sus inventivas secretas. Freud la piensa como defensa. Como proyección de una amenaza. Como mudanza de un reproche nacido en el teatro interior que retorna en forma de ataque desde el mundo exterior.


Para el psicoanálisis, paranoias alteran la percepción de la realidad. A partir de mínimos detalles, editan mundos, decretan obsesiones, verifican peligros inminentes.

A su vez, Dalí y Lacan se conocen unos años antes en París. Lacan lee un artículo de Dalí sobre la paranoia como método creativo y Dalí está interesado en hablar con Lacan sobre las visiones delirantes. Las circunstancias de las cercanías entre el joven pintor y el autor, en 1932, de la tesis De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, se explican -entre otras cosas- por los avatares de la recepción del psicoanálisis en Francia. Las lógicas interpretativas freudianas cautivan más a poetas y artistas que a médicos y científicos. Dalí y Lacan no piensan lo mismo sobre la paranoia, pero, en ese momento, sienten simpatías recíprocas. En todo caso, el método paranoico y la interpretación delirante, tienen en común la pasión por lo inconsciente. Así como el interés por captar sus derivas a través de un método sensible a los vértigos asociativos.


Paranoias ponen a la vista cómo percepciones, realidades, verdades, se configuran como formaciones angustiosas a la vez que como figuraciones creativas. Asimismo, en tiempos de las contiendas y genocidios europeos, sobrevienen como sensibilidades exasperadas ante una vida planetaria insegura. Como afectividades que no soportan prevenciones dubitativas. Como desamparos que reaccionan con violencias.

Sospechas advienen como presagios o aguijones lanzados desde el futuro; y, también, como hendiduras de luz en un universo que se suponía cerrado y completo.


Se podrían distinguir sospechas reactivas (formaciones defensivas ante los peligros de la credulidad) y sospechas críticas o activas (acciones del pensamiento frente a las doctrinas que impone un poder).


Paranoias forman parte de las hermenéuticas de la sospecha.


Paul Ricoeur (1965) llama maestros de la sospecha a Marx, Nietzsche y Freud, tres torbellinos que piensan el drama de la conciencia y sus falsificaciones. Las relaciones dudosas e improbables con algo que hasta el momento, y todavía hoy, se sigue nombrando como realidad y verdad.


Michel Foucault (1964), en su ponencia Marx, Nietzsche, Freud, considera a estas constelaciones autorales como tres de las políticas de la interpretación más productivas del ideario europeo entre mediados del siglo diecinueve y las primeras tres décadas del veinte.


Pensamientos que comparten con las paranoias descentramientos respecto de las verdades y realidades instituidas por los cánones vigentes.


Sin embargo, paranoias no se reducen a hermenéuticas de la sospecha. Paranoias componen despotismos de la interpretación. Practican desenfrenos interpretativos que, igual, nunca alcanzan para apaciguar a la vida que se siente amenazada.


A propósito, para la misma época, Susan Sontag (1964) objeta abusos interpretativos de las críticas literarias y estéticas. Escribe: “La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que José K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios...”.


Su escrito Contra la interpretación termina con esta célebre sentencia: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”.


Paranoias prevalecen como afectividades de la vida en común en épocas de pestes y guerras, en tiempos de extremas desigualdades y catástrofes planetarias.


Paranoias se agazapan detrás de un ideal de la fuerza, se represente como se represente.


Paranoias no pueden la risa, no pueden eróticas, no pueden suavidades, no pueden delicadezas.

Paranoias siguen consignas, prescripciones, protocolos defensivos.


Paranoias no piensan, reaccionan.


Clarice Lispector (1967) recuerda que para pensar hace falta confianza, entrega, desaprensión, la recepción de otro corazón. No se pueden explorar sentimientos teniendo miedo. Se necesitan ternuras habladas, sin restricciones ni confiscaciones interpretativas.

Respiramos paranoias.


No se trata de trastornos personales, sino de respuestas posibles en épocas trastornadas.


Paranoias como recursos de sensibilidades no totalmente blindadas o de blindajes porosos. Afectividades todavía no completamente indolentes, ni indiferentes, ni anestesiadas, ni impasibles.


Paranoias no como acepción psiquiátrica de una catástrofe interior, sino como segunda piel de desesperaciones llagadas en tiempos de capitalismos que ponen en peligro la vida.

Paranoias, aunque no pueden, tratan de anticipar todas las amenazas. Presentimientos, a veces, forman parte del arte las adivinaciones desesperadas: leen indicios, inventan señales, interpretan lo ya interpretado.


Paranoias encuentran estallado el punto de vista apaciguador, razón por la que los peligros pueden venir desde cualquier lado.


Paranoias no hacen el pasaje tranquilizador desde el no saber al saber. Trajinan incansables desde el no saber hasta el tampoco saber o hasta el cada vez saber menos.


No pasan de la inquietud a la calma, sino de la inquietud al desasosiego sin fin.


