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Sesiones en el naufragio (8) Un comĂșn silencio (segunda parte) / Marcelo Percia

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • 15 jul 2021
  • 6 Min. de lectura

Lo que nos pasa excede lo que podemos decir. DemasĂ­as no terminan de expresarse. Se sienten como aturdimiento, confusiĂłn, excitaciĂłn.

Ante lo impensado, ante lo inefable, ante lo inasible, ante lo indesignable, ante lo inconcebible, ante lo imponderable, ante lo ininteligible, ante lo impronunciable, revolviendo cenizas: presentimos silencios.


Se recuerda la proposición de Wittgenstein (1921) que dice: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”.

Sin embargo, cuando se estĂĄ sufriendo (y no se puede hablar) no se elige callar, se calla porque no se puede otra cosa. Otras veces, de lo que no se puede hablar, se habla y se habla para aliviar esa imposibilidad, para compartir ese no poder.


Entre las ironĂ­as y citas apĂłcrifas de Borges se recuerda Ă©sta: “No hables al menos que puedas mejorar el silencio”.

Pero el silencio no solicita que se lo mejore, solo necesita que se lo respete.

Silencios agradecen elocuencias calladas que planean en el aire.


Cuando la vida se resiste a que se la nombre, hacen bien las palabras en abstenerse.

Habitamos un mundo hecho de palabras.

La vida puede prescindir de los nombres, pero los vocablos necesitan de la vida.


CercanĂ­as acontecen entre silencios. A veces, interrumpidos por la pregunta: “¿En quĂ© estĂĄs pensando?”.


Acciones clĂ­nicas se plantan como apuestas decididas sobre un fondo de indecisiĂłn.

La firmeza de esas decisiones consiste en la vacilaciĂłn: un temblor que sobreviene tras cada decisiĂłn.

Cada intervenciĂłn (decir y no decir, hacer y dejar de hacer) supone un riesgo y una espera.

Riesgos conocen experiencias, discusiones, lecturas; esperas olfatean abismos.

ÂżCĂłmo calcular riesgos, sabiendo la vida incalculable?

En los silenciosos pliegues de una decisiĂłn se guarecen las dudas.

Las apuestas no se pierden, se inician continuamente.


Hay silencios que no merecen llamarse silencio. No lo merecen los ahogos en los interrogatorios. Ni las intimidaciones, presiones, demandas, que exigen confesiones.

Expectaciones y preguntas clĂ­nicas traman relaciones delicadas con el silencio.

Muchas veces el silencio agradece la sola espera.

Poderes silencian, urgencias atoran palabras.


El psicoanĂĄlisis sostiene un necesario pasaje por el silencio: por la vida desnuda, desamparada, cruda. Un comĂșn silencio desprendido de las arrogancias de todas las hablas, de sus ruidos y chirridos quejosos.

Bion observa que grupos clĂ­nicos reaccionan con hostilidad ante la ausencia de conducciĂłn.

La privaciĂłn de una palabra salvadora desencadena ansiedades que arrasan. Esa prescindencia desata defensas fanĂĄticas que alucinan amores incondicionales, malicias vengativas, poderes protectores.

FantasĂ­as concertadas en comĂșn tratan de evitar vĂ©rtigos de las soledades: en el silencio parpadean enigmas irresolubles de la vida.


Siempre habrĂĄ otros modos de estar en lo que nos pasa. Otros movimientos que alojen, suavicen, pacifiquen.

Sin embargo, por momentos, demasías inundan y no se sabe qué hacer.

Terrores que inmovilizan se enquistan en lo pasajero.


Se habla, se habla, se habla, hasta que se hace silencio. No porque no se tenga ya nada por decir, sino porque el decir necesita descansar no diciendo nada.

El silencio no se hace, se vuelve al silencio.

El silencio estå antes, durante, después de lo que se estå diciendo.

Esa silenciosa espera que no espera nada se insinĂșa en el (indiferente) transcurrir del tiempo.


La ansiedad de decirlo todo encalla cuando se da cuenta de que nunca se alcanza a nombrar lo que nos pasa.

La ansiedad por decirlo todo siente el silencio como baldĂ­o yermo e inhĂłspito. Como muro contra el que chocan nerviosismos.


Hay silencios que sobrevienen como fatiga de las palabras. Silencios que envuelven lo vivo y cobijan existencias que hablan.

Entre los muchos silencios se conoce el que se vive como un horror secreto. El de la injuria alucinada. El del odio que delira. El silencio de la hostilidad. El silencio gobernado por voces que humillan. Condenan, ordenan dañar o dañarse. Silencio que sostiene que la vida no tiene sentido e invita a la muerte.

Nadie quisiera estar en un silencio asĂ­.


El sentido comĂșn persuade de que la vida no tiene sentido o que no vale vivir si no se consigue tal o cual cosa.

La vida no tiene sentido, dirección, meta. No sabe de logros, hazañas, derrotas. Tampoco tiene que hacerse valer.

La vida -sin por qué ni para qué- solo persevera en vivir.

Desesperanzas que no le encuentran sentido a la vida, padecen la enfermedad de la esperanza o la enfermedad del reconocimiento, el triunfo, el aplauso o como se llame.


El sentido, ese pulso secreto de lo vivo, se mece en una calma anterior a las lenguas. Pero, cuando se estĂĄ sufriendo, eso no se sabe ni importa.

El silencio precede a la vida, y solo silencio quedarĂĄ tras el Ășltimo estruendo.


Emociones no solo se reducen a lo que estamos sintiendo ahora. Emociones acarrean historias, coagulan memorias no personales.

