Lo que hace a una buena fotografia es captar lo que está allí, pero parte de su calidad consiste en que también lo haga con lo que no está. Más que delinear, sugiere. Es una sesión de espiritismo dentro del cuarto oscuro, donde lo que no se ve se levanta de la muerte.
Observar a estos fantasmas levantarse de las cubetas es un procedimiento a la manera de Lázaro. Se sumerge a las imágenes latentes en progresivos baños para recordar a las cosas que se han ido hace una hora, un día o la mitad de una vida. El ectoplasma responde. Se dice que un metafísico agudo puede espiar esta materia, como una nube de humo saliendo de las bocas y las narices de los muertos y de los moribundos. El alma, liberada, sale como los pañuelos del sombrero de un mago para desvanecerse en el aire claro.
Todo esto raya en lo ridículo a no ser que se escudriñe en los misterios de Aldo Sessa. Entonces uno se lo puede imaginar en el cuarto oscuro llamando de la nada a sus imágenes para darles forma. Lo que no era, lentamente cobra vida. Es como mirar en un espejo empañado y, una vez frotado, ver una forma familiar que emerge. Un fantasma implícito pero escondido. Debemos atrevernos a describir cómo un fotógrafo adivina lo que no se ve detrás de lo que se ve y atrapa ambos en un instante, congelando al fantasma. Así, cuando la niebla se levanta de la cubeta y se derrite para convertirse en carne o en paisaje la buena foto combina la sustancia y lo que implica, tan intimamente fusionados, que si no se tiene cuidado se puede pensar que son uno.
Una buena fotografia, como los grandes cuadros, muestra no solamente a una mujer sino a todas las mujeres, es una historia de la carne reducida a una sola pose y a una sonrisa solitaria. Así como el sol de Van Gogh es todos los soles que alguna vez brillaron sobre el campo; o la fuente de coloridas frutas de Cézanne es la exhibición trascendental de naranjas, manzanas y peras; o la Virgen de las Rocas de Leonardo de Vinci es el fantasma pintado detrás de la carne. Miramos a la fuente misteriosa que a todos ilumina a través de la piel, la carne, los huesos y la médula. Leonardo pintó la iluminación que no se puede apagar, aunque ya no estemos en el museo; seguimos caminando con ese origen implícito en nuestros ojos, en la química que baña nuestra retina.
Todo esto se nos va de las manos a no ser que, como ya he dicho, se den vuelta estas páginas y se deje a los espíritus en la química que baña nuestra retina.
Todo esto se nos va de las manos a no ser que, como ya he dicho, se den vuelta estas páginas y se deje a los espíritus de Aldo Sessa levantarse y llenar el cuarto oscuro para asumir su identidad. Si él fuera solamente un fotógrafo de lo obvio (la piel, la cáscara, la sustancia exterior de las cosas) yo no estaría escribiendo este prefacio. Es un hecho que se las ha arreglado para encontrar y mantener la superficie y el espíritu detrás de la superficie, esto es lo que hace de su recopilación una visión y una clarividencia. Cuando la vida abandona el cuerpo y se convierte en nada más que carne, cuanto más miramos menos encontramos, así que enterramos el cadáver y nos vamos hacia la luz. Reanimemos esa criatura fría, aunque sea por un momento, y pongámonos a examinar el misterio dentro de la forma, la revelación dentro de la máscara. El fenecido F. Scott Fitzgerald no está en su tumba; tomemos su libro y su fantasma se levantará.
¡Ya basta, he dicho suficiente! Todas las imágenes en este libro de Sessa ya no están; sus misterios, reencontrados en el cuarto oscuro, se quedan para nutrirnos con su calidez interior.
La tarea de Sessa es mucho más difícil que la de un pintor. ¿Por qué? El pintor envuelve el mundo real con sus ojos y allí hace sus propios cambios y reacciones transmitiéndolos a su muñeca, las manos y los dedos. Puede hacer lo que quiera con el mundo, hacerlo irreal o terriblemente real. Los fotógrafos como Sessa no tienen esta opción. Deben trabajar con lo que hay allí, en tres dimensiones, y convertirlo en dos, y aun así encontrar una cuarta detrás de la mirada obvia. Lo que está debe ser descubierto en un instante de genio y encerrado en la cámara antes de que pueda escapar o gritar. El cuarto oscuro es el momento de exaltación o desesperación. Mientras mezcla sus sustancias, el pensamiento del fotógrafo es "Lo atrapé vivo o lo maté". Lo que llega a la superficie luego de aquel baño ácido asegura su futuro, o automatiza su vida en estaciones de subterráneo a seis poses por sesenta centavos.
Fuente: Prólogo del libro de Ray Bradbury y el fotógrafo y art ista plástico argentino Aldo Sessa, Sesiones y Fantasmas / Seances & Ghosts
Edición bilingüe español - inglés. Sessa editores 2000.
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