Paranoias viven en la inminencia de que está por ocurrir lo peor. Incertidumbres que zarandean la normalidad de los días.


No saben lo que va a pasar ni por dónde puede venir, pero olfatean secretas inteligencias siempre listas para atacar.


Paranoias actúan en momentos de irresoluciones brutales, caprichosas, insoportables.


Paranoias padecen la existencia de otras vidas. Trazan círculos de protección para mantenerse a salvo de lo extraño, lo extranjero, lo desconocido.


Todas las ideaciones bélicas sostienen hipótesis persecutorias. Lo mismo que competencias y rivalidades deportivas entre naciones.


Paranoias viven sospechando. Agudizan cautelas y suspicacias ante todos los entramados institucionales: familias, parejas, escuelas, fábricas, policías, justicias.


Optan por soltarse de los arraigos. Conocen el peligro de los anclajes. Construyen refugios subterráneos para mantenerse apartadas o se arman ansiosas para salir a matar en defensa propia.


Paranoias no oscilan entre la hospitalidad y la hostilidad, se les ha congelado la sangre en el ártico de la enemistad. No toleran movimientos constantes de la vida en común que van de la acogida a la expulsión y de la expulsión a la acogida.


Sin darnos cuenta cultivamos complacencias y paranoias.


Nos entregamos a las tapas de los diarios, a los informes de los noticieros, a las inteligencias de las publicidades, a las versiones de las redes, a los horizontes de deseo que diseñan los algoritmos, como afectividades conformes y satisfechas con lo que nos destinan. Y, también, asistimos a todas esas fuentes como suspicacias que se preguntan: ¿qué quieren que piense?, ¿de qué me están convenciendo?, ¿qué necesidades me están creando?, ¿a qué deseos me empujan?

Muchas empresas obtienen ganancias administrando paranoias: fabricantes de armas, compañías de seguros, medicinas privadas, diseñadores de virus y antivirus informáticos, productores de cámaras y alarmas, herrerías que hacen rejas para puertas y ventanas, entrenadores de perros guardianes, instructores en artes marciales, distribuidores de gas pimienta.


Cerraduras y cajas fuertes componen predilecciones de las paranoias. El culto por mecanismos y artefactos que sirven para cerrar y blindar.


Paranoias, a veces, prefieren apartarse por el desgaste que significa estar en alerta permanente. Se exasperan con azares, accidentes, huecos de la razón.


No se preguntan qué sucedió o qué nos pasa, están pendientes de lo que está por pasar. Vislumbran lo peor en cosas inadvertidas que ya están pasando.


Vivir en espacios superpoblados en los que nadie se conoce transforma al anonimato en una protección y en una amenaza.


El vocablo paranoia nace en el momento en que comienzan a consolidarse las sociedades de masas alrededor de la segunda mitad del siglo diecinueve europeo.


En la psiquiatría alemana, lo emplea por primera vez Johann Christian Heinroth (1842) para indicar una modalidad de las psicosis. Enseguida forma parte del vocabulario de Griesinger, Kraepelin, Bleuler, Clérambault.


Paranoias están activas en Freud como falsificaciones defensivas de una supuesta realidad. En Melanie Klein como primeras fantasías de las infancias que escenifican angustias todavía sin lenguaje. En Bion como gramáticas protectoras de los grupos ante ansiedades que reactivan, en la vida en común, peligros de los inicios. En Lacan como increencia de afectividades sin garantía, sin ley, sin confiabilidad, que no tienen de qué asirse. En Pichón Rivière como terror automático que se pone en marcha ante situaciones de cambio o abandono de redes de cuidados conocidas. En Deleuze y Guattari como modelos sentimentales de familias burguesas en las que los padres fantasean con matar a los hijos porque suponen que los quieren sustituir y los hijos fantasean con matar a los padres para quedarse con un ansiado botín de amor y erotismo.


Paranoias se expanden como disposición de las afectividades para la misma época en que la novela policial se difunde como género. Edgar Allan Poe (1841) crea al detective Auguste Dupin en su relato Los crímenes de la Calle Morgue.


Los sitios seguros en las ciudades también representan lugares vulnerables. Paranoias no salen de sus asombros: te pueden destruir hasta en una habitación con ventanas y puertas cerradas desde adentro.


Pero si la novela policial investiga qué ocurrió, paranoias sustituyen los abigarrados y tediosos caminos de las indagaciones compartidas por la contundencia automática de certezas pretéritas y anticipatorias de lo que ocurrirá.


Paranoias presienten que miserias sociales engendran monstruosidades. Sobrevienen como últimas defensas de afectividades desquiciadas por las desigualdades capitalistas. No se trata solo de delirios de poder que sospechan que una conspiración les quiere arrebatar el trono, sino de desesperaciones que temen morir, estar impedidas de pagar la luz, terminar en la calle, o que las ataque una criatura inconcebible trasportada a la ciudad por un marinero irresponsable.