Un dĂ­a nos damos cuenta de que los pensamientos hablan solos. Los discursos siguen Ăłrdenes y voluntades no personales. Ejecutan crĂ­ticas, sentencias, ocurrencias, cautelas, desquicias.

A veces, se los escucha decir: "No te preocupes, todo va a estar bien. No temas, te van a seguir queriendo”.

Esa secreta amabilidad serena y sosiega.

Hablas del poder consignan, seducen, adulan, extorsionan, expulsan.

La sola amabilidad que no manda ni persuade, esa, da serenidad y sosiego.


Se comienza hablando en sesiĂłn con quien obra de analista hasta que de pronto se hace audible un persistente silencio: un horizonte acĂșstico en el que rebotan amplificadas las preguntas sobre aquello que nos pasa.


Idea Vilariño (1950) prueba reír y llorar, estar sin llanto y sin risa, saber el tiempo: el paso de la vida.

Escribe “Todo es muy simple mucho / mĂĄs simple y sin embargo / aĂșn asĂ­ hay momentos / en que es demasiado para mĂ­ / en que no entiendo / y no sĂ© si reĂ­rme a / carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquĂ­ sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi trĂĄnsito / mi tiempo”.

Tal vez se trate solo de estarse en silencio y, asĂ­, en la vida, en el trĂĄnsito, en el tiempo. Sin posesivos, sumida en un silencio impersonal e impropio.


Se conoce el instante orgĂĄnico de la angustia: cuando se enhebra en un cuerpo que duele.


Transitamos superficies repletas de pisadas superpuestas.

Una confusiĂłn de marcas.

Sobre esos signos enmudecidos, andamos.

Emociones estampadas bajo nuestros pies preceden todas las marchas.

Tal vez por eso escribe Rodolfo Kusch (1979) “Vivir en suma es poner el pie en la huella del diablo”.

Cierto: en el rastro del mal cabe tanto el pie que se subleva como la bota que aplasta.

No depende solo de cómo se mire. Pasos que damos tienen consecuencias: algunos dañan la vida, otros la alegran.


Ensayamos lecturas verosímiles sobre lo que estå pasando que tratan de no ceñir a la vida en estrechas interpretaciones.

Se comunican conjeturas clínicas creyendo más en las precauciones: “Disculpe que me meta en cómo está viviendo. Esto que estoy por decir tal vez no corresponda con lo que le está pasando. Incluso tendríamos que pensarlo con más cuidado”.

Cautelas clĂ­nicas importan mĂĄs que las imprudencias pronunciadas.

Una conjetura, la mĂĄs lograda de todas, funciona como una flor arrancada de una exuberante planta: al poco tiempo, desfallece en un florero.

QuĂ© bien lo dice Horacio GonzĂĄlez (2019): “Comprender es nuestro ejercicio, nuestro problema y nuestra modesta desesperaciĂłn diaria”.

La labor clĂ­nica consiste en aprender a vacilar. En saber estar junto a lo incomprensible.


A veces, ante una vida angustiada, se guarda silencio porque no se sabe qué decir. Se quisiera expresar algo que alivie, que acompañe, que esclarezca, que ayude a pensar. Pero no se nos ocurre nada. Entonces, se estå ahí, en espera, aunque la impaciencia nos respire en la nuca.

La expresiĂłn guardar silencio no tiene solo que entenderse como abstenerse de hablar, se trata de cuidar el silencio como secreto mudo de la vida.

“Escuchar bien, a eso llamo callarme”, escribe Beckett (1953) en el Innombrable.


Borges (1960) recuerda una idea de Coleridge que ayuda a pensar secretos estupores nocturnos “
no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos”.

Sentimos, pero no sabemos qué.

En tiempos que arrecian, se necesitan nombres e imĂĄgenes que rescaten emociones del silencio.

Si no: eso que no se sabe estrecha la vida hasta hacerle faltar el aire.


Un poema de Alejandra Pizarnik que se llama La palabra que sana dice:

“Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.

El lenguaje desentierra mundos imaginĂĄndolos. El silencio carece de forma y no tiene lugar. Nos llegan las formas como ĂĄngeles caĂ­dos. El mar no se muestra furioso, ni siquiera se muestra. El mar solo estĂĄ. EstĂĄ sin pretensiĂłn de existencia. Ni calmo ni furioso. Constelando con la luz y con el tiempo, con la luna y los vientos. Copulando con gravitaciones invisibles.

Hay una palabra que sana, no cualquiera.


No se llega a contar ni percibir la intimidad de un dolor, aunque se lo acaricie, se lo escuche, se lo sepa.

Ese dolor incomunicable, ese Ășltimo silencio, se llama soledad.


Se podrĂ­a distinguir soledad de desolaciĂłn.

Desolaciones se presentan como ruinas del ĂĄnimo. Como tristezas heridas que se apartan, se retiran, se exilian.

Desolaciones no se cobijan en silencios de las soledades, callan porque les estalla en el pecho la opresiĂłn de cercanĂ­as que duelen.


Aunque permanezcamos enmudecidos, en este momento de arrasamiento y comĂșn indignaciĂłn, dan ganas de gritar: "ÂĄBasta...que no se muera nadie mĂĄs!

No se conoce abrazo mĂĄs duradero que el de un comĂșn silencio cuando lentas paladas de tierra cubren un cuerpo sin vida.


Tal vez un dĂ­a transformen todas las palabras en mercancĂ­as, pero con los silencios no van a poder.



Santiago Sierra, "La Lona”. Labor, MĂ©xico D.F., MĂ©xico, Febrero 2015. 15 personas jĂłvenes debajo de una lona.

 
 
 

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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