La amenaza no se presenta como circunstancia excepcional, sino como lluvia ácida que humedece los días. El momento de peligro no termina: se extiende como un tic tac perpetuo.


Paranoias escuchan incertidumbres que el capital deposita bajo las almohadas.


Paranoias viven la amenaza como sensación expandida. La enemistad como principio para conversar. La trampa o la emboscada como verosímil de cualquier relación. El descanso como descuido imperdonable.


Sienten la secreta conspiración de las cosas inanimadas llenas de micrófonos y cámaras.

Leyendas de los antivirus que irrumpen en computadoras y teléfonos dicen: Su dispositivo no está protegido. Hemos detectado amenazas. Pueden estar viendo lo que está haciendo. Pruebe nuestro servicio gratis por treinta días.


Paranoias ponen a la vista que en toda interpretación hay una razón que delira. Aunque los delirios no se llamen delirios y se los nombren con palabras normalizadas como guerras, cárceles, manicomios, paraísos fiscales, ultra riquezas.


Algoritmos de las redes sociales materializan una las más tremendas fantasías del presente: actúan como si leyeran pensamientos y deseos. Como si supieran la injerencia que tienen sobre los sueños.

Medicinas inventan un nombre para las interpretaciones catastróficas de los signos de los cuerpos: hipocondrías.


Hipocondrías, a veces, se presentan como lucideces aterrorizadas que presienten la vulnerabilidad.


Paranoias saben la salud como campo minado, como albur genético, como apacible costa en espera de un maremoto, como volcán dormido. Como gratitud y desdicha amorosa.


Tal vez en las paranoias haya una culpa secreta, inconfesada. Incluso una falta ajena que se lleva como herencia vergonzante y memoria imborrable de un hecho atroz e irrepresentable que retorna no como recuerdo ni como conciencia, sino como ataque exterior. O tal vez paranoias inventan interioridades asustadas para escapar de la percepción insoportable de la vida que sufre, del planeta que agoniza, de las poéticas aplanadas por los lugares comunes.


Paranoias no se presentan como creencias en una amenaza o peligro, sino como certezas. Como adhesiones indisolubles a esas certezas. Un saber se presenta como una creencia que duda y sospecha de sí. La fe cuenta con la garantía de un Dios mayúsculo. Se confía en su protección y en su gracia. Paranoias, sin fe, sospechan de la malicia de lo común. Viven vigilando, tomando precauciones, adivinando malos pensamientos.


A esta altura, se necesita hacer lugar a una vacilación que insiste a pesar de todas las distinciones que se intentan: ¿acaso paranoias no expresan lucideces de porvenires que negamos?


Después de todo, ideologías se diferencian de las paranoias clínicas por su capacidad de entramar consensos entre soledades que buscan respuestas.


Mientras ideologías se componen como fantasías, ficciones políticas, hermenéuticas compartidas, sentido común; paranoias habitan fantasmas, interpretaciones privadas, pesadillas cerradas, sentidos enrarecidos.


Paranoias están presentes en todas las literaturas, no solo las policiales. También en las fantasías distópicas que narran afectividades sobrevivientes al fin del mundo.


Si se deja de lado Los siete locos de Arlt (1929), tal vez se pueda mencionar un inmenso relato de Julio Cortázar (1959), El perseguidor y una inclasificable novela de Alberto Laiseca (1998), Los Sorias, como referencias, entre tantas, de una posible metafísica de las paranoias en nuestro tiempo.


En Cortázar encontramos la figura del perseguidor como cazador y como animal acosado. La persecución como una insistencia de ir más allá de lo establecido y como derrumbe del mundo sobre una frágil y solitaria conciencia. Y, también, la persecución como invención de otro tiempo en el tiempo.


En Laiseca asistimos a una narrativa sobre las conspiraciones y las defensas. A un estado de acoso que arranca con los enemigos en la pieza de una pensión. Una crónica de amenazas que crecen. La construcción de realidades que deliran. Un vértigo de demasías asociativas.

Quizás paranoias confundan las amenazas. Malinterpreten algo que no pueden o se resisten a saber. Lo que sienten como riesgo personal, anuncia algo todavía peor: la cruda visión de que la vida toda está en peligro.


Ricardo Piglia señala proximidades entre paranoias y parodias.


Paranoias, a veces, no hacen más que exagerar sospechas admitidas. Se pueden entrever como caricaturas hermenéuticas, como groserías de los despropósitos de la fuerza, como afectividades de personajes de comics que desarrollan superpoderes para reducir puntos de vulnerabilidad.

Tal vez paranoias compongan un capítulo de una posible historia universal de las masculinidades.

Nos cruzamos.


Me dice sonriendo: “¡Buenos días!”.


Me quedo pensando: ¿me conoce?, ¿se trata de un encuentro casual?, ¿me dedicó una sonrisa forzada? ¿Qué me quiso decir con “buenos días”?





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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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